Читать книгу Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan - Страница 7

Capítulo 1

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Una cita no tenía que acabar así.

Si hubiera sabido que iba a tener que salir por la ventana del aseo de mujeres, no habría elegido esa noche para ponerse aquellos tacones tan altos. ¿Por qué no había practicado más tiempo equilibrio antes de salir de su apartamento?

Nunca había sido muy amiga de los tacones altos, razón por la que llevaba en ese momento unos de aguja altísimos. Para tachar un artículo más de la lista que había hecho de «Cosas que Harriet Knight no haría normalmente».

Era una lista vergonzosamente larga, recopilada una solitaria noche de octubre, al darse cuenta de que, si estaba sentada sola en su apartamento, hablando con sus animales adoptados, era porque llevaba una vida segura y no se permitía salir de su zona de confort. A ese paso, moriría sola, rodeada por cientos de perros y gatos.

«Aquí yace Harriet, quien conoció bien a animales peludos, pero muy poco a la especie humana».

Una vida de pecado sería más emocionante, pero había elegido al nacer el libro de reglas equivocado. De niña había aprendido a esconderse. A hacerse pequeñita, cuando no invisible. Desde entonces había seguido el camino más seguro, y lo había hecho con zapatos cómodos. Muchas personas, incluidos su hermano y su hermana gemela, dirían que tenía un buen motivo para hacer eso. Pero los motivos eran cosa del pasado, ella llevaba una vida recogida y era incómodamente consciente de que lo hacía por propia elección.

Había una palabra fea que dominaba su mundo.

No era una palabrota. Ella no era el tipo de persona que decía palabrotas. La palabra fea era Miedo.

Miedo al ridículo, miedo a fracasar, miedo a lo que los demás pensaran de ella, y todos esos miedos habían partido del miedo a su padre.

Estaba cansada de esa palabra.

No quería vivir su vida sola, y por eso había decidido que esa Navidad se haría un regalo distinto.

Valor.

No quería mirar atrás cincuenta años después y pensar en lo que habría podido hacer si hubiera sido más valiente. No quería tener que lamentar nada. Durante el día feliz de Acción de Gracias que había pasado con su hermano Daniel y Molly, la prometida de este, había decidido acometer su lista de miedos con un reto cada día.

Los Retos de Harriet.

Estaba inmersa en una misión para buscar la seguridad en sí misma que le faltaba y, si no podía encontrarla, la fingiría.

Durante el mes entre Acción de Gracias y Navidad, haría cada día una cosa que le daba miedo o que le resultaba incómoda. Tenía que ser algo que le hiciera pensar: «no quiero hacer eso».

Durante un mes, se esforzaría por hacer lo contrario de lo que hacía normalmente.

Un mes recorriendo un infierno autoprovocado.

Y saldría de allí convertida en una versión de sí misma nueva y mejorada. Más fuerte. Más valiente. Más segura. Más… todo.

Y por eso se encontraba en aquel momento colgada en la ventana de un baño, ayudada por Natalie, su nueva amiga. Por suerte para ella, el restaurante no estaba en la terraza del ático.

—Quítate los zapatos —le aconsejó Natalie—. Te los tiraré después.

—Me caerán encima y se clavarán en mi cuerpo o me dejarán inconsciente. Creo que es mejor que me los deje puestos —contestó Harriet. Había días en los que cuestionaba las ventajas de ser sensata, pero en ese momento no sabía si esa cualidad era algo que le impedía divertirse o si la mantenía con vida.

—Llámame Nat. Si te estoy ayudando a escapar, dejemos los formalismos. Y no puedes dejarte los zapatos puestos. Te harás daño al aterrizar. Y dame tu bolso.

Harriet se aferró a él. Aquello era Nueva York. Había tantas probabilidades de que le diera su bolso a una desconocida como de que caminara desnuda por Central Park. Iba en contra de todos sus instintos. Era el tipo de persona que miraba dos veces antes de cruzar la calle, que comprobaba la cerradura de la puerta antes de irse a dormir. Ella no corría riesgos.

Y precisamente por eso debía hacerlo.

Se impuso a la parte de ella que quería apretar el bolso contra el pecho y no soltarlo jamás y se lo arrojó a Nat.

—Tómalo. Y tíramelo cuando esté abajo —dijo.

Pasó una pierna por la ventana, sin hacer caso de la voz ansiosa que sonaba fuerte en su cabeza. «¿Y si no lo hace? ¿Y si se larga con él? ¿Y si utiliza mis tarjetas de crédito y usurpa mi identidad?».

Decidió que, si Nat quería usurpar su identidad, era más que bienvenida. Ella estaba preparadísima para ser otra persona. Sobre todo después de la velada que acababa de pasar.

Ser ella misma no le funcionaba muy bien.

Por la ventana abierta oía el ruido del tráfico, la cacofonía de los cláxones, el chirrido de los frenos, el rumor de fondo que era Nueva York. Harriet había vivido allí toda su vida. Conocía prácticamente todas las calles y todos los edificios. Manhattan le resultaba tan familiar como la sala de estar de su casa, aunque considerablemente más grande.

Nat le quitó los zapatos.

—Intenta no romperte el abrigo. Es fantástico, por cierto. Me encanta el color.

—Es nuevo. Lo compré especialmente para esta cita porque tenía grandes esperanzas. Lo que demuestra que una naturaleza optimista puede ser un inconveniente.

—Yo creo que es fantástico ser optimista. Los optimistas son como luces de Navidad, lo iluminan todo a su alrededor. ¿De verdad tienes una hermana gemela? ¡Cómo mola!

El reto de ese día era «No ser tímida con desconocidos». Harriet se mostraba abierta cuando llegaba a conocer a alguien, pero a menudo no conseguía pasar de las primeras fases, en las que era muy reservada. Y estaba decidida a cambiar eso.

Teniendo en cuenta que Natalie y ella se habían conocido hacía solo media hora, cuando la primera le había servido una ensalada de gambas de aspecto delicioso, podía considerar que había hecho al menos algunos progresos. No se había cerrado en banda ni contestado con monosílabos, como hacía a menudo con la gente a la que no conocía. Y lo más importante de todo, no había tartamudeado, lo cual tomaba como muestra de que por fin había aprendido a controlar los problemas de fluidez en el lenguaje que la habían atormentado hasta los veinte años. Hacía mucho tiempo que no se paraba en mitad de una frase y ni siquiera las situaciones estresantes parecían desatar el tartamudeo, así que no tenía excusa para mostrarse cautelosa con los extraños.

En conjunto, aquello era un buen resultado. Y en gran parte se debía al apoyo de su hermana.

—Es guay tener una hermana gemela, sí. Mola mucho.

Nat suspiró con añoranza.

—Es tu mejor amiga, ¿verdad? ¿Lo compartís todo? Confidencias, zapatos…

—Muchas cosas —repuso Harriet.

La verdad era que, hasta entonces, había sido ella la que más compartía. A Fliss le costaba mucho contar lo que sentía, incluso con ella, pero últimamente había hecho bastantes esfuerzos por cambiar.

Y Harriet intentaba cambiar también. Le había dicho a su hermana que no necesitaba que la protegiera y ya solo tenía que demostrárselo a sí misma.

Tener una hermana gemela proporcionaba muchas ventajas, pero una de las desventajas era que te hacía perezosa. O quizá «autocomplaciente» fuera un término más apropiado. Harriet nunca había tenido que preocuparse mucho por navegar por las aguas tormentosas del lago de la amistad porque su mejor amiga siempre había estado allí, a su lado. Fuera lo que fuera lo que les arrojara la vida, y les había arrojado muchas cosas, Fliss y ella siempre habían sido una unidad. Otras personas tenían buenas amigas, pero nada, nada, podía compararse a la maravilla de tener una hermana gemela.

En lo relativo a hermanas, a ella le había tocado la lotería.

Nat se colocó el bolso de Harriet debajo del brazo.

—¿Compartís apartamento? —preguntó.

—Lo hemos hecho. Ahora ya no —Harriet se preguntó cómo había personas que podían hablar y hablar sin cesar. ¿Cuánto tardaría el hombre del restaurante en ir a buscarla?—. Ahora vive en los Hamptons —no estaba a un millón de kilómetros de allí, pero como si lo estuviera—. Se ha enamorado.

—Genial por ella, supongo, pero imagino que tú la echarás mucho de menos.

Muchísimo.

El impacto en Harriet había sido enorme, y tenía todavía sentimientos encontrados. Le encantaba ver feliz a su hermana, pero ella vivía sola por primera vez en su vida. Se despertaba sola y todo lo hacía sola.

Al principio le había resultado raro y un poco amedrentador, como la primera vez que montas en bicicleta sin las ruedas de atrás. También la había hecho sentirse vulnerable, como salir a dar un paseo en medio de una ventisca y darse cuenta de que se ha dejado uno el abrigo en casa.

Pero esa era la realidad de su vida en aquel momento.

Despertaba por las mañanas en silencio en lugar de oyendo cantar a Fliss desafinando. Echaba de menos la energía de su hermana, su gran lealtad, su fiabilidad. Hasta echaba de menos tropezar con sus zapatos, que casi siempre dejaba esparcidos por el suelo.

Y lo que más echaba de menos era la camaradería cómoda de estar con alguien que la conocía. Alguien en quien confiaba implícitamente.

Se le formó un nudo en la garganta.

—Tengo que irme antes de que venga a buscarme. No puedo creer que esté saliendo por una ventana para huir de un hombre al que solo hace media hora que conozco. Yo no suelo hacer estas cosas.

Tampoco solía buscar citas en Internet, razón por la cual se había obligado a probar.

Aquella era su tercera cita, y las otras dos habían sido casi igual de malas.

El primero le había recordado a su padre. Hablaba alto, tenía opiniones muy marcadas y estaba enamorado del sonido de su voz. Harriet, abrumada, había guardado silencio, pero eso no había importado porque estaba claro que a él no le interesaban sus opiniones. El segundo hombre la había llevado a un restaurante caro y había desaparecido después del postre, dejándola con una cuenta lo bastante elevada para conseguir que ella lo recordara siempre. Y en cuanto al tercero… Bueno, estaba sentado en la mesa al lado de la ventana, esperando que ella volviera del baño para que pudieran enamorarse y vivir felices para siempre. Y en su caso, ese «siempre» probablemente no duraría mucho porque, a pesar de su afirmación de que estaba en la plenitud de la vida, era evidente que había dejado ya atrás la edad de la jubilación.

Si Harriet no hubiera tenido la impresión de que él la seguiría, habría dado por finalizada la cita y salido por la puerta principal. Pero había algo en él que la ponía nerviosa. Y, en cualquier caso, salir por la ventana de un baño de mujeres era claramente algo que ella nunca debería hacer.

Para Los Retos de Harriet había sido una velada muy exitosa.

En términos de amor, no tanto.

En aquel momento, morir rodeada de perros y gatos le parecía la mejor opción.

—Vete —Nat abrió más la ventana y se le iluminó la cara—. ¡Está nevando! Vamos a tener unas navidades blancas.

¿Nevando?

Harriet miró el lento remolino de copos de nieve.

—Falta un mes para Navidad.

—Pero intuyo que van a ser unas navidades blancas. No hay nada más mágico que Nueva York nevada. Me encanta la Navidad. ¿A ti no?

Harriet abrió la boca y volvió a cerrarla. Normalmente habría dicho que sí. Adoraba las navidades en familia, aunque la suya se limitara a los tres hermanos. Pero ese año había decidido que pasaría la Navidad sin ellos. Y ese iba a ser el mayor reto de todos. Tenía casi un mes para ir practicando para el desafío mayor.

—Tengo que irme ya.

—Sí. No quiero que encuentren tu cuerpo congelado en la acera. Y no caigas en el contenedor de basura.

—Eso sería mejor que todo lo demás que ha pasado esta velada —Harriet miró hacia abajo. No estaba lejos y, además, ¿acaso se podía caer más? Tenía la impresión de que ya había tocado fondo—. Quizá debería volver y explicarle que no es lo que yo esperaba. Así podría salir por la puerta principal y no arriesgarme a torcerme un tobillo o a que se me peguen envoltorios de comida en el abrigo nuevo.

—No —Nat negó con la cabeza—. Ni se te ocurra. Ese hombre da repelús. Ya te he dicho que eres la tercera mujer a la que trae aquí esta semana. Y no me gusta cómo te mira. Como si fueras a ser su postre.

Harriet había pensado lo mismo.

Su instinto le había gritado eso, pero la Harriet empeñada en los retos estaba aprendiendo a no hacer caso de su instinto.

—Parece una grosería —dijo.

—Esto es Nueva York. Tienes que ser lista. Yo lo distraeré hasta que estés a una distancia segura —Nat miró hacia la puerta, como si temiera que el hombre entrara en cualquier momento—. No me puedo creer que te haya llamado rellenita. ¿Te puedo preguntar por qué decidiste salir con él? ¿Qué fue lo que te atrajo? Eres la tercera mujer guapísima que ha traído esta semana. ¿Tiene alguna cualidad especial? ¿Qué te hizo elegirlo a él?

—No lo elegí a él. Elegí al hombre del perfil que puso en la web de citas. Sospecho que puede tener problemas con la realidad —Harriet recordó el momento en el que se había sentado enfrente de ella. Era tan obvio que no se trataba de la persona del perfil, que ella había sonreído amablemente y le había dicho que esperaba a alguien.

En lugar de disculparse y marcharse, él se había sentado.

—Tú debes de ser Harriet, ¿no? Amante de los perros y de los gatos. Me encanta una mujer cariñosa que sabe desenvolverse en la cocina. Nos va a ir muy bien juntos.

En aquel momento, Harriet había sabido con seguridad que no estaba hecha para las citas por Internet.

¿Por qué había usado su nombre auténtico? Fliss habría inventado algo. Probablemente algo escandaloso.

Nat parecía fascinada.

—¿Qué decía su perfil? —preguntó.

—Que tiene treinta años —Harriet pensó en el pelo canoso y la frente arrugada. En los dientes amarillentos y el pelo gris de la mandíbula. Pero lo peor de todo había sido que la había mirado con lascivia.

—¿Treinta? Seguro que duplica esa edad. O puede que sea como los perros, que cada año equivale a siete nuestros. En ese caso, tendría… —Nat arrugó la nariz—. Doscientos diez años humanos. Es muy viejo.

—Tiene sesenta y ocho —repuso Harriet—. Me ha dicho que se siente de treinta por dentro. Y su perfil dice que trabaja en inversiones, pero, cuando le he preguntado, ha confesado que invierte su pensión.

Nat se echó a reír y Harriet movió la cabeza.

Estaba nerviosa y se sentía estúpida.

—Después de tres citas, he perdido mi sentido del humor. Se acabó. Yo he terminado.

Solo quería divertirse y un poco de compañía humana. ¿Acaso era mucho pedir?

—Decidiste darle una oportunidad al amor. Eso no tiene nada de malo. Pero alguien como tú no debería tener problemas para conocer gente. ¿En qué trabajas? ¿No conoces a gente en el trabajo?

—Paseo perros. Me paso el día con atractivos animales de cuatro patas. Siempre son lo que crees que son. Aunque, bien mirado, paseo a un terrier que cree que es un rottweiler. Eso crea algunos problemas —repuso Harriet.

Quizá debería ceñirse a los perros.

Se había demostrado a sí misma que podía concertar citas por Internet de ser necesario. Había tachado eso de su lista. Era una victoria, ¿no?

Nat abrió más la ventana.

—Denúncialo en la página de citas para que no ponga a más mujeres crédulas en la posición de tener que saltar por la ventana. Y míralo por el lado bueno. Al menos no te ha robado los ahorros de tu vida —dijo. Miró la calle—. Todo despejado.

—Encantada de conocerte, Nat. Y gracias por todo.

—Si una mujer no pudiera ayudar a otra en apuros, ¿dónde estaríamos? Vuelve pronto.

Harriet sintió una punzada interior.

Amistad. Esa era una palabra que sí le gustaba.

Con ciertos remordimientos porque sabía que jamás volvería a acercarse a aquel restaurante y Natalie le caía bien, contuvo el aliento y se dejó caer a la acera.

Sintió que se torcía el tobillo y un dolor intenso le subió por la pierna.

—¿Estás bien? —preguntó Nat. Le tiró los zapatos y el bolso y Harriet hizo una mueca de dolor cuando le cayeron en el regazo. Lo único que iba a sacar de aquella cita eran golpes.

—Mejor que nunca —contestó.

Pensó que la victoria era a la vez dolorosa e indigna.

La ventana se cerró encima de ella y Harriet fue inmediatamente consciente de dos cosas. La primera, que apoyar el peso en aquel tobillo suponía una agonía y la segunda, que si no quería cojear descalza hasta su casa, tendría que ponerse los zapatos de tacón de aguja que había tomado prestados del montón que Fliss se había dejado en casa.

Se puso uno con cuidado y contuvo el aliento cuando el dolor le atravesó el tobillo.

Por primera vez en su vida, lanzó un juramento para expresar algo distinto al miedo.

Una cosa más que tachar de la lista de Los Retos de Harriet.

Luz de luna en Manhattan

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