Читать книгу Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan - Страница 8
Capítulo 2
ОглавлениеAl otro lado de la ciudad, en la zona de Urgencias de uno de los hospitales más prestigiosos de Nueva York, el doctor Ethan Black y el resto de su equipo cortaban con suavidad y eficiencia la ropa ensangrentada de un hombre inconsciente para dejar al descubierto los daños de debajo. Y estos eran muchos. Suficientes para poner a prueba la habilidad del equipo y garantizar que el paciente recordara aquella noche el resto de su vida.
En opinión de Ethan, las motos eran uno de los peores inventos del mundo. Desde luego, el peor medio de transporte que existía. Muchos pacientes que llegaban allí por heridas de moto eran varones, y una proporción alta llegaba con heridas múltiples. Aquel hombre no era una excepción. Llevaba casco, pero eso no le había impedido hacerse lo que parecía una herida grave en la cabeza.
—Intúbenlo y coloquen una vía —dijo Ethan, que daba instrucciones mientras evaluaba los daños.
El equipo estaba apiñado a su alrededor, buscando coherencia en lo que para los demás habría sido caos. Cada persona tenía un papel y todos tenían claro cuál era ese papel. Allí, en Urgencias, era donde más importante resultaba el trabajo en equipo.
—Ha perdido el control y chocado de frente con un coche.
Del pasillo de fuera llegaron gritos, seguidos de un montón de palabrotas pronunciadas en voz lo bastante alta para romper los cristales.
Uno de los residentes hizo un gesto de sorpresa. Ethan no reaccionó. En ocasiones se preguntaba si se había insensibilizado a las respuestas de otros a las crisis. Trabajar en Urgencias lo ponía en contacto con las emociones humanas más extremas y distorsionaba su opinión de la humanidad y de la realidad. Lo que para él era normal, para otra persona sería una película de terror. Había aprendido temprano en su carrera a no hablar de su trabajo en reuniones sociales, a menos que todos los presentes fueran médicos, aunque, en general, estaba demasiado ocupado como para asistir a reuniones sociales. Entre sus responsabilidades clínicas como médico de Urgencias y su interés por la investigación, su día estaba completo. El precio que había pagado por todo eso era un apartamento que veía muy poco y una exesposa.
—¿Alguien se está haciendo cargo de la mujer que grita así? —preguntó.
—Ella no es la paciente. Ha visto cómo apuñalaban a su novio. Él está en la sala 2 con cortes múltiples en la cara.
—Que alguien la lleve a la sala de espera y la calme —Ethan miró más detenidamente la pierna del hombre, valorando los daños—. Lo que haga falta para que deje de gritar.
—No sabemos cómo de graves son las heridas.
—Razón de más para proyectar calma. Dile que su novio está en buenas manos y recibiendo el mejor tratamiento posible.
Era un sábado por la noche típico. Ethan pensó que quizá debería haber optado por la especialidad de obstetricia y ginecología. Así habría estado presente en los momentos más álgidos de la vida de la gente en lugar de en los más bajos. Habría ayudado a nacer en lugar de luchar por impedir la muerte.
Habría celebrado los nacimientos con los pacientes. Y en vez de eso, pasaba muchas noches de los sábados rodeado de gente en momentos de crisis. Víctimas de accidentes de tráfico, de disparos de bala, de apuñalamiento, drogadictos que buscaban un chute… La lista era interminable y variada.
Y él adoraba eso.
Le gustaban la variedad y el reto. Y los médicos de Urgencias tenían ambas cosas para dar y tomar.
Estabilizaron al paciente lo bastante para enviarlo a que le hicieran un TAC. Ethan sabía que no podrían valorar plenamente la herida de la cabeza hasta que tuvieran los resultados de esa prueba.
También sabía que era difícil anticipar lo que mostraría el TAC. Había visto pacientes con daños visibles mínimos que resultaban tener grandes hemorragias internas y otros con heridas aparatosas que tenían una hemorragia interna sorprendentemente pequeña.
Avisó a los neurocirujanos y habló con la novia del paciente, que había llegado asustada, con un abrigo encima del pijama y terror en los ojos. En urgencias, todo era concentrado e intenso, incluidas las emociones. Había visto quebrarse y sollozar como niños a hombres que se enorgullecían de ser duros. Y había visto rezar a gente que no creía en Dios.
Había visto de todo.
—¿Se va a morir?
Ethan escuchaba aquella pregunta varias veces al día, y casi nunca estaba en posición de dar una respuesta definitiva.
—Está en buenas manos. Podremos darle más información cuando tengamos los resultados del TAC —dijo.
Se mostraba amable y tranquilo, y le aseguró que estaban haciendo todo lo que se podía hacer. Se daba cuenta de lo importante que era saber que la persona a la que quieres recibía los mejores cuidados, así que se tomó la molestia de explicarle lo que ocurría y sugerirle que llamara a alguien para que le hiciera compañía.
Cuando por fin entregaron al hombre a los neurocirujanos, Ethan se quitó los guantes y se lavó las manos. Probablemente no volvería a ver al paciente. Aquel hombre había salido de su vida y seguramente nunca sabría cómo había contribuido él a mantenerlo con vida.
Más tarde quizá lo visitara para ver sus progresos, pero a menudo estaba demasiado ocupado con el siguiente caso prioritario que llegaba para pensar en los que habían pasado ya por allí.
Susan, su colega, lo apartó con el codo y se quitó también los guantes.
—Ha sido emocionante. ¿Nunca sientes tentaciones de aceptar un trabajo de medicina de familia? Podrías vivir en una ciudad pequeña hermosa, cuidando a tres generaciones de la misma familia. Abuelos, padres y un montón de nietos. Pasarías el día diciéndoles que dejaran de fumar y perdieran peso. Posiblemente nunca verías una gota de sangre.
—Eso era lo que hacía mi padre —repuso Ethan. Y él nunca había querido tal cosa. Sus elecciones solían ser tema de debate siempre que iba a su casa. Su abuelo no dejaba de decirle lo que se perdía al no seguir a una familia desde el nacimiento hasta la muerte. Ethan contestaba que él era el que se encargaba de mantenerlos con vida para que pudieran volver con sus familias.
—Tantos meses trabajando juntos y no sabía eso —Susan se frotaba bien las manos—. ¿O sea que ya sois dos generaciones de médicos?
Hacía más de un año que trabajaban juntos, pero casi todas sus conversaciones eran siempre del presente. Urgencias era así. Se vivía el momento en todos los sentidos.
—Tres generaciones. Mi padre y mi abuelo trabajaron ambos en medicina de familia. Tenían una consulta en la parte norte del estado de Nueva York —dijo.
Y él, con cinco años, se sentaba en la sala de espera y veía pasar a una fila de gente por la puerta a hablar con su padre. En ocasiones se había preguntado si el único modo de ver a su padre era ponerse enfermo.
—¿Y tu madre?
—Es pediatra.
—¡Caray, Black! No tenía ni idea. O sea que lo llevas en el ADN —Susan arrancó una toalla de papel del dispensador con tanta fuerza, que casi lo arrancó de la pared—. Eso lo explica.
—¿Qué explica?
—Por qué siempre actúas como si tuvieras que demostrar algo.
Ethan frunció el ceño. ¿Aquello era cierto? No. Claro que no.
—Yo no tengo que demostrar nada.
—Tienes que estar a la altura de todos ellos —ella lo miró comprensiva—. ¿Por qué no te uniste a ellos? Doctores Black, Black y Black. Aunque ahí hay mucho Black. No me lo digas, te encanta la cálida sensación de trabajar en Urgencias —se oyó a través de la puerta a una mujer que mandaba a alguien a la mierda y Susan sonrió—. Y todos los maravillosos pacientes que te colman de amor y gratitud.
—¿Gratitud? Espera. Creo que eso me ocurrió una vez, hace un par de años. Dame un momento para recordarlo bien —comentó Ethan.
No tenía la sensación de tener que estar a la altura de nada.
Susan se equivocaba en eso. Él recorría su propio camino, por sus propias razones.
—Debiste de estar alucinando. La falta de sueño tiene ese efecto. Pero si no son esas raras dosis de gratitud, tienen que ser los pacientes que te maldicen, que vomitan en tus botas y te dicen que eres el peor doctor que ha pasado por la faz de la tierra y que te van a demandar. ¿Eso es lo que te llena?
El humor los ayudaba a superar los días que estaban cargados de tensión.
Los sostenía en los turnos más duros, cuando tenían que ver heridas que harían que una persona normal necesitara terapia.
En el equipo de trauma, todos encontraban un modo de lidiar con ello.
A diferencia de la gente normal, ellos sabían que una vida podía cambiar en un instante. Que un futuro seguro simplemente no existía.
—Me encanta esa parte. Y también el placer constante de trabajar con colegas respetuosos que me adoran, como tú.
—¿Quieres que te adoren? Elige a otra mujer.
—¡Ojalá pudiera!
Susan le dio una palmada en el brazo.
—Es cierto que te adoro. No porque seas guapo y musculoso, que lo eres, sino porque sabes lo que haces y aquí la competencia es lo más próximo a un afrodisíaco que puedes encontrar. Y tal vez eso se deba al deseo de ser mejor que tu padre o tu abuelo, pero me encanta de todos modos.
Él la miró con incredulidad.
—¿Estás intentando ligar conmigo?
—¡Eh!, quiero estar con un hombre que sea bueno con las manos y sepa lo que hace. ¿Qué tiene eso de malo? —a ella le brillaron los ojos y él supo que hablaba en broma.
—¿Seguimos hablando de trabajo? —preguntó.
—Claro. ¿De qué si no? Estoy casada con mi trabajo, igual que tú. Me comprometí con Urgencias en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y te aseguro que, viviendo en Nueva York, es más bien pobreza. Pero no te preocupes, no podría estar despierta el tiempo suficiente para hacer el amor contigo. Cuando salgo de aquí, caigo inconsciente en cuanto llego a casa y no me despierto por nadie. Ni siquiera por ti, ojos azules. Así que, si tú no estás aquí por el amor y las valoraciones positivas, tiene que ser porque eres un adicto a la adrenalina.
—Puede que sí —contestó Ethan.
Era verdad que le gustaba el ritmo rápido, la imprevisibilidad, la inyección de adrenalina que producía no saber quién sería el siguiente que entraría por la puerta. La medicina de Urgencias era a menudo un puzle y él disfrutaba del estímulo intelectual de averiguar dónde encajaban las piezas y cuál era la imagen final. También le gustaba ayudar a la gente, aunque la relación entre doctor y paciente había cambiado en los últimos tiempos. La medida que imperaba era la satisfacción del paciente y en general cosas que tenían poco que ver con practicar bien la medicina. Había días en los que le costaba recordar las razones por las que había querido ser médico.
Susan echó la toalla a la cesta de la ropa sucia.
—¿Sabes lo que más me gusta a mí? —preguntó—. Cuando llega alguien lleno de vendas y no sabes qué vas a encontrar cuando las retires. Me encanta el suspense. ¿Será un corte del tamaño de la cabeza de un alfiler o se le caerá un dedo?
—Eres una morbosa, Parker.
—Cierto. ¿Me vas a decir que a ti no te gusta esa parte?
—Me gusta arreglar a la gente —Ethan alzó la vista cuando uno de los residentes entró en la sala—. ¿Problemas?
—¿Por dónde quiere que empiece? Hay unos sesenta esperando, la mayoría borrachos. Tenemos uno que se ha caído de la mesa en la fiesta de la oficina y se ha hecho daño en la espalda.
Ethan frunció el ceño.
—Ni siquiera estamos en diciembre.
—Lo celebran pronto. No creo que necesite una resonancia magnética, pero ha leído una página de medicina de Google e insiste en que le hagan una y, si no se la hago, me demandará por todos mis ahorros. ¿Cree que puedo disuadirlo contándole cuánto debo en préstamos de estudiante?
Susan agitó una mano en el aire.
—Ethan se ocupará de eso. Se le da muy bien guiar a la gente para que tome la decisión correcta. Y, si eso no funciona, también es bueno haciendo de «Poli malo».
Ethan enarcó una ceja.
—¿Poli malo? ¿En serio?
—¡Eh!, es un cumplido. No hay muchos pacientes que se te resistan.
Dolores de espalda, de cabeza, de muelas… Todos ellos aparecían normalmente por allí, junto con exigencias de que les recetaran analgésicos. La mayoría de los sanitarios experimentados notaban cuándo les tomaban el pelo, pero para los que tenían menos experiencia era un reto constante mantener el equilibrio correcto entre la compasión y el recelo.
Ethan se dirigió a la puerta, pensando todavía en la etiqueta de poli malo, pero su avance se vio interrumpido por la llegada de otro paciente, esa vez un hombre de cuarenta años que había sentido dolores en el pecho en el trabajo y había sufrido una parada cardíaca en la ambulancia. En consecuencia, pasó otra media hora hasta que Ethan llegó al hombre de la lesión en la espalda y para entonces, la atmósfera en la habitación era claramente hostil.
—¡Por fin! —el hombre apestaba a alcohol—. Llevo siglos esperando que me vea alguien.
Alcohol y miedo. En Urgencias veían mucho de ambas cosas. Era una mezcla tóxica.
Ethan repasó el informe.
—Aquí dice que lo vieron a los diez minutos de llegar, señor Rice.
—Una enfermera. Eso no cuenta. Y después un residente, que sabía menos que yo.
—La enfermera que lo vio tiene mucha experiencia.
—El que está al cargo es usted, así que quiero que me vea usted, pero ha tardado lo suyo.
—Hemos tenido una urgencia, señor Rice.
—¿Quiere decir que yo no soy una urgencia? Yo he llegado antes. ¿Por qué es él más importante que yo?
«¿Porque él llegaba clínicamente muerto?».
—¿En qué puedo ayudarle, señor Rice? —preguntó Ethan.
Mantenía siempre la calma porque sabía que, en un entorno ya tenso, la tensión podía escalar a velocidad supersónica. Lo único que no necesitaban en Urgencias era una dosis de estrés aún mayor.
—Quiero una maldita resonancia —dijo el hombre con voz pastosa—. Y la quiero ahora, no dentro de diez años. O me la hacen o los demando.
Aquel era un escenario demasiado familiar. Pacientes que buscaban los síntomas en Internet y estaban convencidos de que no solo conocían el diagnóstico, sino también todo lo que había que hacer. No había nada peor que un aficionado que se consideraba un experto.
Y las amenazas y los insultos eran solo dos de las razones por las que el personal de Urgencias se quemaba tanto. Había que aprender a manejarlos o desgastaban a alguien como desgasta el océano las rocas hasta que se hacen añicos.
Y en el periodo de locura entre Acción de Gracias y Navidad, todo aquello empeoraba aún más.
Los que pensaban que era una época de paz y buena voluntad tendrían que pasar un día trabajando con Ethan. A este le dolía la cabeza.
Si fuera uno de sus pacientes, exigiría un TAC de inmediato.
—¿Doctor Black? —uno de los residentes apareció en la puerta y Ethan hizo un gesto de asentimiento para indicar que iría lo antes posible.
Como jefe de la unidad, todos le pedían respuestas. Residentes, internos, auxiliares, enfermeras, farmacéuticos, pacientes… Todos esperaban que lo supiera todo.
En aquel momento solo sabía que quería irse a casa. Había sido un turno largo y estresante y no parecía que eso fuera a cambiar.
Examinó concienzudamente al hombre y le explicó con calma y claridad por qué no necesitaba una resonancia magnética.
Como era de esperar, el paciente no se lo tomó bien.
Algunos doctores hacían pruebas para que los pacientes se fueran contentos. Ethan se negaba a ello.
Cuando el otro empezó a llamarlo inhumano, incompetente y una deshonra para la profesión médica, desconectó mentalmente. Desconectar de lo que sentía le resultaba fácil. Volver a conectar con sus emociones… bueno, eso le costaba más. Sin duda, debido a su desastroso historial con las relaciones.
Dejó que el paciente se desahogara, pero no cambió de idea. Había decidido hacía tiempo que no permitiría que los insultos ni el grado de satisfacción de los pacientes influyeran en su toma de decisiones. Hacía lo que consideraba que era lo mejor para ellos y eso no incluía someterlos a pruebas o a medicinas innecesarias que no tendrían ningún impacto en su salud o, peor aún, tendrían un impacto negativo.
—¿Doctor Black? —Tony Roberts, uno de los pediatras más antiguos del hospital apareció en el umbral—. Necesito urgentemente su ayuda.
Ethan dio instrucciones al residente que se ocupaba del paciente y se disculpó.
—¿Cuál es el problema, Tony? ¿Tienes una urgencia?
—Sí —Tony estaba muy serio—. Dime, ¿tú crees en Papá Noel?
—¿Cómo dices? —Ethan lo miró con incredulidad y se echó a reír—. Si existiera, probablemente me castigaría por decirle que no solo debería perder unos cuantos kilos, sino que además, si insiste en montar en un vehículo tirado por renos a más de diez mil metros de altura, también debería llevar casco. O al menos ropa de cuero.
—¿Papá Noel con ropa de cuero? Umm, eso me gusta —murmuró Susan, que se dirigía a hablar con la enfermera de triaje.
Tony sonrió.
—Justo la respuesta cínica que esperaba de ti, Black, y por eso estoy aquí. Te voy a dar una oportunidad que jamás has pensado que llegarías a tener.
—¿Un año sabático en Hawái con el sueldo completo?
—Mejor. Te voy a cambiar la vida —Tony le dio una palmada en el hombro y Ethan se preguntó si no debería decirle que, después de un turno entero en Urgencias, no se necesitaba mucho para dejarlo KO.
—Si no llego pronto al siguiente paciente, sí cambiará mi vida. Ya me enfrento a una demanda. ¿Podemos darnos prisa, Tony?
—¿Sabes que Papá Noel viene todos los años a la planta de pediatría?
—No lo sabía, pero ya lo sé. Eso es genial. Seguro que a los niños les encanta —repuso Ethan. Aquel era un mundo muy distinto al que habitaba él.
—Pues sí. Papá Noel es… —Tony miró a su alrededor y bajó la voz—. Es Rob Baxter, uno de los pediatras.
—No me digas. Yo creía que era real —Ethan firmó una petición que un residente le colocó delante—. Te acabas de cargar la última ilusión que me quedaba. Me has roto el corazón. Tengo que irme a casa a tumbarme.
—Olvídalo —Susan volvía a pasar, esa vez en dirección contraria—. Aquí no se tumba nadie. A menos que estés muerto. Cuando te mueres, te tumbas, y solo después de que hayamos intentado resucitarte.
Tony se quedó mirándola.
—¿Siempre es así? —preguntó.
—Sí. La comedia es parte del servicio. La risa cura todas las enfermedades, ¿no lo has oído? ¿Qué querías, Tony? ¿No has dicho que era una urgencia?
—Lo es. Rob Baxter se ha rasgado el tendón de Aquiles corriendo en Central Park. No podrá andar hasta después de Navidad. Eso en sí ya es una crisis para el Departamento de Pediatría, pero es más crisis todavía porque él es Papá Noel y no tenemos un sustituto.
—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Quieres que le examine el tendón? Díselo a Viola. Es una cirujana fantástica.
—No necesito un cirujano, necesito un Papá Noel.
Ethan lo miró sin entender.
—No conozco a ninguno —dijo.
—Los Papás Noeles se hacen, no nacen —Tony bajó la voz—. Queremos que seas tú el Papá Noel de este año. ¿Lo harás?
—¿Yo? —Ethan se preguntó si habría oído mal—. Yo no soy pediatra.
Tony se acercó más a él.
—Quizá no lo sepas, pero Papá Noel no tiene que operar ni tomar decisiones clínicas. Solo sonríe y reparte regalos.
—Parece un día normal de trabajo —repuso Ethan—. Solo que aquí quieren que repartas resonancias magnéticas y recetas de analgésicos. Lo que más se lleva este año es el Vicodin envuelto en papel de regalo.
—Eres cínico e insensible.
—Soy realista, y por eso precisamente no estoy cualificado para tratar con niños ilusionados que todavía creen en Papá Noel.
—Y exactamente por eso deberías hacerlo. Te recordará los motivos por los que te metiste en medicina. Tu corazón se derretirá, doctor Scrooge.
—No tiene corazón —murmuró Susan, que escuchaba sin molestarse en disimular.
Ethan la miró exasperado.
—¿No tienes pacientes que ver? ¿Vidas que salvar?
—Solo estoy esperando a oír tu respuesta, jefe. Si vas a pasar de Scrooge a Papá Noel, tengo que saberlo. Quiero estar presente para verlo. De hecho, trabajaré en Navidad solo por verlo.
—Tú ya vas a trabajar en Navidad. Y no estoy cualificado para ser Papá Noel. ¿Qué te ha hecho pensar que yo aceptaría esto?
Tony lo miró pensativo.
—Puedes hacer feliz a un niño. No hay nada mejor que eso. Piénsalo. Te llamaré la semana que viene. Es un trabajo fácil y gratificante —dijo. Salió del departamento, dejando a Ethan perplejo.
—Doctor Scrooge —dijo Susan—. Eso es muy bonito.
—No tiene nada de bonito —contestó Ethan. Tony no podía hablar en serio. ¿O sí? Él era la última persona en el mundo que debería hacer de Papá Noel con niños llenos de ilusión.
Vio a uno de los residentes esperando.
—¿Más problemas? —preguntó.
—Una mujer con un tobillo lesionado. Muy inflamado y amoratado. No sé si hacerle una radiografía o no. El doctor Marshall está ocupado. Si no le preguntaría a él.
—¿Crees que busca Vicodin?
—Creo que es sincera.
Como Ethan sabía que el joven residente no tenía experiencia para distinguir si alguien era sincero, lo siguió hasta la paciente. El Vicodin era un analgésico muy eficaz. También se utilizaba para drogarse y a él ya no le sorprendía hasta dónde estaba dispuesta a llegar la gente por conseguir una receta. No quería que nadie recetara analgésicos fuertes a personas que solo buscaban colocarse.
Lo primero que pensó al ver a la joven fue que parecía fuera de lugar entre las personas que decoraban la sala de espera de Urgencias un sábado por la noche. Tenía el pelo largo, del color de la mantequilla. Sus rasgos eran delicados y sus labios, rosas y brillantes. Llevaba un zapato con un tacón tan alto que podía ser utilizado como arma. El otro lo tenía en la mano.
Su tobillo ya se estaba volviendo azul.
¿Cómo esperaban las mujeres llevar tacones así y no hacerse daño? Aquel zapato anunciaba un accidente. Y aunque ella parecía bastante normal, él sabía que no podía dejarse llevar por las apariencias. Unos años atrás se había presentado una estudiante con dolor de muelas y al final había resultado que solo buscaba analgésicos. Días después había sufrido una sobredosis y había vuelto a ir a Urgencias.
Ethan había estado presente en la segunda visita, no en la primera, y aquello había sido una lección que nunca olvidaría.
—¿Señorita Knight? Soy el doctor Black. ¿Puede decirme qué le ha ocurrido?
«Ha debido de ser una gran fiesta», pensó mientras examinaba el tobillo.
—Me lo he torcido. Siento molestar cuando están tan ocupados —comentó ella. Parecía avergonzada, lo cual suponía un cambio con los pacientes que se tomaban sus cuidados como si fueran un derecho otorgado por Dios.
Ethan se preguntó por qué estaría sola allí un sábado por la noche. Iba arreglada, así que probablemente no había pasado la velada sola.
Calculó que tendría veintitantos años. Treinta, quizá, aunque tenía una de esas caras a las que resulta difícil calcularle la edad. Con maquillaje, podía parecer algo mayor. Sin él, podía pasar por una estudiante universitaria. Tenía los ojos azules y la mirada cálida y amistosa, lo cual suponía un cambio refrescante.
En general, no podía decirse que Ethan viera muchas miradas cálidas y amistosas en su jornada laboral.
—¿Cómo se lo ha torcido? —preguntó. Entender el mecanismo de una herida era uno de los modos que más ayudaban a imaginar la lesión—. ¿Bailando?
—No. Bailando no. No llevaba puestos los zapatos cuando me lo he torcido.
Ethan vio fascinado que ella se sonrojaba.
Hacía tiempo que no veía sonrojarse a nadie.
—¿Y cómo se lo ha hecho? —preguntó. Se dio cuenta de que ella podía pensar que buscaba información personal—. Cuantos más detalles sepa, más fácil me será valorar la lesión —aclaró.
—Saltando por una ventana. No estaba lejos del suelo, pero he caído mal y me he torcido el tobillo.
¿Había saltado por una ventana?
—¿Le gusta correr riesgos? —preguntó él.
Ella sonrió nerviosa.
—Mi idea del riesgo es leer mi ebook en la bañera, así que no. Creo que no me describiría como una mujer arriesgada.
Ethan volvía a estar en alerta. En vez de pensar en una posible adicta o una yonqui de la adrenalina, estaba pensando en una posible víctima de malos tratos.
—¿Y por qué ha saltado? —preguntó. Suavizó el tono, intentando dar la impresión de que podía confiar en él.
—Necesitaba escapar de alguien —contestó ella. Debió de notar un cambio en la expresión de él porque negó rápidamente con la cabeza—. Ya sé lo que está pensando, pero yo no estaba siendo amenazada. Ha sido solo un accidente.
—La gente no salta por la ventana accidentalmente —contestó él.
A menos que estuviera embriagada, pero no olía a alcohol y parecía muy serena. Más que la mayoría de la gente que la rodeaba. Urgencias no era un lugar agradable un sábado por la noche.
—¿Por qué no se ha ido por la puerta?
Ella bajó la vista.
—Es una larga historia.
Historia que, obviamente, no tenía intención de contar.
Ethan sopesó sus opciones. Veían muchos incidentes de violencia doméstica en Urgencias y tenían el deber de ofrecer un lugar seguro a las víctimas y todo el apoyo que pudieran necesitar. Pero también había aprendido que no todas querían que las ayudaran. Que había un proceso hasta llegar allí.
—Señorita Knight…
—No tiene que preocuparse. Si tanto le interesa, tenía una cita y no iba bien. Un error mío.
—¿Ha saltado por la ventana para huir de su cita?
Ella miró un punto por encima del hombro de Ethan.
—Él no era exactamente lo que decía en su perfil —aclaró.
—¿No lo había visto antes? —preguntó él. Y eso le hizo pensar en tráfico sexual. Y quizá se había equivocado sobre su edad y estaba más cerca de los veinte que de los treinta.
Miró el formulario y su fecha de nacimiento le indicó que había acertado la primera vez. Tenía veintinueve años.
—Estaba probando las citas por Internet. No ha salido como yo pensaba. ¡Oh!, esto es muy embarazoso —ella se frotó la frente con los dedos—. Él mentía en su perfil y yo ni siquiera sabía que la gente hacía eso. O sea que soy una estúpida, lo sé. Y una ingenua. Y sí, supongo que también he sido una temeraria, aunque fuera sin intención. Y se me da fatal.
Él seguía concentrado en sus primeras palabras.
—¿Mintió? —preguntó.
—Usó una foto suya de hace treinta años y contó muchas falsedades sobre sí mismo —ella enderezó los hombros—. Me dio un poco de repelús. Tenía un mal presentimiento con la situación y decidí salir por donde no podía verme. No quería que me siguiera a casa. Pero usted no necesita saber todo esto, ¿verdad? —ella se inclinó para frotarse el tobillo y su pelo cayó hacia delante, oscureciendo su rostro.
Ethan miró un momento aquella cortina de oro brillante.
Inhaló su perfume. Floral. Sutil. Tanto, que se preguntó si no sería su champú lo que olía.
Jamás se involucraba emocionalmente con sus pacientes, pero, por alguna razón, sintió rabia contra el hombre que le había mentido a esa mujer.
—¿Por qué por la ventana? —preguntó. Apartó la vista de su pelo y miró su tobillo, que examinó con atención—. ¿Por qué no se ha ido por la puerta principal o por la salida de atrás de la cocina?
—La cocina se veía desde nuestra mesa. No quería que me siguiera. Y, para ser sincera, tampoco pensaba mucho, aparte de que quería escapar. Patética, lo sé. ¿Está roto?
—No parece —Ethan se enderezó. La lesión era real. El dolor de ella era real y él sospechaba que iba mucho más allá de un tobillo amoratado—. No creo que necesite una radiografía, pero, si empeora, vuelva o acuda a su médico de cabecera.
Esperaba que discutiera con él sobre la necesidad de la radiografía, pero ella se limitó a asentir.
—Bien. Gracias.
Era una respuesta tan poco frecuente, que él repitió para ver si lo había oído bien:
—No creo que sea necesaria una radiografía.
—Comprendo. Probablemente no debería haberle hecho perder el tiempo, pero no quería empeorarlo haciendo algo que no debiera. Le estoy muy agradecida y me alivia que no esté roto.
¿Aceptaba sin más su diagnóstico profesional? ¿Sin discutir ni maldecir? ¿Sin cuestionarlo ni amenazar con demandarlo?
—Puede tomar cualquier analgésico que tenga en casa —dijo.
Aquel era el momento en el que una gran proporción de sus pacientes exigían algo que solo se podía conseguir con receta.
O quizá era cierto que se estaba convirtiendo en un cínico.
Quizá necesitaba unas vacaciones.
Tendría unas pronto. La semana antes de Navidad. Una semana en una cabaña de lujo en Vermont.
Se reunía allí todos los años con familiares y amigos y ese año necesitaba el descanso más que nunca. Amaba su trabajo, pero la presión y el estrés se cobraban su precio.
—No necesito analgésicos, solo quería saber que no está roto. Camino mucho en mi trabajo —ella le sonrió con una dulzura que le nubló el cerebro.
En todo su tiempo en Urgencias, Ethan había lidiado con pánico, histeria, insultos y sorpresa. Se sentía cómodo con esas reacciones. Las entendía.
No tenía ni idea de cómo responder a una sonrisa como aquella.
Ella luchó por levantarse y él tuvo que frenarse para no tender el brazo y ayudarla.
—¿En qué trabaja? —dijo. La pregunta tenía relevancia médica, no la hacía porque quisiera saber más cosas de ella.
—Tengo un negocio de pasear perros. Tengo que poder moverme y no quiero que eso empeore la lesión.
Un negocio de pasear perros.
Ethan miró las pecas que adornaban su nariz.
No le costaba imaginársela paseando perros. Ni creyendo en Papá Noel.
—Si se dedica a pasear perros, quizá sea mejor que no use tacones de aguja —comentó.
—Sí, ha sido una idea estúpida. Un capricho. Estoy intentando hacer cosas que no hago normalmente y… —ella se interrumpió y movió la cabeza—. No tiene por qué oír esto. Está ocupado y yo le estoy quitando tiempo. Gracias por todo.
Aquella paciente le había dado más veces las gracias en los últimos cinco minutos, que todos los demás juntos en las últimas cinco semanas.
No solo eso, sino que, además, no había cuestionado su criterio médico.
Ethan, al que nunca sorprendía un paciente, estaba sorprendido.
E intrigado.
Quería preguntarle por qué intentaba hacer cosas que no hacía normalmente, por qué había decidido llevar tacones de aguja. Por qué había ido a cenar con un hombre al que había conocido en Internet.
En vez de eso, se mantuvo en un plano profesional. Le dijo que tenía que descansar, ponerse hielo y colocar el pie en alto, y todo el tiempo se sentía culpable por haber dudado de ella.
Se preguntó cuándo, exactamente, había empezado a recelar tanto de la naturaleza humana.
Definitivamente, necesitaba unas vacaciones.