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Capítulo 5

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Seguía nevando.

En Urgencias, Ethan estaba más ocupado que nunca.

Antes de que saliera para el trabajo, su hermana le había llevado a Madi. Le había sorprendido ver lo tranquila y bien educada que parecía la perra. En Acción de Gracias se había portado como una maniaca, pero su hermana le había asegurado que eso se debía a que estaba nerviosa por la cantidad de personas que había en la casa.

Desde luego, era cierto que ese día parecía una perra distinta.

Si seguía así, tal vez consiguieran sobrevivir ambos.

—Y la paseadora de perros… —había dicho él.

—Se llama Harriet. ¿Por qué se te da tan mal recordar los nombres?

—Porque la gente pasa tan deprisa por mi departamento, que no necesito recordarlos. No me importan sus nombres ni sus ambiciones. Yo los curo y punto. ¿O sea que Harriet… —repitió varias veces el nombre mentalmente— vendrá dos veces al día? ¿Y qué pasa si nieva? ¿Entonces no vendrá?

—A mí no me ha fallado nunca en dos años. Vendrá. He pasado por su apartamento de camino aquí y le he dado tu llave.

—Le has dado mi llave a una desconocida. Gracias.

—No es una desconocida. Es un salvavidas. El tuyo. Procura estar luego en casa para conocerla.

Una vez convencido de que Madi estaría atendida, aunque no fuera por él, Ethan se concentró en su trabajo.

Su primer paciente fue un hombre de cuarenta y cinco años que había sufrido dolores en el pecho cuando retiraba nieve con una pala.

Los primeros paramédicos en acudir al lugar habían enviado ya un electro. Alguien se lo mostró a Ethan, quien pidió que avisaran al cardiólogo de guardia.

Momentos después llegaba el hombre a Urgencias.

—Estaba quitando la nieve de los escalones y empecé a sentirme raro —le contó a Ethan—. Tenía una opresión en el pecho, como si me lo estrujaran. Pensé que no sería nada y seguí con mi tarea. Pero entonces apareció mi esposa en la puerta y dijo: «Mike estás más blanco que la condenada nieve». Y llamó al teléfono de Emergencias.

—Buena decisión. He visto ya el electro que nos han enviado los paramédicos de la ambulancia y muestra que está teniendo un infarto —Ethan vio el miedo en los ojos del hombre y le puso una mano en el hombro—. Está en buenas manos, Michael. Vamos a cuidarle bien y ya está avisado el cardiólogo —se volvió hacia su equipo—. ¿Podéis repetir el electro? Y hay que ponerle dos vías y colocarle un goteo de nitroglicerina. Hay que prepararlo para el laboratorio de cateterismo —miró al paciente, le explicó lo que ocurría y lo interrogó con cautela.

—No puedo creer que sea el corazón. Me siento patético. Solo era un poco de nieve. ¿Cómo demonios ha podido pasar esto?

—Está subestimando la exigencia física de palear nieve, sobre todo tanta nieve como la del temporal de anoche —Ethan se colocó el estetoscopio en las orejas y le escuchó el pecho—. Puede ser una labor tan agresiva como un sprint, solo que limpiar la nieve dura más. Quizá una comparación mejor sería una sesión fuerte en la cinta de correr. Y la combinación de frío y ejercicio físico incrementa la carga en el corazón. Seguramente haya tenido un pico de presión arterial. Al menos tuvo el sentido común de parar y llamar a Emergencias. Vemos a mucha gente que sigue, que cree que está siendo débil y no para. Usted ha parado. Eso ha sido inteligente.

—¿Está seguro de que es un ataque cardiaco?

Ethan le mostró el electrocardiograma.

—Esto muestra que tiene lo que llamamos STEMI, infarto agudo de miocardio con elevación del segmento ST. De momento le vamos a colocar un monitor del corazón y pedirle una angiografía.

Lo prepararon para trasladarlo al laboratorio de cateterismo cardíaco, colocándole un monitor portátil y una botella de oxígeno en la cama.

Uno de los residentes con menos experiencia se mostró sorprendido.

—¿Quitando nieve? Si llega a venir andando, yo habría asumido que tenía un tirón muscular.

—Si llega alguien con dolores en el pecho después de haber estado quitando nieve, asume que es un infarto de miocardio. Necesita una intervención coronaria percutánea en el laboratorio de cateterismo cardiaco. Tenemos un tiempo de puerta a globo de noventa minutos como máximo.

—¿Ethan? ¿Puedes echarle un vistazo a esto? —preguntó la enfermera de triaje. Y Ethan pasó al siguiente paciente.

Fue un día ajetreado. Su mente estuvo ocupada con las exigencias de su trabajo. Con sus pacientes.

No pensó ni por un momento en su hermana ni en la perra.

Harriet se caló más el gorro de lana sobre las orejas y comprobó dos veces la dirección. Normalmente recogía a Madi en casa de Debra, pero esta iba de camino a la Costa Oeste donde estaría un par de semanas lidiando con una urgencia familiar y había dejado a la perra con su hermano. Este vivía en el West Village, que teóricamente estaba fuera de la zona que cubrían los Rangers Ladradores, pero aquello era una excepción. Ella iba donde iban sus clientes y, si Madi estaba en el West Side del Lower Manhattan, allí iría ella. Tendría que ajustar un poco su agenda porque no podría ocuparse de pasear a perros en el Upper East Side, pero contaba con paseadores suficientes en esa zona para cerciorarse de que podían asumir ese cambio de planes.

La temperatura había caído en picado y un viento helado atravesaba la ropa. La nieve prometida había empezado a caer por fin.

Harriet llevaba abrigo y pantalones muy calentitos, pero aun así temblaba de frío.

Debra quería que sacara a Madi dos veces al día todos los días.

—Mi hermano es maravilloso y lo adoro, pero no entiende nada de perros. Le he prometido que sacarás a Madi y harás lo que haya que hacer. Él es doctor y está muy ocupado. No quiero que Madi sea una molestia.

Harriet, que conocía bien a la perra, no albergaba muchas esperanzas con eso.

No porque Madi fuera una molestia exactamente, más bien porque era una digna representante de su raza. Era una spaniel, una perra trabajadora, inteligente y curiosa. Harriet la adoraba, pero no la consideraba muy adaptable y no sabía si respondería a un cambio de entorno tan bien como anticipaba Debra.

Probablemente era bueno que el hermano de esta fuera doctor. Presumiblemente sería paciente, cariñoso y acostumbrado a manejar situaciones difíciles.

Y alguien paciente y amable era justo lo que necesitaba Madi para adaptarse a su nueva casa.

Volvió a comprobar la dirección. Esa parte de Manhattan era un laberinto de calles sinuosas. Había librerías y bistrós, bares y cafés. Era una zona rica en historia, con calles adoquinadas y casas hermosas de ladrillo visto. También era un lugar donde resultaba fácil perderse.

Según Debra, su hermano vivía en un dúplex loft de dos dormitorios y dos baños.

Cuando Harriet encontró el bloque de apartamentos, atardecía ya y tenía las yemas de los dedos adormecidas.

Pensaba darle un paseo de media hora a Madi, aunque no tenía muchas ganas. No solo le dolía el tobillo, sino que la nieve nunca era buena para los perros. Las calles estaban enlodadas y el invierno era muy duro para sus patas. Pensaba constantemente en los perros, en su bienestar y en lo que podía hacer para que sus vidas fueran lo mejor que pudieran ser.

Fliss decía que esa era la razón de que tuvieran tantos clientes, pero Harriet nunca veía esa versión de la historia. No lo hacía por los dueños, lo hacía por los animales. Le importaba su comodidad y su felicidad y, si eso conllevaba que el dueño también estuviera contento, mejor que mejor.

Con nieve o sin ella, Madi necesitaba ejercicio. Debra le había dado la llave y, en cuanto abrió la puerta del apartamento, supo que había problemas.

Había tenido bastantes mascotas y podía oler un desastre a una legua.

No sabía cómo era el apartamento de manera habitual, pero adivinaba que no era como lo veía en ese momento.

Los cojines estaban esparcidos por el suelo con el relleno rodeándolos como una nube. Había mucho papel higiénico encima de los muebles a modo de cintas gigantes.

Harriet miró el caos con desmayo e incredulidad y caminó hasta la cocina.

Allí, encima de un montículo de pasta seca, estaba sentada Madi con aire culpable.

—¿Has hecho tú esto? ¿Tú sola? Pues te has metido en un lío, jovencita. Y has encontrado también un paquete de harina. Has estado ocupada.

Harriet miró la sustancia blanca como la nieve que cubría todo lo que había a la vista. Dejó el bolso, se quitó el gorro y el abrigo e intentó averiguar por dónde empezar. ¿Sacaba primero a la perra o limpiaba?

Decidió que su prioridad tenía que ser Madi. Nunca la había visto portarse mal, lo que implicaba que estaba alterada. La limpieza podía esperar.

—¡Pobre Madi! ¿Qué ha pasado? ¿Estabas aburrida? ¿Asustada? ¿Este sitio te resulta extraño? —se agachó a acariciar al animal. La colocó en su regazo y le quitó trozos de pasta del pelo—. No te preocupes. Ahora estoy aquí y todo está bien.

—No lo creo. De hecho, yo diría que nada está bien —dijo una voz helada desde el umbral.

Harriet se volvió rápidamente. No había oído entrar a nadie y Madi tampoco, pues saltó de su regazo al suelo y salió huyendo, esparciendo pasta y arroz por todo el suelo.

El hombre que había en la puerta medía más de un metro ochenta y llevaba el cuello del largo abrigo subido para protegerse del frío amargo del invierno. Sus ojos eran de un azul acerado.

Ojos azules. Azul hielo, a juego con la voz de hielo.

Ella reconoció aquellos ojos y aquel rostro atractivo y el corazón le dio un vuelco. Eso la hizo sentirse un poco mareada, pero la consoló saber que, si se desmayaba allí, él sabría lo que había que hacer.

¿Por qué no se le había ocurrido que el hermano de Debra podía ser el doctor que la había tratado?

El doctor E. Black.

No Edward, sino Ethan.

Tenía los hombros hundidos y miraba con incredulidad el desastre de la cocina y la sala de estar.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

La pregunta era pertinente, pero Harriet habría preferido que el tono fuera menos amenazador.

Salió del país de los sueños para entrar en la incómoda realidad.

—Creo que a Madi no le ha gustado quedarse todo el día sola en un entorno extraño. La pobrecita estaba asustada.

—¿La «pobrecita»? ¿Y mi pobre apartamento qué? —preguntó él.

Entró y cerró la puerta tras de sí. El ruido del portazo resonó en toda la casa y esa fue la última gota para Madi, que se escondió detrás de la isla de la cocina.

Harriet se disponía a ir con ella cuando llamaron a la puerta. Ethan maldijo entre dientes y fue a abrir.

En el umbral había una mujer. Harriet calculó que tendría más de setenta años. Su pelo era del color del paquete de harina que Madi había hecho explotar por el suelo y las paredes. Estaba ligeramente inclinada y casi no le llegaba a Ethan al pecho, pero lo miró con ferocidad.

—Doctor Black —lo miraba por encima del borde de las gafas—. Agradecemos lo mucho que trabaja y su contribución a la sociedad. Yo incluso diría que es usted una especie de héroe en esta casa, pero eso no cambia el hecho de que su perro se ha pasado todo el día aullando. Lo siento, pero eso no podemos tolerarlo.

—¿Aullando? —preguntó él. Parecía perplejo, lo que indicaba que no tenía ni idea de cómo podía responder un perro que se quedaba solo todo el día en un apartamento desconocido.

Harriet sí lo sabía.

Miró interrogante a Madi, quien le devolvió una mirada afligida.

—Aullando. Nos ha vuelto locos a todos. Como sabe, en este edificio se permiten perros bien educados, pero… —se interrumpió porque algo llamó su atención—. ¡Oh! ¿Qué ha ocurrido aquí?

—Todavía tengo que averiguar eso, señora Crouch. Cuando lo descubra, usted será la primera en saberlo.

—¿Han entrado en su casa? ¿Ha habido intrusos? Porque…

—No lo creo. Mi intrusa tiene cuatro patas. Es el perro de mi hermana. Ha tenido que volar a San Francisco porque mi sobrina ha tenido un accidente grave. Y yo le estoy echando una mano.

Harriet frunció el ceño.

¿No sabía que Madi era una hembra?

La señora Crouch pareció ablandarse un poco.

—Lamento oír eso. Sé que está muy unido a su familia. ¿Cómo está su sobrina?

—Todavía no he llamado al hospital. Lo haré en un momento —él se pasó los dedos por el pelo, húmedo todavía por la nieve—. Le pido disculpas por los aullidos, no volverá a ocurrir. Comprendo su frustración y la comparto. Le agradecería que tuviera paciencia hasta que arregle esto y le doy mi palabra de que lo arreglaré.

La señora Crouch se derritió entonces. Le dio una palmada en el brazo.

—No se preocupe, doctor Black. Podemos soportar unos cuantos aullidos si es necesario. Llame a su hermana. Seguro que está muy preocupado. Siento haberle molestado en un momento tan difícil.

Harriet parpadeó. Él había conseguido que la mujer pasara del ataque a la disculpa con unas cuantas frases.

Probablemente tenía mucha experiencia lidiando con situaciones difíciles en Urgencias, pero, aun así, aquello tenía mucho mérito. Se había mostrado amable, educado y solícito.

Aquel hombre desperdiciaba su talento trabajando de doctor. Debería ser negociador de rehenes.

Lo cual era un alivio porque, por un momento, la había puesto nerviosa.

Cuando por fin volvió a cerrar la puerta, Harriet se había relajado un poco. Esa sensación duró hasta que él giró hacia ella y vio que el brillo peligroso había vuelto a sus ojos.

La amabilidad que había mostrado hablando con su vecina parecía haberlo abandonado. Y ella sabía por qué. Porque la señora Crouch no era el objetivo de su enfado.

Este parecía estar reservado para Harriet, aunque ella no tenía ni idea de por qué la consideraba responsable. No era ella la que había roto el paquete de harina ni tirado la pasta y el papel higiénico por el apartamento.

Fuera cual fuera la razón, estaba enfadado y a ella no se le daba bien tratar con hombres enfadados.

Una parte de ella quería seguir a Madi y esconderse detrás del sofá, pero aguantó firme y se recordó que él tenía motivos para estar un poco enfadado, pero no debería estarlo con ella.

—¿Usted es la canguro de perros de la que habló mi hermana? —preguntó él.

Harriet tragó saliva.

—No soy una canguro. Solo los paseo y sí, soy…

—Y, si es una paseadora de perros, ¿por qué no ha sacado al maldito perro?

Harriet tuvo la sensación de que la habitación se quedaba sin aire.

Tuvo que esforzarse para inhalar.

—¿Cómo dice?

—Si su trabajo era pasear al perro, ¿por qué no lo ha hecho?

La rabia de la voz de él alteró de tal modo a Harriet, que tardó un momento en contestar.

—He llegado cinco minutos antes que usted. Mi plan era sacar a Madi y luego limpiar esto.

—Dos paseos —él hablaba entre dientes, como si no se atreviera a mover los labios por si salía un torrente de palabras acaloradas y los escaldaba a los dos—. Debra dijo que había organizado que paseara al perro dos veces al día.

—Es verdad, pero me dijo que no viniera esta mañana porque ella la iba a sacar y a ayudarla a que se quedara tranquila aquí.

Él miró a su alrededor con expresión de incredulidad.

—¿A usted le parece que ha estado tranquila?

Madi gimió.

—¿Podría bajar la voz? La está poniendo nerviosa —«y no solo a Madi». Harriet trató de ignorar el modo en que le latía con fuerza el corazón y le temblaban las manos y se acercó a la perra—. Tranquila, preciosa. Todo va bien. No tengas miedo. No hay nada que temer —hablaba para sí misma tanto como para el animal.

—No, no va todo bien. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

Harriet se sintió un poco mejor con Madi en los brazos. El animal le trasmitía el calor de su cuerpo a través de la piel. A las dos les latía muy deprisa el corazón.

—Harriet. Harriet Knight.

—Pues bien, señorita Knight, he tenido un día largo y duro, así que me disculpará si no me encanta volver a casa y encontrarme mi apartamento lleno de basura.

—Yo no lo describiría así exactamente.

—¿No? —él miró la pasta que cubría el suelo—. ¿Y cómo describiría usted eso? ¿Qué es lo que ha pasado?

—Supongo que le ha interesado el contenido de la bolsa y ha decidido verlo más de cerca. Mientras esté con usted, creo que será buena idea que guarde la comida en los armarios para que esté segura. Yo me encargaré de eso —contestó ella. Técnicamente, eso no era parte de su trabajo, pero no quería que estuviera enfadado con Madi.

—¿Y qué pasará mañana? —él echó a andar hacia ella con aire amenazador—. Y pasado mañana. ¿Me voy a encontrar con esto todos los días?

—N… n… n… —Harriet intentó contestar pero no pudo formular la palabra. Estaba atascada. Bloqueada. Sintió horror. Horror y vergüenza. ¿Eso había ocurrido de verdad? Había tartamudeado. Después de tantos años sin tartamudear ni una sola vez, lo había hecho. Volvió a probar—. N…n…n…

No. «No».

Madi soltó un aullido de protesta y Harriet se dio cuenta de que la apretaba con demasiada fuerza.

Relajó los brazos y se obligó a respirar.

¿Por qué le había ocurrido eso? Pero, por supuesto, sabía la respuesta. Porque Ethan Black le había gritado. No se le daba bien tratar con personas enfadadas. O quizá le empezaba a afectar el estrés de salir continuamente de su zona de confort. Sí, tal vez fuera eso.

Por suerte, él no parecía darse cuenta de su problema al hablar. Estaba demasiado distraído por el desastre de su apartamento.

Harriet tragó saliva, confiando en que fuera solo un incidente pasajero. Quería intentar hablar de nuevo para poner a prueba esa teoría.

—Hay días en los que casi no estoy en casa. Debra me aseguró que el perro no sería un problema.

—Madi estaba abu… bu… burrida.

No era pasajero. Había empezado a tartamudear y parecía que ya no podía parar. Harriet, mortificada, decidió que la única opción era dejar de hablar. Tenía que salir de allí e intentar calmarse. Tenía que descubrir qué había fallado.

Volvía a sentirse como una adolescente a la que le daba miedo hablar por si se le atascaban las palabras.

Que vivía con miedo a las miradas de impaciencia o, peor aún, de lástima.

No importaba lo que Ethan Black pensara de ella. Con él mirándola con aire enfurruñado, no conseguiría calmarse.

Se levantó, agarró la correa de Madi y su abrigo y la llevó a la puerta, tras pararse a recoger su propio abrigo por el camino.

—¿Adónde va?

—Fuera —Harriet contestó con una sola palabra y no se quedó a hablar más. Salió huyendo.

Aquel reto había durado ya demasiado.

Luz de luna en Manhattan

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