Читать книгу El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas - Óscar Hornillos Gómez-Recuero - Страница 12

Оглавление

Capítulo 5

El duro camino hasta el frente

En su primer día de marcha, el rey y sus tigres negros pudieron ver en primicia la dureza del norte; sus lluvias constantes ablandaban en demasía la tierra, y hacían que a hombres y bestias les supusiera mucho esfuerzo avanzar. El camino era verde a ambos lados: numerosos bosques de pequeño tamaño salpicaban las faldas de las montañas, que ya se empezaban a elevar. Así, el camino se iba haciendo más duro de andar, sobre todo para los caballos. Muchos jinetes habían optado por avanzar a pie, asiendo de las riendas a su animal. Lord Byron avanzaba algo delante del rey; este permanecía aún en su caballo, de color blanco, que apenas se había ensuciado las pezuñas de barro, a diferencia del resto de caballos del estandarte del tigre negro.

El rey era un hombre reservado: mucho se había hablado de su condición en la capital, mucho y a lo largo de muchos años. Quedó huérfano por la enfermedad de su padre a temprana edad, y de su madre a más temprana edad todavía. Con la muerte del rey Ark padre, se dio la necesidad de que el joven rey Ark reinara sobre toda la isla del Ulmen. Se apoyó bastante en los dos duques que dominaban los territorios del norte, lord Byron, del castillo Gris, y lord Glim, de la porteña y comercial ciudad de Ávalon. El rey no había conocido esposa, y ya rondaba los 40 años. Por ello, las gentes de su ciudad cuestionaban su condición viril. Era tema tabú en todas las cortes que el rey visitaba. Durante su estancia en los lugares, nadie osaba a hablar de este tema ante el rey, pero, en el fondo, los señores del norte sabían que esto era un problema para la continuidad del reino. La familia White había dominado la isla del Ulmen desde tiempos inmemoriales.

A mitad de jornada, las huestes habían parado para comer. Algunos hombres del rey mostraban en sus rostros algo de preocupación. De los bosques cercanos venían algunos sonidos agudos de dudosa procedencia animal. Parecían señales, señales de ojos que observaban a las tropas invasoras. El camino que atravesaban era conocido como el camino del Infierno, debido al lugar directo al que se dirigía, pero era la ruta más rápida para llegar al estrecho del Nak y a las fortalezas del norte desde el castillo Gris.

Las tropas habían atravesado los montes Nuik, muy próximos al castillo Gris. Ahora se encontraban sobre un gran y verdoso llano, con continuos bosques de pequeño tamaño que volvían a salpicar el terreno de nuevo. Los hombres de lord Byron y del rey terminaban su almuerzo, jugaban a los dados sobre el lecho, charlaban, o bien descansaban recostados. La lluvia hacía más de una hora que había cesado, y permitía este remanso. Tras más de una hora de descanso, lord Penten hizo una señal levantando su brazo, y las tropas del águila gris se pusieron en movimiento, y, tras ellas, las del rey, que estaban capitaneadas por lord Mirror. Era hombre de confianza del rey y, en caso de combate, sería quien dirigiría a los estandartes del tigre en batalla.

El camino era ya mucho más fácil de completar, tanto a pie como a caballo. La llanura boscosa se extendía hasta donde la vista alcanzaba. La fila de hombres y bestias se prolongaba por más de tres kilómetros. Continuaron caminando con la misma cadencia hasta el atardecer. Al final de la jornada pudieron vislumbrar, en la lontananza, las montañas Viejas: era el preludio de las tierras obscuras. Tras estas moles de piedra se encontraba el objeto de su viaje.

Los soldados hicieron el campamento con gran celeridad, notándose sus dotes para este fin. Eligieron una zona algo apartada de los bosques, como tomando precauciones hacia estos. La noche trajo lluvias, pero no hizo callar los ruidos de los animales del bosque, que completaban la escena dando un toque misterioso que a algunos soldados no agradaba, al no saber que ruidos eran de animales y cuáles no. Se prepararon carnes hervidas en enormes ollas que viajaban en carros. La carne fue acompañada por pan ácimo y por una especie de puré de judías que no agradó mucho a los hombres del rey. En la parte exterior del campamento se colocaron soldados cada pocos metros, y siempre junto a fuegos. A cada vigía le acompañaba un cuerno de carnero colocado a modo de collar junto a su pecho. Esta última precaución había sido tomada a petición de los hombres del rey. El duque North, el rey y sus hombres de confianza, lord Penten y lord Mirror, se hallaban en una de las tiendas.

—Todo el perímetro está asegurado, mi señor —dijo el duque al rey.

—Mis hombres están un poco nerviosos, pero esos ruidos del bosque no nos deben preocupar —le contestó el rey.

—Estamos muy cerca de las aldeas norteñas; no es descabellado pensar que los hombres obscuros hayan llegado hasta aquí —de nuevo, lord Byron le habló al rey.

Lord Penten se acercó a una mesa que se encontraba en el centro de la tienda, y observó detenidamente las piezas allí colocadas. Estaba todo dispuesto en una especie de mapa que representaba las tierras más al norte de la gran isla del Ulmen. Los arqueros, huestes bárbaras y los soldados del rey Ark se distinguían fácilmente unas de otras. Parecía una obra recreada para desarrollar una batalla sobre el mismo tablero hasta sus más últimas consecuencias. El resto de señores se acercaron al lugar donde se encontraba lord Penten.

—En mi opinión, lo más seguro es tomar las aldeas del oeste de las montañas Viejas. Asegurar nuestra posición allí y alcanzar la fortaleza Oeste después. Dejaríamos hombres para taponar la salida al camino del Infierno; así guardaríamos las tierras que hemos dejado atrás —procedió lord Mirror.

—Pareces un buen estratega, lord Mirror. Está claro que no podemos dividir nuestras fuerzas; sería mejor dejar el paso oeste hacia el castillo Gris defendido —le dijo lord Byron.

—Así obraremos, pues —cerró el rey de la ciudad Inmaculada.

Mientras hablaban, comenzaron a sonar varios cuernos por todo el campamento. Al tiempo, se escucharon voces de soldados en el exterior, anunciando un ataque. Los cuatro hombres salieron, al tiempo que iban desenvainando sus espadas. «Hombres obscuros», se pronunciaron algunos soldados.

Venían hombres de todas partes. Hombre de capas y vestiduras muy obscuras, incluso muchos llevaban las ropas raídas, como si llevaran mucho tiempo alejados de un lar. Su aspecto era similar al de los norteños; pelo obscuro al igual que su piel, y ojos negros como el lodo. Los hombres de lord Byron y los soldados reales contraatacaban. Flechas, lanzas y espadas blandiéndose constituían el alma de la batalla. Varios bárbaros se aproximaron a los cuatro señores que salían de la tienda. Las espadas chocaban, al tiempo que algunas flechas volaban por encima de sus cabezas.

La refriega continuó por algunos minutos. Tras el ataque, quedaron por el espacio numerosos cadáveres esparcidos. Casi todos eran hombres obscuros. Los hombres del norte contaron siete bajas, y los del sur, 12. Los enemigos eran algo más de 100.

—No tiene sentido este ataque. 100 hombres atacan a más de 4000 —propuso lord Penten.

—¡Estaban buscando algo, eso seguro! —le explicó su duque.

El rey Ark apretó su mano contra un objeto que llevaba en su pecho. Al contemplar el gesto, pareciere que fuera un colgante, y así lo pensó lord Byron, el cual miró con recelo al rey sin que este se percatara.

Los soldados hicieron pequeñas piras para los cuerpos de sus compañeros. El resto de cuerpos fueron quemados todos juntos en una gran hoguera en el exterior del campamento. El día se hizo en el campamento por momentos, y el olor a cuerpo quemado obligó a la mayoría de los hombres a buscar el cobijo de sus tiendas. Ni siquiera la lluvia, que no dio tregua a lo largo de toda la noche, pudo mermar el fuego que había iniciado el aceite que bañó los cuerpos.

La luz del nuevo día dejó ver el resto de marcas de la batalla. El suelo estaba plagado de flechas, restos de sangre y algunas espadas y hachas que los soldados recogían. Mientras se preparaba el desayuno, que era una especie de caldo que se hacía con unas hierbas norteñas, y que era muy calórico, la mayoría de los hombres recogía el campamento. La marcha debía continuar; estaban muy cerca de las montañas Viejas y, por consiguiente, de la fortaleza Oeste y de las primeras aldeas norteñas. Nada de lo que fuesen a encontrar era seguro, pero tenían que desvelar el sino que había llegado al norte de la gran isla del Ulmen, y nada les iba a detener. Los aldeanos que allí vivían tenían derecho a ser liberados del mal que se hallaba en sus tierras; largos años de pleitesía a los duques North y, por consiguiente, a la casa White, les hacían partícipes de ese derecho.

La comitiva bélica continuó avanzando hacia el norte; las montañas Viejas cada vez se hacían más prominentes, y los soldados norteños no podían sino admirarse de su belleza. Largas cadenas de niebla coronaban sus cimas, fabricando un techo natural que daba cobijo a los valientes hombres que venían de más al sur. Los aislados bosques de hayas fueron tornando a espesos y amplios, y la variedad de vegetación se hacía más patente a medida que avanzaban. El suelo era cada vez más verde si cabía, y la primera aldea norteña se erigía imprudente y en llamas a la vista.

Las sonoras cascadas que caían por los valles no enmascaraban la triste realidad que esperaba a los soldados del tigre negro y del águila gris. Cuando los hombres de ambos estandartes llegaron, encontraron chozas calcinadas y cadáveres esparcidos por el suelo mientras eran devorados por cuervos y hurracas. Los soldados recogieron los cuerpos y privaron a las carroñeras aves de su festín, haciendo piras funerarias con la leña de los bosques cercanos.

—Estamos a menos de media jornada de la fortaleza de que disponemos en el oeste de estas tierras, mi rey —dijo el duque Gris lord Byron.

—Pararemos para el avituallamiento de las tropas y proseguiremos —ordenó Ark White.

Ya era casi mediodía, y los soldados y señores comieron similares viandas a las de la jornada anterior, dando un toque monótono pero necesario al viaje, ya que, en este tipo de empeños, siempre se buscaban víveres resistentes a los viajes que se iban a prolongar.

El periplo continuó tras la comida, y a media tarde llegaron a la fortaleza del Oeste de las tierras del norte. Era un castillo bien fortificado, y la bandera verde con el águila gris ondeaba, pero lo hacía a media asta, guardando el luto. Era visible desde la lejanía, pues se movía por efecto del viento desde lo alto de una almenara. La piedra del castillo daba talla de su resistencia, y eso a lord Byron le reconfortó: sabía que sus hombres habían mantenido firme la figura del águila y, por consiguiente, el dominio sobre el territorio. Lord Penten dio la orden, y uno de los soldados que cabalgaba próximo a él tocó el cuerno. El grave sonido retumbó en los verdes valles, y, como un virus infecta un cuerpo, el sonido se extendió por todo el terreno que les circundaba. La comitiva quedó quieta, a la espera de señales. La puerta del castillo se abrió, y un hombre a caballo cabalgó hacia ellos. El jinete cabalgaba como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás, sin vacilar. Parecía que la muerte le persiguiera, y el hombre así lo supiera. De los bosques circundantes varias flechas volaron hacia él, y dos de ellas acertaron en su pecho. Esto no detuvo su marcha, pues llevaba una fuerte coraza de acero norteño. Una tercera flecha hizo diana en su cabeza, y el jinete cayó muerto cuando apenas había recorrido 200 metros desde la puerta de la fortaleza. Lord Mirror gritó:

—¡Hombres, hombres obscuros por todas partes!

Al tiempo, varios cuernos en el interior del castillo comenzaron a sonar al unísono, avisando a los visitantes del peligro. De los bosques cercanos salían hombres por centenares y, tras ellos, el bosque temblaba como lo hacían los charcos del suelo. Las ramas de las copas de los árboles se movían de forma descontrolada, y, tras los bárbaros obscuros, los soldados de ambos estandartes pudieron contar ocho trols negros.

—¡Trols, trols! —gritó uno de los soldados:

—¡Preparad los arqueros y retrasadlos, lord Penten! —fue la orden de lord Byron.

—¡Arqueros, conmigo! —alzó la voz su capitán.

Lord Penten retrasó a los arqueros, ya que caminaban tras los jinetes que lo hacían en la avanzadilla. Los cuernos del interior del castillo habían cesado. Las hordas bárbaras, seguidas de sus trols negros, se aproximaban hacia ellos. No tenían jinetes, y casi todos los hombres iban armados con espadas. Los trols llevaban grandes hachas de acero cada uno, y los pocos arqueros de los que disponían ya disparaban sus flechas desde la retaguardia contra los hombres del rey y de lord Byron.

Lord Byron tiró fuertemente de las riendas de su negro caballo, y este relinchó fuertemente mientras se recolocaba sobre el terreno. El señor del Norte gritó:

—¡Caballería, al frente!

Todos los caballeros empezaron a arremolinarse mientras iban formando varias hileras. Cada vez llegaban más caballeros, y más hileras se formaban. Las hordas obscuras estaban ya a unos 500 metros cuando lord Byron lanzó al viento un grito de guerra. El suelo sonaba como 1000 tambores; los caballeros de ambos estandartes partían la lluvia al dirigirse hacia su objetivo. El rey Ark se había incorporado al ataque; aunque algo más retrasado, también lo había hecho lord Mirror; el gran guerrero que se había forjado en las tierras del sur no se alejaba de su señor. Y así, hombres barbudos y de cabello obscuro junto a hombres, la mayoría imberbes y de pelo blanco, dirigían sus vidas y a sus valientes caballos contra el invasor. Los bárbaros de las tierras cenagosas de más allá del estrecho del Nak no se amedrentaban, y blandían al aire sus hachas y espadas.

El choque de ambas fuerzas fue efímero y a la par violento. Los caballos y sus jinetes se abrían paso fácilmente bajo la infantería obscura, pero, al avanzar varios metros, muchos de los jinetes eran derribados y caían. La infantería cargaba contra las tropas obscuras tras la caballería, y no habría de pasar mucho tiempo entre sendos ataques. Los arqueros, a la espalda de ambos grupos militares, nublaban el cielo con sus flechas.

Hombres de toda índole caían en el campo de batalla, tiñendo de sangre el verdor del valle. El ataque era intenso, pero más intenso comenzó a ser cuando los trols negros entraron en batalla. Esta raza era la más grande conocida, y sus hachas hacían estragos en la trifulca. Derribaban jinetes y cortaban por la mitad a hombres obscuros o venidos de más al sur. Lord Byron combatía valientemente en el ardor de la batalla; el rey lo hacía un poco más en la retaguardia, junto a lord Mirror. Los tres jinetes se libraban de enemigos desde sus caballos. Era digna de ver la destreza con la que el rey Blanco combatía. Sin duda, un hombre para los despachos en la ciudad Inmaculada, pero también un gran guerrero en batalla.

Uno de los trols, el cual tenía el pecho plagado de flechas, se aproximó, gritando un sonido gutural, hacia lord Byron. Era una bestia de unos cinco metros de altura. Su pelo era negro y pardo en su barriga. Sus ojos negros parecían dos piedras que no mirasen a ningún sitio. El golpe de hacha cayó sobre el duque; este lo esquivó con maestría. Lord Byron quedó en posición próxima al trol, y atravesó su corazón con su espada desde el caballo. El animal lo asió de la cintura con su mano e intentó aplastarlo, pero su corazón no soportaba ya ni el peso de su propio cuerpo, y yació en el suelo: ahora el duque combatía a pie. Extrajo su espada del pecho del trol y derribó a un enemigo que se le aproximaba por la espalda.

Muy cerca de allí, el rey Ark y lord Mirror combatían juntos. Las innumerables tropas del tigre negro mantenían alejados a los trols de su señor. Uno de los bárbaros derribó el caballo del rey, que cayó al suelo. Cuando la espada del hombre obscuro estaba a punto de alcanzar al rey, lord Mirror mató al bárbaro norteño. Se dirigió rápidamente al rey para asirlo y levantarlo, pero este se incorporó de forma autónoma. El rey volvió a su caballo, y ambos hombres prosiguieron el combate. Lord Penten había ordenado a sus arqueros que disparasen las flechas hacia los pocos arqueros obscuros; así se aseguraba no herir a sus propios compañeros y diezmar los pocos efectivos con arco del enemigo.

Así y todo, muchas flechas cayeron sobre el centro de la batalla. No era especialidad de lord Penten el dirigir a los arqueros, pero así se lo había ordenado su duque. Las puertas del castillo se abrieron, y unos 200 hombres a caballo salieron de la fortaleza Oeste para atacar la retaguardia enemiga. Las escaramuzas continuaban, al tiempo que los nuevos combatientes se acercaban. La lluvia se hizo intensa por momentos, y el cansancio se apoderó de algunos combatientes.

El ejército bárbaro intercalaba hombres equipados con negras armaduras y obscuros yelmos, que se confundían con las de los hombres del tigre negro y hombres únicamente vestidos con sucias y rasgadas vestiduras. Las bajas se multiplicaban en ambos bandos, pero la merma era más evidente del lado bárbaro. Cuando las nuevas armaduras grises del águila norteña se incorporaron al ataque, los invasores quedaron completamente rodeados. Sin arqueros, solo la infantería en pie, y sobre todo los trols, suponían una amenaza. Fue duro derribar a dos de ellos, los más grandes, de unos seis metros. Eran más fuertes que el resto, y sus cicatrices daban cuenta de su supervivencia en anteriores batallas. Las bestias fueron rodeadas por la infantería y la caballería.

Las bajas eran constantes por los golpes de hacha de los trols; a la par, las flechas de los hombres dirigidos por lord Penten agujereaban los cueros de sendos trols negros. Todo terminó cuando el último cayó. Dos de los soldados degollaron a los monstruos, que ya estaban muertos. La sangre salía por sus gargantas a borbotones, y manchaba las botas de los dos soldados. Todo en derredor suyo quedó marcado por la sangre diluida. La lluvia ahora apenas dejaba ver. El sol hacía intenciones de ocultarse, y obscurecía cuando la batalla expiró. Lord Byron miró a uno de los soldados que había salido del castillo; tenía la insignia de plata del águila gris que solo los capitanes llevaban, pero no era el capitán Valinor, el cual había sido nombrado defensor de la fortaleza del Oeste por el propio lord Byron dos años atrás.

—¿Dónde está el capitán Valinor, soldado? —preguntó, con gesto preocupado, lord Byron.

—Cayó por una flecha en el primer ataque a la fortaleza, mi duque. Hemos defendido la fortaleza en un largo asedio de dos semanas, mi duque —le dijo el soldado destacado.

—¿Por qué razón lleváis la insignia del águila de plata? —le preguntó de nuevo.

En voz baja, y como no queriendo ser escuchado por el resto de hombres del castillo, dijo:

—Los hombres necesitan un líder, mi señor. Y moral.

—No os la quitéis ya: habéis demostrado arrojo al defender este sitio del enemigo obscuro. De hoy en adelante, sois el capitán del castillo. Mañana celebraré una ceremonia para formalizar este hecho. ¿Cómo os llamáis? —contestó, lleno de orgullo, lord Byron.

—Fíon, mi señor.

—Mañana seréis nombrado capitán de la fortaleza ante el rey —le dijo a su hombre.

La noche presentó sus credenciales, y la segunda jornada desde la partida tocó a su fin. El recuento de víctimas quedó pendiente para la mañana, y los señores fueron llevados al castillo. El campamento militar se organizó en poco tiempo en derredor del castillo también. El rey Ark y lord Byron podrían así disfrutar de las pocas comodidades que ofrecía aquel lugar; comida y agua caliente, y un lecho donde dormir.

El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas

Подняться наверх