Читать книгу El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas - Óscar Hornillos Gómez-Recuero - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 3
De lo que acaeció en el bosque
Tres guardias de lord Mork se habían aventurado en el bosque de Brancos. La lluvia había cesado por completo, y el cielo estaba oculto por nubes obscuras. Algunas de ellas mostraban tonos azul amarinado, creando un ambiente puramente otoñal que solo dejaba sitio a la nostalgia. Los soldados habían vuelto a andar el camino hasta el punto donde habían encontrado a los hijos de lord Byron. Se sentían nerviosos mientras atravesaban el verdoso lugar, un bosque conformado por robles, nogales y pinos norteños que eran algo más chaparros y fuertes que los del sur y hayas, todo ello arropado por una frondosa vegetación de tipo bajo.
Se respiraba un ambiente raro, el aire era muy espeso, y los hombres de Mork no hablaban entre sí. Ni siquiera emitían otro sonido que no fuera el de sus pisadas. Por momentos parecía que el bosque hubiera cobrado vida, una vida lenta, pero firme. Uno de los soldados, el que era más mayor, de unos 50 años, dijo, en voz muy baja:
—Hay algo en el bosque. ¡Estad atentos, nos están acechando!
Continuaron avanzando durante unos diez minutos a paso muy lento. Cada vez que avanzaban más, más lento proseguían. Era como si supieran que se acercaban a una muerte segura. Al fin llegaron al lugar. Todavía se podían ver las huellas del cuerpo de Egon, y de las pisadas de los guardias sobre el lecho del bosque. El hombre más mayor dijo de nuevo a los otros dos:
—Tú mira por allí, y tú por allí. Yo lo haré por aquí. De esta manera, cubriremos todo el área.
Los hombres de Mork miraban muy cuidadosamente por los entresijos de la vegetación de helechos y las bases y copas de los árboles. El soldado de edad más avanzada buscaba un nogal rojo, como había dicho lord Mork a su capitán. No muy a lo lejos, al fondo de la ladera en la que buscaban, se podía oír el relajante sonido del río Verde mientras atravesaba el bosque. Era una búsqueda pausada, nerviosa y a la vez relajada para los soldados. Todo se vio interrumpido por un sonido mezcla de gutural y bronco. Los tres hombres, que estaban separados unos 20 metros unos de otros, miraron al tiempo hacia el río, que era de donde venía el ruido que les interrumpió. Quedaron inmóviles y atónitos durante unos segundos y, al no oír nada más, continuaron con la búsqueda. Pero, en el fondo de su alma, sabían que había algo más allí con ellos, que no estaban solos, y que tenían que encontrar al chico cuanto antes para marcharse de aquel lugar.
Uno de los hombres vio un nogal rojo, y alzó uno de sus brazos, el cual mostraba su brazalete negro. Era la señal de aviso a los demás, que lentamente, y procurando hacer el menor ruido posible, se acercaron a su compañero. Este, que ya había llegado al árbol en cuestión, lo inspeccionó. No tardó mucho en darse cuenta de su hallazgo.
—¡Aquí estas! —dijo.
Los demás soldados negros ya estaban a su espalda. La oquedad donde había quedado el joven lord Byron era muy pequeña y estrecha, y solo uno de los soldados, el primero que llegó al lugar, podía contemplar al chico. El soldado más mayor quitó de en medio, de un empujón, al que había llegado primero.
—¡Aparta! —dijo. Se agachó para poder acceder donde estaba el joven y asirle. Al tiempo que lo hacía, notó cómo el hueco donde lord Byron se encontraba se hacía de golpe obscuro, tanto, que ya no podía ni contemplar la figura del niño.
Los dos soldados negros que se encontraban a su espalda gritaban amargamente en el aire, mientras el viejo soldado observaba, con el rabo del ojo, cómo ocurría todo. Soltó su espada de golpe, y ni siquiera pudo articular ni un simple movimiento. Un sonido grave y estremecedor le llegaba al oído; había algo enorme y peludo a su espalda. Se giró, y observó una especie de hombre, desnudo, muy velludo y de un enorme tamaño, al menos de unos ocho o nueve metros. Su pelo era de color gris obscuro. Mientras miraba la escena atónito, la bestia le asió de la cintura con su enorme mano. Cuando el homínido comenzó a apretar su mano, el soldado estalló en pedazos, quedando sus vísceras esparcidas por todo el espacio boscoso que rodeaba al nogal rojo. La escena era dantesca, pues sus ojos habían salido de sus cuencas, aunque aún estaban unidos a su cara. El gigante soltó con desgana los pedazos que quedaban en su mano y se dispuso a agacharse para ver qué había dentro de aquel árbol.