Читать книгу Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan - Страница 9
Capítulo 3
Оглавление—Fue la peor noche de mi vida. Tengo que borrarla de la memoria —Harriet descansaba el tobillo herido en el sofá y hablaba con su hermana por teléfono—. Y, para colmo, acabé en Urgencias, donde el doctor Sexy-pero-Crítico obviamente decidió que era una fulana —todavía podía ver la expresión de la cara de él, como si no estuviera seguro de que la profesión de ella fuera del todo honorable.
Ella se preguntaba lo mismo los días en los que estaba rodeada de perros babosos.
—¿Era sexy? Dime más.
—¿En serio? Te digo que quedé con un acosador espeluznante y salté por una ventana encima de un contenedor de basura, ¿y tú solo quieres que te hable del doctor de Urgencias?
—Si era sexy, sí. ¿Le pediste una cita?
Para ser alguien que afirmaba que no le interesaba nada el romanticismo, la hermana gemela de Harriet pensaba mucho en los hombres.
—No, no le pedí una cita.
—Creía que intentabas ponerte retos.
—Tengo mis límites. Uno de ellos es insinuarme a un doctor que me está tratando en Urgencias.
—Tendrías que haberlo abrazado y haberle plantado un beso en los labios.
Harriet se imaginó la mirada horrorizada de él.
—Y luego te habría llamado desde la celda donde me habría encerrado la policía por agresión. Espera, ¿te estás riendo?
—Tal vez. Un poco —Fliss resopló—. ¿Hay imágenes del episodio de la ventana? Me encantaría verlas.
—Espero que no, porque no es algo que yo quiera revivir —repuso Harriet.
El recordatorio doloroso del tobillo era todo lo que necesitaba. Eso y la vergüenza que la invadía cuando pensaba en aquel momento en el hospital.
—Estoy orgullosa de ti —dijo Fliss.
—¿Por qué?
—Porque todo esto es muy impropio de ti.
—Eso es muy cierto —Harriet movió el tobillo y se preguntó cuánto tardaría en desaparecer la hinchazón. Lo último que necesitaba en su trabajo era una herida que le imposibilitara andar—. Es la última vez que le hago caso a Molly. Fue ella la que me dijo que probara las citas por Internet.
—Fue un gran consejo, es una experta en relaciones. Lo sabe todo sobre el tema.
Harriet pensó en las tres citas que había tenido últimamente.
—No todo.
—Ella domó a nuestro salvaje hermano. Eso demuestra que lo sabe todo.
—No es el mejor enfoque para una persona que tiene problemas con desconocidos. No reacciono muy bien cuando no conozco a la gente.
—Si no puedes andar, ¿cómo te vas a arreglar con el negocio?
—Voy a pasar a otros los paseos míos de los dos próximos días.
—¿Quieres que llame yo a alguien?
—No, ya lo he hecho yo.
—¿A paseadores de perros y a clientes?
—Ya está todo hecho.
—¿La señora Langdon también?
Ella Langdon era la editora de una revista rosa importante y a Harriet le aterrorizaba tratar con ella. Había tenido que concienciarse bastante antes de llamarla.
—Ella también. Ha usado su voz más impertinente, pero en conjunto no ha sido una pesadilla absoluta.
Y Harriet no había tartamudeado, que era lo más importante. Aunque hacía mucho que no le ocurría, todavía vivía con miedo de que ocurriera cuando menos lo esperaba. De niña, su tartamudeo le había acarreado las burlas de sus compañeros de clase. No sabía cómo habría podido sobrevivir sin su hermana gemela.
—Estoy impresionada. Es como hablar con una Harriet nueva. Y, en cuanto se te cure el tobillo, volverás a tener más citas.
—No lo creo. Las citas por Internet no son lo mío. ¿Y por qué iban a serlo? ¿Cómo vas a encontrar a alguien que te guste partiendo de un breve esbozo de su personalidad? Y la gente dice lo que quiere que veas. Es todo muy falso.
Y Harriet odiaba eso. ¿Qué sentido tenía? Si no podías ser sincero con otra persona durante dos horas, ¿cómo ibas a poder pasar cuarenta o cincuenta años con ella? Tal vez fuera poco realista esperar que una relación durara para siempre, quizá ella fuera una mujer muy anticuada.
Tenía la moral por los suelos. Unos meses atrás, le habría contado eso a su hermana, pero ese día se lo guardó para sí. Sentía un dolor detrás de las costillas que no sabía si era indigestión o una acumulación de sentimientos con los que no sabía qué hacer.
—En cualquier caso, es irrelevante, porque no iré a ninguna parte en los próximos días. ¿Cómo va todo por Los Hamptons? ¿Cómo están la abuela y Seth?
—Todo va bien —contestó Fliss—. La abuela está ocupada con sus amigas. Ya sabes cómo es. Es la persona con más vida social que conozco. Y Seth pasa mucho tiempo trabajando, pero yo también. Caminar por la playa es una bendición y aquí hay mucho más negocio del que nunca imaginé.
Y, cuando se trataba de buscar negocio, Fliss tenía el olfato de un terrier.
—Sin ti, los Rangers Ladradores no existirían —comentó Harriet.
—¡Eh!, puede que yo iniciara el negocio, pero eres tú la que lo mantiene en marcha. Los clientes te adoran y los perros también —Fliss hizo una pausa—. ¿Seguro que no quieres pasar la Navidad con nosotros? No he pasado ni una Navidad sin ti en toda mi vida. Va a ser muy raro.
—Será bonito —repuso Harriet. «¿Quién es la falsa ahora?», pensó—. Estarás con la familia de Seth.
—Pero tú también estás invitada. Y me gustaría que vinieras.
Harriet pensó en pasar la Navidad con un montón de gente a la que no conocía. Fliss se sentiría obligada a estar pendiente de ella. Sería agotador. Y, además, aquel sería el mayor reto de todos. Navidad sin su hermana gemela. Era como cortar el cordón umbilical. Si podía sobrevivir a eso, sobreviviría a cualquier cosa. Sería un buen modo de ganar en autoestima.
Siempre que sobreviviera.
—Quiero quedarme en la ciudad. Adoro Manhattan en Navidad —dijo. Esa parte era cierta. Le gustaba ver los escaparates y observar a la gente caminar por la Quinta Avenida cargada de bolsas y regalos—. Han anunciado más nieve. Será mágico. Me encanta la nieve, aunque, con la suerte que tengo, seguro que resbalo y me tuerzo el otro tobillo.
—Así volverás a ver al doctor sexy.
—Y, si ocurriera eso, seguramente pensaría que tengo que aprender a andar —repuso Harriet.
Había pensado mucho en él desde la noche anterior. Tenía unos ojos de un azul muy intenso. Unos ojos azules cansados. Ella no podía ni imaginar la energía que necesitaba para hacer su trabajo, lidiar con montones de personas en la sala de espera y con las urgencias de vida o muerte que llegaban en medio de una fanfarria de sirenas y luces parpadeantes.
Mientras esperaba en la sala de espera, había tenido tiempo de sobra para verlo en acción.
Había notado que se acercaban otros médicos a pedirle opinión, pero también que él había pasado tiempo hablando con una anciana que parecía perdida y confusa.
En aquel momento, ella no había podido evitar pensar que él lo era todo para todos.
Lo último que necesitaba era una segunda visita suya.
Cuando terminó la llamada a su hermana, había oscurecido fuera.
El apartamento le parecía más vacío y silencioso que nunca.
—De niña, la Navidad no fue nunca la mejor época del año para mí —dijo para sí.
Echó comida en el cuenco de Teddy, el perro salchicha del albergue de animales del barrio que tenía en acogida. Le encantaban los perros salchicha. Eran animosos, juguetones y muy, muy entregados. Adoraba la naturaleza afectiva de Teddy, sus bobadas y el modo en que se hacía un hueco en su cama. Hasta le gustaba el modo en que se negaba tercamente a salir cuando llovía.
—¿Sabes cuánto les gusta a otras personas? Son sus fiestas favoritas y se mueren de ganas de que lleguen. Empiezan a decorar justo después de Acción de Gracias y les encanta todo lo relacionado con esas fiestas. Yo no soy así. De pequeña siempre odiaba las navidades. ¿Tienes idea de lo que es el colegio para la gente que no puede cantar ni hablar con fluidez? Una pesadilla. En vez de las humillaciones diarias con las pocas personas con las que me relacionaba, tenía que soportar una humillación pública gigantesca. La peor de todas fue el año que tuve que cantar Noche de paz sola. Tendrían que haberla rebautizado como La noche tartamuda.
Teddy, comprensivo, adelantó las orejas y ladeó la cabeza.
Harriet pensó que lo bueno de los perros era que siempre simpatizaban con lo que oían. No importaba cuál fuera el problema. Teddy podía no entender las palabras, pero ella sabía que entendía el sentimiento. A menudo se preguntaba por qué los perros podían ser mucho más sensibles que los humanos.
—No era todo el mundo —continuó—. Sobre todo era Johnny Hill. Era el capitán del equipo de fútbol americano y me hacía sentir fatal.
Teddy colocó el hocico en la mano de ella y le dio un lametón reconfortante.
—Fliss se peleó con él a puñetazos. Tuvieron que darle ocho puntos en la cabeza y la expulsaron una temporada. Siempre me protegía. Lo cual era genial, pero supongo que me impidió aprender a defenderme sola.
Teddy gimió.
—Mañana te irás a tu hogar definitivo —Harriet acarició su piel sedosa y se dijo que era lo mejor. Al menos para Teddy—. Y eso está bien. A mí me parece bien, de verdad. Solo quiero lo mejor para ti y estoy segura de que eso es lo mejor.
Teddy puso la cabeza en su regazo con aire abatido. Harriet casi pudo convencerse de que entendía todo lo que le decía.
—Vas a ser el regalo de Navidad perfecto para ellos. La familia tiene una casa de fin de semana en el campo, con diecisiete hectáreas. Imagínate lo que puedes hacer con eso después de haber vivido aquí conmigo. No tendrás que hacer pis dos veces en el mismo árbol. Podrás escarbar y los dos sabemos cuánto te gusta eso. Y yo estaré bien. Después de un par de días, ni siquiera notaré que no estás aquí.
«Ahora ya le miento hasta al perro», pensó Harriet.
¿Qué le ocurría?
Teddy la miró y ella se dejó caer de rodillas e hizo una mueca cuando sintió el dolor en el tobillo.
—Dame un abrazo, precioso.
Teddy se lanzó a su pecho y ella lo abrazó, reconfortada por el calor de su cuerpo. La gente que lo adoptaba era una familia afortunada.
—El doctor dijo que tengo que ponerme hielo en el tobillo. ¿Te apetece ver la tele en el sofá? ¿Qué te parece Las chicas Gilmore?
Teddy movió la cola.
Harriet se tumbó con él en el sofá y pensó que un día se acurrucaría allí con alguien que no tuviera cuatro patas y agitara la cola. Alguien tan cariñoso y comprensivo como un perro, pero con más atractivo físico.
Quizá incluso un apuesto doctor de ojos azules.
Se riñó interiormente. ¿Por qué seguía pensando en él? Tenía atractivo físico, eso era innegable. Pero también había en él algo remoto e inaccesible, como si levantara una barrera entre sus pacientes y él.
Era sexy, sí, pero no era su tipo en absoluto.
Unos días después, a Ethan lo despertó su teléfono.
Extendió el brazo para agarrarlo y se cayó al suelo.
Lanzó unos juramentos aprendidos en Urgencias, lo recuperó debajo de la cama y contestó.
—Black al habla.
—¿Ethan?
—¿Debra? —al reconocer la voz de su hermana, se esforzó por despertarse—. ¿Va todo bien?
—No —la voz de ella sonaba espesa—. Ha habido un accidente.
—¿Quién? ¿Dónde? —Ethan se sentó en la cama, todavía en el estado de desorientación que se produce al ser despertado de un sueño profundo.
—Es Karen. La ha atropellado un coche.
—¿Qué?
Ethan se levantó, ya totalmente despierto. Estaba habituado a dar malas noticias, y menos acostumbrado a recibirlas. Su sobrina Karen estaba en el primer curso de universidad en California y disfrutaba de cada momento. Él la adoraba, probablemente porque hacía tiempo que había aceptado que era improbable que tuviera hijos propios. Su hermana era diez años mayor que él y el nacimiento de Karen, cuando Ethan tenía dieciséis, había sido todo un acontecimiento en su vida. En cierto sentido, era más su hermano mayor que su tío.
—¿Cómo se encuentra? ¿Quieres que llame al hospital y hable con el equipo médico?
—Ya lo he hecho yo. Le darán el alta pronto, pero no podrá apoyar la pierna en un par de semanas. Mark sigue en el lejano Oriente. Tomará un vuelo directo a San Francisco, pero tardará en llegar. Yo tengo que irme hoy. He conseguido billete en un vuelo de esta tarde.
Ethan miró la hora.
—Iré contigo.
—No puedes. Tienes que trabajar.
Aquello era cierto.
—La familia es más importante —contestó él—. Iré. Organizaré algo.
Intentó no pensar en los colegas a los que dejaría plantados ni en el trabajo de investigación que lo esperaba. Si su hermana lo necesitaba, lo necesitaba. Por lo que a él se refería, no había nada más que hablar.
—Puedo hacerlo sola, pero no te imaginas lo que significa para mí que te hayas ofrecido.
—Debra…
—No. Lo digo en serio. Puedo hacerlo.
—Si no quiere que te acompañe, ¿qué puedo hacer? Tiene que haber algo.
Hubo una pausa.
—¿Es una oferta sincera?
—Por supuesto —Ethan miró la hora y decidió que no merecía la pena volver a dormir—. ¿Qué necesitas que haga?
—Que te encargues de Madi unos días. Quizá más de unos días. Puede que pase una semana o más hasta que estemos en casa.
—¿Madi? —Ethan tardó un momento en comprender a quién se refería. Su hermana solo tenía una hija—. ¿Te refieres a la perra?
—Supongo que es una perra, aunque nosotros la consideramos más como a un miembro de la familia. Tiene características increíblemente humanas.
—¿Quieres que cuide de la perra? —Ethan se metió los dedos en el pelo—. No. No puedo, Debra.
—Has dicho que ayudarías. Que harías lo que fuera.
—Lo que sea menos eso.
—¿Estabas dispuesto a volar a California pero no te llevarás a mi perra? Esto es mucho más fácil.
—Para mí no. Estoy fuera de casa veinticuatro horas de cada veinticuatro.
—Razón de más para tener a Madi un par de semanas. Te dará una razón para ir a tu casa.
Ethan tenía la sospecha de que la perra le daría más cosas, ninguna de las cuales sería bienvenida.
—Hay una razón para que no tenga perro. Y es que no estoy en posición de darle a un animal el cariño y la atención que se merece.
—Esto es una emergencia. De otro modo, no te lo pediría. No sé cuánto tiempo estaré en la Costa Oeste. Karen me necesita —a Debra le tembló la voz—. Por favor. Te prometo que Madi no te causará problemas.
Fue el temblor de voz lo que lo convenció.
Ethan no recordaba haber visto llorar nunca a su hermana. Ni siquiera la vez en que le había metido una rana en la mochila.
Notó que empezaba a ceder. ¡Maldición!
—¿Por qué no le buscas una guardería de perros? ¿O un hotel para perros o como quiera que se llamen esos sitios?
¿Qué hacía la gente con sus mascotas? Ethan nunca se había parado a pensar en eso.
—Lo intentamos una noche, cuando a Mark le dieron aquel premio y tuvimos que ir a Chicago. Nos fuimos a pasar el fin de semana y la dejamos en una guardería canina, pero Madi casi se arrancó la piel de lo estresada que estaba. Ahora solo vamos a sitios donde podamos llevarla. Estará mucho más feliz con compañía humana.
Si la compañía humana era él, no.
—Yo no soy buena compañía después de un día en Urgencias. Creo que tengo eso que llaman fatiga de compasión.
—No necesita compasión, solo necesita comida, paseos y algo de compañía. Quiero que su rutina siga siendo lo más normal posible, así que seguiré usando la misma empresa de paseadores de perros de siempre.
—¿Paseadores de perros?
—Utilizo una empresa que se llama Rangers Ladradores. Cubren todo el lado este de Manhattan, así que no tendrán problemas en recogerla en tu apartamento en vez de en el mío. Y es una chica encantadora.
—¿Quién es una chica encantadora?
—Harriet. Mi paseadora de perros. Aunque no sé si «chica» es la palabra correcta. Debe de tener casi treinta años.
A Ethan le daba igual los años que tuviera.
—O sea que pasea al perro una hora al día.
—Dos. Irá dos veces.
—Dos horas al día. ¿Y qué pasa con el perro las otras veintidós horas?
—¿Quieres dejar de llamarla «el perro»? La vas a ofender.
—Razón de más para no dejarla con el insensible de tu hermano. Si es tan susceptible, no debes dejarla con una persona tan insensible como yo.
—Tú eres un doctor. No eres insensible.
—Hay una autoridad en la materia que dice que soy insensible.
—Si lo dices por tu exmujer…
—Se llama Alison, nos llevamos muy bien y su comentario estaba plenamente justificado. Soy insensible. Y no sé nada de perros.
—No es complicado, Ethan. Les das de comer y los paseas. Si quieres, puedes hablar un poco con ella, te lo agradecerá.
—¿Y qué hará el resto del tiempo?
—Dormirá feliz en su jaula.
Ethan miró a su alrededor. En el apartamento no se había movido nada desde que el servicio de limpieza pasara por allí dos días antes. En gran parte, porque él no había estado mucho allí. Un modo de asegurar que no desordenabas tu casa era no estar nunca en ella.
—¿Seguro que solo hará eso? —preguntó.
—Sí. Y, si lo haces, evitarás que se preocupe Karen. Madi es su perra —atacó Debra, que sin duda captaba su debilidad—. Toda la familia te da las gracias.
Ethan sabía que estaba derrotado Y la verdad era que estaba demasiado preocupado por su sobrina para pensar mucho en los detalles de cuidar de un perro.
—Llámame en cuanto llegues. Y, si no te convence lo que le han dicho en el hospital, dímelo y haré unas llamadas. Conozco a algunas personas allí.
—Tú conoces a todo el mundo.
—Nos conocemos en los congresos. Este mundillo es increíblemente pequeño. ¿A qué hora traerás a esa perra?
—De camino al aeropuerto. La sacaré a pasear antes de llevártela y organizaré que Harriet vaya a buscarla luego. ¿Cuándo te viene bien?
«Nunca me viene bien».
—¿Esta noche? Intentaré salir pronto.
—Bien. Le daré mi llave de tu apartamento por si llegas tarde y así puede entrar y recoger a Madi. Practica a llamarla por su nombre, Ethan. Madi. No «el perro». Madi.
—Tengo que dejarte. Tengo dos horas para dejar mi casa a prueba de perros, perdón, a prueba de Madi.
—No es necesario. Es muy civilizada.
—Es una perra.
—Te va a encantar.
Ethan lo dudaba. Sabía que la vida casi nunca era así de sencilla.