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Capítulo 4

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—¿Glenys? —Harriet se detuvo en el umbral del apartamento, con la llave en la mano y unas cuantas bolsas a sus pies. Le molestaba el tobillo, pero no tanto como unos días atrás. Confiaba en que eso fuera buena señal—. Soy yo, Harriet. ¿Estás ahí? No has contestado al timbre y no quiero asustarte.

—¿Harriet? —Glenys Sullivan apareció en la puerta de la cocina, agarrando con fuerza un andador—. Harvey y yo estábamos preocupados por ti, querida. Llegas tarde.

—Hoy me muevo un poco más despacio —contestó Harriet.

Cerró la puerta. Ella también estaba preocupada por Glenys. Desde la muerte de su esposo, diez meses atrás, había perdido eso y Harriet sabía que no estaba bien. En consecuencia, había optado por entrar a verla siempre que pasaba por allí. Y si en ocasiones «pasar por allí» implicaba dar un rodeo, pues también lo hacía. Una vez organizados los paseos, no solía ver mucho a sus clientes, así que disfrutaba de la visita.

—Hace unos días tuve una caída y he tenido que descansar el pie. No fui muy lista.

Glenys llevaba casi cinco décadas viviendo en el mismo apartamento soleado del Upper East Side, rodeada de sus libros, sus muebles y su colección de perros de porcelana.

—¿Te caíste? ¿Hay hielo en las calles? —preguntó.

—Todavía no, pero habrá pronto. Han anunciado nieve y tengo los dedos congelados. Necesito buscar los guantes —contestó Harriet.

Llevó las bolsas a la cocina, sin hacer caso del dolor del tobillo. Lo había descansado un par de días y le había puesto hielo, como le había dicho el doctor. Le dolía todavía, pero estaba cansada de estar encerrada en el apartamento y deseaba ver a Glenys.

—No quería que tuvieras el frigorífico vacío. La gente está como loca. Ya están vaciando los supermercados y de momento solo han caído cuatro copos —dijo.

Se inclinó a acariciar a Harvey, un terrier West Highland de ocho años al que llevaba dos años sacando. Tenía un buen equipo de paseadores, pero había perros a los que solía sacar personalmente y Harvey era uno de ellos. Era un perro cariñoso y listo y ella lo adoraba.

—Recuerdo la borrasca de 2006, cuando tuvimos setenta centímetros de nieve, pero ni siquiera esa fue tan mala como la tormenta de nieve de 1888.

Harriet se enderezó.

—En 1888 tú no habías nacido.

—Mi bisabuela hablaba mucho de ella. Las vías del tren quedaron bloqueadas por los montones de nieve. Algunos de los viajeros permanecieron días atrapados en vagones. Se podía cruzar andando el río East desde Brooklyn hasta Manhattan. ¿Te lo imaginas?

—No. Con suerte, esta vez no será tan grave, pero, si lo es, no morirás de hambre —Harriet terminó de guardar las latas de comida en el armario—. ¿Has almorzado hoy?

—He comido mucho.

—¿De verdad?

—No, pero no quiero que te preocupes. La verdad es que no tenía hambre.

Harriet chasqueó la lengua.

—Tienes que comer, Glenys. Tienes que conservar las fuerzas.

—¿Para qué necesito las fuerzas? No salgo nunca del apartamento. Mis huesos no están para muchos trotes.

—¿Has ido al médico? ¿Le has dicho que tienes más dolores? —Harriet empezó a guardar los alimentos en el frigorífico, aprovechando para revisar las fechas de los pocos artículos que había ya dentro. Tiró un queso cubierto de moho y unos tomates que parecían a punto de convertirse en puré.

—Me dijo que me duele más porque la artritis está peor. También dijo que tengo que moverme. Lo cual no tiene sentido. ¿Cómo voy a moverme si la artritis está peor? Esos médicos no saben nada.

Harriet pensó en el doctor que la había visto en Urgencias y en el modo en que lo consultaban otras personas.

Él sabía mucho.

El doctor E. Black.

Se preguntó de qué sería la E. ¿Edward? ¿Elliot?

Sacó un cartón de huevos y queso fresco y cerró la puerta del frigorífico.

—Si tu doctor cree que tienes que moverte, es que tienes que moverte.

¿Evan? ¿Earl?

—Eso es más fácil decirlo que hacerlo. Tengo miedo de que me fallen las piernas. Si ocurriera eso, me caería en la acera y me pisaría la gente.

—Pues entonces tienes que andar con alguien a quien conozcas. Conmigo, por ejemplo. Te daría confianza saber que te puedes agarrar a alguien si lo necesitas.

—Tú vienes a pasear a mi perro, no a mí. Eres paseadora de perros, no de humanos.

—Paseo a algunos humanos. Personas excepcionales como tú. Podemos sacar a Harvey juntas —Harriet echó tres huevos en un bol y los batió junto con algunas hierbas que cultivaba en una jardinera en su ventana—. A él le encantaría. ¿Te lo imaginas paseando con dos mujeres? ¡Cómo le subiría el ego!

—No necesita más ego. Ya se cree que es el rey. ¿Qué haces?

—Te preparo una deliciosa tortilla. Si no comes algo, no te sacaré a pasear —Harriet echó los huevos en una sartén y subió el fuego—. Voy a añadirle algo de queso y espinacas. Es bueno para tus huesos.

—Mis huesos ya no tienen remedio. No creo que pueda andar hoy, querida.

—Solo un paseo corto —la animó Harriet—. Unos cuantos pasos. Una manzana.

Glenys suspiró.

—Eres una abusona.

—Lo sé —Harriet golpeó el aire con el puño y Glenys se echó a reír.

—No deberías perder el tiempo con una anciana decrépita —dijo.

—Me encanta tu compañía y me encanta cocinar. Desde que se fue Fliss, solo tengo que cocinar para mí y eso es aburrido —Harriet puso la tortilla en un plato y añadió un trozo de pan crujiente—. Ahora siéntate y come.

—Odio comer sola.

—No vas a comer sola —Harriet se cortó una rebanada de pan e intentó no pensar en que iría a sus muslos. Después de todo, ella era la única que veía sus muslos. Reprimió aquel pensamiento deprimente y untó el pan con mantequilla—. Yo también como.

—¿Has ido al médico por el tobillo?

—Fui a Urgencias. Y les hice perder el tiempo, porque no estaba roto —Harriet dio un mordisco al pan y tomó nota mentalmente de preparar galletas de chocolate para su próxima visita. A todo el mundo le gustaban sus galletas. La receta original era de su abuela, pero ella había introducido pequeños cambios con el tiempo. Eso era lo más rebelde que había hecho en su vida.

«No, no usaré una cucharada de vainilla. Usaré dos, que lo sepas».

Lastimoso.

Glenys picoteó la tortilla.

—Eso no es hacerles perder el tiempo. ¿Y si hubiera estado roto?

—Mi vida habría sido más difícil —Harriet pensó en la cantidad de gente que había en la sala de espera. Demasiada gente, y eso que todavía no había empezado a nevar—. Supongo que en Urgencias están muy ocupados en invierno, así que intentaré ir con más cuidado.

—Háblame del doctor sexy que te examinó el tobillo en Urgencias.

—Yo no he dicho que fuera sexy.

—Los doctores siempre lo son. No importa cómo sean, el hecho de que sean doctores los hace atrayentes. ¿Era moreno o rubio?

—Cómete la tortilla y te lo diré —Harriet esperó a que Glenys se llevara el tenedor a la boca—. Moreno. Pelo negro y ojos azules.

—La mejor combinación. Mi Charlie tenía ojos azules. Fue lo primero en lo que me fijé.

—También fue lo primero que noté yo —contestó Harriet. En eso y en que sus ojos estaban cansados. No cansados de falta de sueño, más bien cansados de la vida.

Quizá fuera consecuencia de trabajar en Urgencias. Eso tenía que cobrarse un precio. A ella la habría agotado tratar con tantas personas con problemas. Lidiar con tanto dolor y ansiedad.

—Quizá sea una señal —Glenys tomó otro pedazo pequeño de tortilla—. El comienzo de una relación perfecta. Quizá estéis juntos para siempre.

Harriet se echó a reír.

—A menos que me rompa el otro tobillo, no volveré a verlo. Y quizá sí que era sexy, pero no sonreía lo bastante para mi gusto. Para ser sincera, amedrentaba un poco.

—Probablemente sea su modo de lidiar con el trabajo. En Urgencias tratan como muchos problemas distintos. Lo sé porque mi Darren fue paramédico y contaba cosas que ponían los pelos de punta.

Darren era el hijo mayor de Glenys. Vivía en California y su madre no lo había visto desde el funeral de su esposo.

Harriet se preguntaba a menudo por qué se dispersaban tanto las familias. No le parecía bien. Anhelaba pertenecer a una familia grande donde todos vivieran lo bastante cerca para entrar y salir continuamente de la vida del otro. Que llegara alguien a tomar café. Descubrirse cocinando para doce personas… A ella no se le ocurría nada mejor. Ese año, Fliss pasaría el día de Navidad con la familia de Seth en la casa que tenían en el norte del estado de Nueva York, su hermano Daniel viajaría con Molly a ver al padre de ella por primera vez en siglos y la madre de los tres estaba recorriendo el mundo. Ella era la única que no iba a ninguna parte.

Se quedaría en Manhattan. Sola. Mirando las ventanas decoradas de la gente. Sola. Patinando sobre hielo. Sola. Comiendo la comida de Navidad. Sola.

Observó a Glenys tragar otro trozo de tortilla.

—¿Qué vas a hacer en Navidad? —preguntó.

—Quedarme en casa y esperar a Papá Noel.

Harriet sonrió.

—¿Quieres venir a esperarlo en mi apartamento? Soy buena cocinera.

—Ya lo sé —Glenys tomó otro bocado de tortilla—. ¿Vas a invitar al apuesto doctor?

—No, definitivamente no voy a invitar al apuesto doctor. A juzgar por las preguntas que me hizo, debió de pensar que era una prostituta o una adicta —contestó Harriet. Y no lo culpaba por ello. No había sido su mejor noche y la sala de espera de Urgencias no había contribuido en nada a mejorarla.

—En Urgencias llega mucha gente así. Seguro que tú fuiste como un soplo de aire fresco. Enséñame tu tobillo.

—No puedo. Está enterrado bajo cuatro capas de lana porque hace frío ahí fuera.

—¿Pero era atractivo?

Harriet suspiró.

—Sí, era atractivo y sí, una parte de mí se pregunta por qué no puedo encontrar a alguien como él en la vida real.

—Urgencias es algo muy real.

—Tú ya me entiendes. En una situación que pudiera conducir a una cita. Aunque tampoco eso saldría bien porque, si ocurriera alguna vez, estaría demasiado cortada para abrir la boca. Cuando conozco a alguien, me cuesta mucho ir más allá de la primera fase incómoda.

—Conmigo hablas perfectamente.

—Porque hace años que te conozco. Contigo estoy relajada. La mayoría de los hombres no están dispuestos a esperar a que me sienta lo bastante cómoda para charlar con normalidad. Tengo que encontrar el modo de saltarme la parte de aprender a conocerse.

—Por eso muchos de los mejores matrimonios se dan entre amigos. Personas que se conocen desde hace tiempo. De amigos a amantes. Ese era mi tema favorito en libros y películas.

—Suena genial en teoría, pero, desgraciadamente, no tengo amigos varones que conozca desde hace años y estén dispuestos a casarse conmigo.

—¿Tu hermano no tenía amigos?

—Siempre querían estar con mi hermana. Yo era la callada.

—Querida, el silencio puede ser bueno. Estar callada no significa que no tengas cosas importantes que decir, solo que puede que tardes tiempo en decirlas.

—Tal vez. Pero la mayoría de la gente no espera lo suficiente para oírlas.

—¿Me vas a decir que nunca has salido con chicos?

—He salido con unos pocos. Un par de chicos en la universidad. Sin consecuencias y no muy emocionante. Luego salí con el contable que se mudó al apartamento que hay encima del nuestro.

—¿Y cómo te fue con él?

—Parecía interesado en todas las mujeres menos en mí —repuso Harriet, sombría—. Y desde entonces… ¿Tengo que contar al hombre de la clase de salsa de Molly con la que ella intentó emparejarme?

—No lo sé. ¿Tú crees que cuenta?

—Bailamos dos veces. Me gustó porque bailar implicaba que no tenía que hablar con él. Ya te he dicho que mi vida amorosa no es impresionante —Harriet miró a Glenys comer la tortilla, cada bocado más lento que el anterior. Sabía que, desde la muerte de Charlie, tenía que esforzarse por comer, por levantarse por la mañana y por vestirse—. ¿Tienes abrigo y guantes? Voy a sacar a Harvey a dar un paseo corto y tú te vienes conmigo. Sin discutir.

—Se supone que tienes que pasear a mi perro, no cuidar de mí.

—Me harías un favor. Es fácil hablar contigo y necesito compañía.

—Harriet Knight, eres una chica encantadora.

—No quiero ser una chica encantadora, quiero ser una cabrona.

Glenys se echó a reír.

—Eso suela fatal saliendo de tus labios.

—¿Qué quieres decir? El sábado pasado lancé un juramento malsonante cuando me caí y me torcí el tobillo. Lo dije alto y en público. Probablemente me oyeron hasta en Washington Square.

—Terrible, pero no es suficiente —Glenys sonrió con placidez y dejó el tenedor en el plato—. Si hubieras abrazado al doctor sexy y le hubieras dado un beso en la boca, eso sí habría mejorado tus credenciales de chica mala.

—Fliss me dijo lo mismo. ¿Estáis confabuladas? Te diré lo que le dije a ella. Me habría hecho detener por agresión —comentó Harriet. En realidad, sí que se había mostrado sorprendido por algunas de las cosas que había dicho ella. Como si esperara algo distinto.

Ella no podía ni imaginar lo que sería trabajar en Urgencias. En el poco tiempo que había pasado en la sala de espera, había oído a gente gritar insultos y varias personas estaban bebidas. Eso la había hecho sentirse incómoda. ¿Cómo tenía que ser lidiar con algo así día tras día? Era una de las cosas por las que le gustaba trabajar con perros. Siempre se alegraban mucho de verla. Nada mejor para levantar el ánimo que un perro moviendo la cola, nada que motivara tanto como un ladrido de alegría. El doctor E. Black no tenía eso cuando iba a trabajar. Harriet sospechaba que en su vida no había muchas colas moviéndose.

Observó a Glenys terminar la tortilla, deteniéndose en cada bocado. Luego preparó a Harvey para el paseo. Le puso su abriguito rojo, le colocó la correa y ayudó a Glenys a buscar su abrigo y sus guantes.

Era verdad que, si hubiera sacado a Harvey sola, habría terminado en la mitad de tiempo, pero, para ella, eso no era lo más importante de la vida.

Glenys necesitaba conservar su independencia y nadie más la iba a ayudar.

Caminaron despacio por la calle, admirando las decoraciones de los escaparates.

—Me encanta esta época del año —Harriet tomó el brazo de Glenys—. Es ruidosa y emocionante.

Glenys se concentraba en dónde ponía los pies.

—A mi edad, es solo un día más —dijo.

—¿Qué? No, no puedes pensar así. No te lo permitiré. Espero que le hayas escrito a Papá Noel.

—¿Trae caderas o maridos nuevos?

—Puede. Si no le escribes, nunca lo sabrás.

—Quizá debería probar citas en Internet.

—A mí no me ha funcionado, pero eso no significa que no te salga bien a ti. Hazlo, pero no me pidas ayuda con el perfil. Soy demasiado sincera. Tienes que hacerte pasar por una bailarina sexy de veinte años.

Glenys le apretó el brazo.

—La próxima vez te escribiré yo el perfil. Nada de niñita buena. ¿Cómo van tus aventuras? ¿Cuál era el reto de hoy? —preguntó.

Harriet le había contado su determinación de salir de su zona de confort.

—He llamado a una mujer que siempre es muy grosera conmigo —repuso Harriet, con cuidado de no dar nombres—. Normalmente habla Fliss con ella.

—Si es grosera, ¿por qué la mantienes como cliente?

—No he dicho que sea cliente.

—Tesoro, la vida es demasiado corta para aferrarse a amigos que son groseros contigo, así que tiene que ser cliente.

—Tiene dos perros y una gran red de amigos ricos. Fliss dice que no podemos permitirnos perderla —aunque si hubiera dependido de Harriet, habría prescindido de ella meses atrás. La vida también era demasiado corta para tener clientes groseros.

—¿Y dejáis que os diga cosas feas?

—No es que insulte ni nada de eso, es más bien una de esas personas que creen que nadie puede entender lo ajetreada y espantosa que es su vida. Así que le irrita que yo hable despacio. Pero tengo miedo de hablar deprisa por si tartamudeo —Harriet hizo una pausa mientras cruzaban una calle pequeña—. Me hace sentir pequeña. No en el sentido de bajita y atractiva, pequeña en el mal sentido. Me hace sentir incompetente, aunque sé que no lo soy. Me recuerda a la señora Dancer, mi profesora de cuarto curso.

—Asumo que eso no es bueno.

—Yo no hablaba mucho en clase, así que se cebaba conmigo. «Harriet Knight» —dijo la joven, imitando el sarcasmo de la señora Dancer—. «¿Debo asumir que tienes voz? Porque nos encantaría oírla».

—No entiendo por qué debería ser una desventaja no hablar continuamente —dijo Glenys.

Pero Harriet no la escuchaba. Miraba a un hombre apoyado en la pared al lado de un contenedor de basura. Miró sus hombros, hundidos contra el viento, y la expresión derrotada de su rostro.

—¿Billy? —comprobó que Glenys estaba firme sobre sus pies y cruzó hasta él—. Me ha parecido que eras tú. ¿Qué haces aquí? —se acuclilló y le puso una mano en el brazo.

—Intento no congelarme.

—Hace frío. Y esta noche será peor. ¿No puedes ir al albergue o a alguna parte? —Harriet metió la mano en el bolsillo y sacó dos barritas de cereales—. ¿Puedo comprarte un cacao caliente? ¿Té? —habló un rato con él y le llevó un té de un carrito de comida cercano.

Cuando por fin volvió con Glenys, esta tenía el ceño fruncido.

—¿Tu mamá no te enseñó a no hablar con desconocidos? —preguntó.

—Billy no es un desconocido. Lo veo siempre que paseo a Harvey. Era profesor universitario y luego tuvo un accidente y se hizo adicto a los analgésicos —respondió Harriet. ¿Sería por eso por lo que el doctor de Urgencias le había dicho que no le daría una receta? Seguramente sabía lo fácilmente que era hacerse adicto a ciertos analgésicos—. Perdió su trabajo y no pudo pagar sus facturas médicas.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Empezamos a hablar un día del verano en que había sacado a pasear a Valentine, el dálmata de Molly.

—¿O sea que no puedes hablar con un hombre con el que tienes una cita, pero sí con un desconocido de la calle?

—No era un desconocido exactamente. Llevo ocho meses pasando a su lado todas las noches. Siempre nos decíamos hola. Era muy educado y empezamos a decirnos algo más que hola. Luego empecé a conocerlo un poco. ¿Sabes que a veces, cuando hace mucho frío, se pasa la noche en el tren desde el Bronx hasta Brooklyn? Es muy triste —a Harriet la deprimía que la gente tuviera que hacer eso para no congelarse en el frío invierno de Nueva York. Para seguir con vida—. Cualquiera puede acabar en la calle.

—Has tenido que hablar mucho con él para saber tanto.

—Pues sí. Estaba muy solo —Harriet hizo una pausa—. Y supongo que yo también. Me estaba habituando a vivir en el apartamento sin Fliss.

Glenys le dio una palmadita en el brazo.

—La echas de menos. Lo comprendo. Yo también a Charlie. Lo peor son las cosas pequeñas, ¿verdad? Charlie siempre hacía café por la mañana. Ahora lo hago yo y nunca me sale bien del todo. Y él arreglaba todo lo que se estropeaba en casa. Era un manitas.

Harriet se dio cuenta de que tenía que dejar de quejarse.

Glenys había sufrido una pérdida seria. Ella no había perdido a Fliss. Su hermana seguía estando en su vida.

—La echo de menos, pero tenía que ocurrir antes o después —dijo—. La alternativa habría sido vivir juntas hasta los noventa años, compartiendo dentadura postiza, y eso tampoco habría estado bien. Desde que se mudó Fliss, no tengo a nadie para quien cocinar.

No confesó que algunos días hacía bandejas enormes de galletas de chocolate o de barritas de cereales y las repartía entre todos los que querían. Y sabía que lo hacía tanto por ella como por las personas. Necesitaba sentirse útil, y desde que Fliss se había ido fuera y Daniel había empezado a salir con Molly, rara vez se sentía necesitada. Echaba de menos tener a alguien a quien cuidar y para quien cocinar. Había poca gente ante la que estuviera dispuesta a admitirlo, pero una de ellas era Glenys.

—No soy ambiciosa en el sentido de Fliss. O sea, me gusta nuestro negocio, pero lo que más me gusta es el estilo de vida que nos proporciona. Los perros. Estar fuera. Hacer algo que adoro. A Fliss le gusta crecer y tener éxito. En eso somos distintas.

—Sois distintas en muchos sentidos. Fliss siempre tiene prisa, nunca tiene tiempo para charlar como tú.

Harriet saltó enseguida en defensa de su hermana.

—Porque está construyendo el negocio. Si tenemos los Rangers Ladradores es gracias a ella.

Glenys dejó de andar y Harriet la miró asustada.

—¿Qué te pasa? ¿Te duele la cadera?

—No. En este momento me duele el corazón y la causa eres tú. Tu problema es que no ves las cualidades que tienes —Glenys movió un dedo en el aire—. Los Rangers Ladradores son tan creación tuya como de tu hermana.

Fliss le había dicho lo mismo.

—La idea fue suya. Y ella se encarga de todo el negocio nuevo.

—Pero ¿por qué crees que la gente os encomienda los perros a vosotras? Por ti —Glenys le dio una palmadita en el brazo—. Porque en Manhattan todo el mundo que tiene dos dedos de frente y un perro sabe que Harriet Knight es la persona que necesita. Servicio personalizado, atención individual, cariño. Eso es lo que importa. Por eso tenéis tanto éxito. Tú eres a los paseadores de perros lo que Tiffany’s es a las joyerías. Eres diamante y oro blanco. La mejor.

Harriet se sentía conmovida y muy halagada.

—¿Qué sabes tú de Tiffany’s? —preguntó.

—Yo también fui joven. Y me paraba delante de esa tienda soñando, como tantas otras mujeres antes que yo. Y luego Charlie hizo que se cumplieran mis sueños. Y no lo hizo entrando en Tiffany’s y gastándose todos sus ahorros. El amor no es un diamante. Lo que teníamos no se puede comprar, y eso es lo que tú quieres también. Amor. No hay nada de malo en eso, querida. Muéstrame a una persona que no quiera amor en su vida y yo te mostraré a un mentiroso —Glenys echó a andar de nuevo, con Harriet a su lado.

—¿Qué te ha hecho tan sabia? —preguntó esta.

—La edad y la experiencia.

Dos manzanas más allá, Harriet insistió en que dieran la vuelta, temerosa de que Glenys se pasara el primer día.

—Es suficiente por hoy —dijo—. No quiero agotarte y tengo que sacar a otro perro antes de irme a casa.

—¿Estás segura de que tú deberías andar tanto?

—Le voy a hacer un favor a una clienta que ha tenido una urgencia familiar. Ha dejado a su perra con su hermano y he prometido ir a sacarla. Esto ha sido divertido. Lo repetiremos mañana.

—Si mis articulaciones no se rebelan. ¿Y qué va a hacer en Navidad, hija? ¿Lo has decidido ya?

Harriet mantuvo la vista fija al frente.

—Vas a venir tú a mi casa. Ya estoy planeando el menú.

Glenys la miró con curiosidad.

—¿No la vas a pasar con Fliss?

—Me ha invitado, pero no conozco a la familia de Seth, es su primera Navidad todos juntos y sé que mi hermana está un poco nerviosa…

—Razón de más para que vayas con ella.

—No —Harriet negó con la cabeza—. No necesita a su hermana gemela, necesita a Seth. Ahora tiene una familia nueva.

—Uno no tira a su familia anterior cuando entra en una nueva. Las mezcla, como eso que haces tú tan bien con las galletas.

—Para algunas cosas, sí, pero no siempre. Y en Navidad parece una intromisión. Y me vendrá bien pasar ese día sin mis hermanos. Siempre he dependido demasiado de ellos. Probablemente vea películas navideñas y me llene de comida poco saludable. Espero que tú estés conmigo.

—¿Y qué hay de tu abuela? ¿No puedes ir con ella?

—Me quedaré aquí. Seguiré paseando perros si la gente me necesita. Siempre que no haya demasiada nieve —Harriet miró el cielo—. ¿Crees que esta vez acertarán? ¿Va a ser una nevada grande?

—Tal vez. Son fiestas, Harriet. A tu edad, deberías estar de juerga.

—Si me puedo hacer daño en el tobillo sin estar de fiesta, imagínate lo que me puedo hacer si saliera de juerga. Nunca he sido muy juerguista, Glenys. Hablas con una mujer que ni siquiera sabe andar segura con tacones altos.

—Me preocupa que vengas aquí sola de noche. No es seguro.

—Eso es bueno. Estoy intentando vivir menos segura. Salir de mi zona de confort. ¿Darren vendrá a verte estas fiestas?

—Este año no. Van a ir a casa de los padres de Karen en Arizona. Probablemente cocinarán el pavo dejándolo media hora al sol —habían llegado al bloque de Glenys y el portero les sonrió y les abrió la puerta.

—Por favor, ven a mi casa —Harriet le dio un abrazo rápido—. Será muy divertido. Trae a Harvey.

—Eres muy amable, hija, pero tú no quieres pasar la Navidad con una vieja gruñona como yo.

—Si quiero. Y, si no vienes a mi casa, te traeré el pavo aquí. De una vieja gruñona a otra.

—Eres un alma de Dios.

—No lo creas.

—Ya sé —Glenys le dio un codazo—. Podemos resbalar las dos en el hielo en Navidad y pasar el día en Urgencias con tu doctor sexy. Hace calor y estaríamos muy bien acompañadas.

—No es mi doctor sexy y no creo que le hiciera gracia verme dos veces en un mes.

Pero si Papá Noel quisiera echarle a un hombre como él por la chimenea, esa sí sería una Navidad perfecta.

Luz de luna en Manhattan

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