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Capítulo 3

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Los ángeles lo habían rescatado.

La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.

Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.

La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.

Y se había enamorado de ella.

La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.

La segunda vez, los ángeles eran soldados y venían a castigarlo, no a salvarlo.

Aun así, era un rescate.

Se había puesto en pie cuando se acercaron, preparado para enfrentarse a ellos, para recibir el castigo que le infligirían. Se estremeció ante un dolor en la pierna que no había notado antes, provocado por una esquirla del mástil del carguero destruido que se le había clavado en el muslo y le cubría de sangre la pernera del pantalón, lo que le impedía luchar.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para golpearlo, perdió el conocimiento.

Y fue entonces cuando llegaron las pesadillas; no de bestias y brutalidad, ni llenas de dientes afilados y un terror todavía más agudo. Eran peores que todo eso.

Los sueños de Ewan estaban repletos de ella.

Durante días había soñado con el alivio de sus agradables caricias en la frente. Con el brazo de ella levantándole la cabeza para que bebiera el líquido amargo de la taza que le acercaba a los labios. Con los dedos de ella recorriendo sus doloridos músculos, aliviando el agudo dolor de su pierna. Con el aroma de ella, a sol y a secretos, como la sonrisa de aquel primer ángel que lo había atendido tantos años atrás.

Estuvo a punto de despertarse una docena de veces, quizá cien… Y eso también convertía el sueño en una pesadilla: el miedo a que el paño frío en la frente no estuviera realmente allí. El terror a que pudiera perderse aquellos cuidados, cómo le cambiaba el vendaje en la herida del muslo, a que el sabor del caldo amargo que ella le daba de comer fuera pura fantasía. A que la delicada aplicación del bálsamo sobre sus heridas no fuera más que una alucinación.

Y siempre soñaba que el tacto permanecía mucho tiempo después de que el bálsamo desapareciera, suave y persistente, recorriéndole el pecho, bajando por su torso, explorando las crestas y valles.

Siempre soñaba con que sentía los dedos de ella sobre su cara, que le acariciaba las cejas y trazaba los huesos de sus pómulos y de su mandíbula.

Siempre había soñado con sentir sus labios en su frente. En su mejilla. En la comisura de su boca.

Siempre había ansiado tener su mano en la suya, enredar sus dedos con los de ella, notar su palma cálida contra la de él.

Y el sueño lo había llegado a convertir en una pesadilla: en la dolorosa conciencia de que lo había imaginado. De que no era ella. De que no era real. De que él no podía devolver las caricias. Los besos.

Así que se quedaba tumbado, dispuesto a soñar, a revivir la pesadilla una y otra vez, con la esperanza de que su mente le diera lo último de ella, su voz.

Nunca fue así. El contacto llegaba sin palabras; los cuidados, sin susurros. Y el silencio escocía más que la herida.

Hasta esa noche, cuando el ángel habló, y su voz llegó como un arma malvada: un largo suspiro, y luego, intenso y delicioso, como el whisky caliente: «Ewan».

«Como si hubiera vuelto a casa».

Estaba despierto.

Abrió los ojos. Todavía era de noche, ¿otra vez de noche? Una noche eterna… en una habitación oscura, y su primer pensamiento fue el mismo que había tenido cada día al despertar durante veinte años: «Grace».

La chica que había amado.

La que había perdido.

La que se había pasado media vida buscando.

Una letanía que nunca curaba. Una bendición que nunca obtendría porque jamás la encontraría.

Pero allí, en la oscuridad, el pensamiento era más persistente que de costumbre. Más urgente. Llegó como un recuerdo, como el roce de un fantasma en su brazo. En su frente. En su pelo. Llegó con el sonido de la voz de ella en su oído: «Ewan».

«Grace».

Un susurro apenas.

«¿El roce de una tela?».

La esperanza estalló, dura y desagradable. Entrecerró los ojos en las sombras. Negro sobre negro. Silencio. Vacío.

«Fantasía».

No era ella. No podía ser ella.

Se pasó una mano por la cara. El movimiento le produjo un dolor sordo en el hombro, un dolor que recordaba de años atrás, cuando se había dislocado el hombro y se lo habían vuelto a colocar. Intentó sentarse, pero el muslo herido, casi curado y rígidamente vendado, se lo impidió. Apretó los dientes por la persistente punzada de dolor, aunque la acogió con agrado porque lo distraía del otro dolor, mucho más familiar. El de la pérdida.

Se le estaba despejando la cabeza rápidamente y reconoció que la niebla que se disipaba era un efecto del láudano. ¿Cuánto tiempo llevaba drogado?

¿Dónde estaba?

¿Dónde estaba ella?

Muerta. Le habían dicho que estaba muerta.

Ignoró la angustia que siempre acompañaba a ese pensamiento, se acercó a la mesilla cercana a la cama, buscando una vela o un pedernal, y derribó un vaso. El sonido del líquido cayendo al suelo le recordó que debía intentar escuchar.

Y, entonces, se dio cuenta de que oía lo que no podía ver.

Una sucesión de sonidos apagados, gritos y risas próximos, pero más allá de la habitación, y un estruendo que venía de más lejos, quizá de fuera del edificio. ¿Dentro, pero no cerca? El ruido sordo de una multitud, algo que nunca había oído en los lugares en los que solía despertarse. Algo que apenas recordaba. Pero la memoria llegó con aquel sonido desde una distancia similar, desde más lejos, desde hacía una vida.

Y, por primera vez en veinte años, el hombre conocido por todo el mundo como Robert Matthew Carrick, duodécimo duque de Marwick, tuvo miedo. Porque lo que oyó no era el mundo en el que había crecido.

Era el mundo en el que había nacido.

Ewan, hijo de una cortesana de alto copete caída en desgracia por un bebé en el vientre, que se había acabado convirtiendo en una de las mejores prostitutas de Covent Garden.

Se puso de pie y atravesó la oscuridad, tanteando a lo largo de la pared hasta que encontró una picaporte. Una puerta.

Estaba cerrada.

Los ángeles lo habían rescatado y trasladado a una habitación de Covent Garden cerrada con llave.

No tenía que salir de allí para saber lo que encontraría al otro lado: tejados de pizarra con chimeneas torcidas. Un niño nacido en el Garden no se olvidaba de sus sonidos por mucho que lo intentara. Sin embargo, se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Llovía, las nubes bloqueaban la luz de la luna y se negaban a dejarle ver el mundo exterior. Le negaban ver, pero le permitían oír.

«Una llave en la cerradura».

Se giró con los músculos tensos, preparado para enfrentarse a un enemigo. O a dos. Listo para la batalla. Llevaba meses, años, toda una vida en guerra con los hombres que gobernaban Covent Garden, donde los duques no eran bienvenidos. Al menos, no los duques que habían amenazado sus vidas.

No importaba que fuera su hermano.

Tampoco le importaba a él. Habían roto la confianza que depositó en ellos, incapaces de mantener a salvo a la única mujer a la que había amado.

Y, por eso, presentaría batalla hasta el fin de los tiempos.

La puerta se abrió y él cerró los puños. El muslo le escoció mientras se mantenía de pie, preparado para el golpe que iba a recibir. Preparado para asestar un golpe similar.

Se quedó inmóvil. El pasillo que había más allá apenas era más luminoso que la habitación en la que se encontraba, pero sí lo suficiente como para revelar una figura. No en el exterior. Sino dentro. No entraba, salía.

Había habido alguien en la habitación cuando se había despertado, en las sombras. Había acertado, pero no eran sus hermanos.

El corazón comenzó a palpitarle en el pecho, salvaje y violento. Sacudió la cabeza para despejársela.

Había una mujer en las sombras. Era alta, esbelta y fuerte. Llevaba unos pantalones que se ceñían a unas piernas increíblemente largas, un par de botas de cuero que terminaban por encima de las rodillas y un abrigo que podría haber sido el de un hombre sin problemas, si no fuera por el forro dorado que, no sabía cómo, brillaba en la oscuridad.

«Hilo de oro…».

No lo había acariciado un fantasma. No se había imaginado la voz.

Dio un paso hacia ella para alcanzarla, dolido con ella y por ella.

—Grace… —pronunció su nombre con desgarro, como el traqueteo de ruedas sobre adoquines rotos.

Una pequeña inhalación. Apenas un sonido. Apenas estaba allí.

Pero era suficiente.

Y entonces lo supo.

«Estaba viva».

La puerta se cerró de golpe y ella desapareció.

Él rugió de tal manera que temblaron las vigas.

Grace y el duque

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