Читать книгу El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas - Óscar Hornillos Gómez-Recuero - Страница 9

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Capítulo 2

Primero el rey Blanco, luego la familia

La entrada al edificio principal del castillo era amplia; tras una escalera de piedra gris obscura se llegaba a una puerta de madera encuadrada sobre un enorme marco de metal. A su vez, la puerta estaba ornamentada con pequeños escudos de metal con el águila gris. Estaban repartidos de forma regular por toda la superficie externa de la puerta. La nave principal del edificio la constituía un largo pasillo de unos 50 metros de longitud. A sendos lados, dos bosques de columnas serpenteaban toda la sala: eran columnas blancas de un mármol que no se veía por allí, como si hubieran sido encargadas de muy lejos. Al fondo del pasillo se hallaba una gran sala con una bóveda imponente de piedra, que miraba de frente a un pulido suelo del mismo mármol del que estaban hechas las columnas. El objeto principal de la sala, con varias puertas de madera en sus flancos, era ser observado por las miradas de los duques sobre los dos tronos ducales que se encontraban en un altar, al que se accedía después de subir dos escalones de piedra.

Las numerosas antorchas de las paredes iluminaban los rostros de los duques y de sus hijas. Al ver Egon a la esposa de lord Byron, esta comenzó a llorar, y lo mismo hicieron sus hijas. Las tres eran de cabellos morenos y ojos obscuros. Sus pieles eran de un blanco tenue, como el brillo de la luna en una noche clara. Eran todas ellas altas, pues la más pequeña de las hermanas tenía ya 12 años, y su hermana, 15. Sus vestiduras, al igual que las del duque, estaban limpias y lavadas, y la calidad de las telas que vestían indicaba la procedencia y el poder de la familia en esas tierras.

El primo de su padre, Mork, también se encontraba allí. Vestía un elegante traje de escamas negras, del que resaltaban sus duras hombreras. Sus guardias le escoltaban, y vigilaban a la familia de Egon, que se encontraba maniatada. Su padre miró a Egon. Su cabello era moreno y liso, y sus ojos marrones brillaban como si huyeran de la inquietud del no saber qué había sido de su hijo menor, Byron. Egon le miraba, y parecía que los dos hablaran en un lenguaje que solo ellos entendían. Su padre parecía por momentos ansioso y, antes de que pudiera decir nada, Egon sonrió levemente para tranquilizar a su padre. Byron pareció comprenderlo, y se tranquilizó al tiempo. Lord Mork parecía turbado al no ver al pequeño Byron. Miró, como inspeccionando a los guardias que habían entrado en la sala y a Egon, y añadió:

—Veo que falta un preso, capitán.

—Mi señor, este malnacido lo escondió en el bosque —dijo el capitán.

—¿Y los perros? —replicó el duque de Ávalon.

—Debió ser algún truco norteño. Están fuera, mi señor —contestó el capitán, con la voz algo dubitativa.

—Ya veo; este chico conoce trucos y sabe de árboles, por lo que veo.

Al tiempo que lord Mork hablaba así, golpeó a su primo lord Byron, dándole un fuerte puñetazo. Mork era un hombre fuerte, pero su primo no lo era menos, por lo que no llegó a caer al suelo.

—¡Buscadle! Está en el bosque, no debe de estar lejos de donde encontrasteis a este. ¡Buscad nogales rojos! Debe de estar cerca de uno —le dijo lord Mork a su capitán.

—Sí, mi señor —añadió el capitán, a la par que golpeaba su pecho con el puño cerrado. Así, los guardias captores abandonaron la sala, quedando en ella Mork, lord Byron y el resto de su familia y guardias que les vigilaban.

—Sabes muy bien que necesito al chico para el rey Blanco. Los propósitos del rey Ark son y deben ser la prioridad —habló así lord Mork a su primo.

—Eres una rata, y no mereces llevar el título que te fue otorgado —le contestó este.

—Mi título permanece en mí porque no me niego a ninguno de los designios del rey, no como tú, que antepones tu familia a las órdenes de su majestad. Por eso, tú y tu esposa moriréis esta noche, y no veréis más el sol. Tus hijas serán vendidas en alguna ciudad lejana, en el sur, y pagarán mucho por el linaje al que pertenecen. Esclavas o zorras, quién sabe cómo acabarán. Ja, ja, ja, ja —rio con voz ronca—. Tan solo basta tu vástago —dijo ahora, ralentizando la voz, aunque con la misma tonalidad ronca que acostumbraba— para completar la ejecución. —La voz de lord Mork se agravó, más si cabía, al terminar su alegato.

—Has olvidado tu historia, tu linaje, a tus ancestros y tu apellido. Mi padre y nuestro abuelo se revolverían en su tumba si te vieran —le dijo su primo.

—Ellos consiguieron elevar el apellido North, y consiguieron el ducado gracias a los antiguos reyes Blancos. Ahora el heredero del reino te pide, no, te ordena, que le entregues una cosa, una cosa que no es tuya, por cierto, y te niegas. ¿Quién ha olvidado la historia? —replicó lord Mork.

—Este chico es muy importante para nosotros: nos salvó de la muerte más allá del Nak —contestó ahora lord Byron a su primo.

—Lo encontraste en las inmediaciones de una tierra inhóspita. Una tierra que alberga a los enemigos de nuestro rey. Bueno —dijo, ahora con ironía—, del mío. Somos nobles, primo, y, como tal, nos debemos al rey por encima de todo. Es algo que a ambos nos enseñaron desde niños, pero que parece que solo yo pongo en práctica —finalizó lord Mork.

Mientras la conversación tenía lugar, las hijas de lord Byron habían comenzado a llorar amargamente, y su esposa permanecía impasible y con mirada de desprecio hacia Mork. Lord Mork se movía con lentitud, y a la vez con seguridad, alrededor de la familia cautiva, y los soldados permanecían tras los nobles North. Al fin, lord Mork añadió:

—Llevadlos a las mazmorras. Estoy dispuesto a esperar al pequeño Byron —y, aumentando el volumen de la voz ligeramente, dijo—: este linaje de traición debe ser extinto.

Tan pronto como lady Shala, la esposa de lord Byron, pasó frente a Mork, le escupió en la cara, y este quedó, por instantes, inmóvil al hecho en sí. Luego de esto se limpió con su mano izquierda, y sonrió falsamente a la dama. Lady Shala provenía de una familia de Ávalon, una rica familia de nobles que había resultado agraciada con el matrimonio con lord Byron. Era una mujer con un fuerte carácter, y muy entregada a su marido y a su causa.

Para lord Byron, la defensa del reino del Norte era muy importante, y se había entregado a ella desde hacía muchos años, casi desde su temprana juventud, cuando su padre aún era señor del territorio que hasta hoy había dominado. En uno de sus muchos viajes a Ávalon para disfrutar de sus fiestas y torneos había conocido a la que era su esposa; una mujer que quedó prendada de él por su manera de manejar la espada en los torneos, y mucho más por su nobleza y gran corazón. Pero ahora solo cabía esperar, esperar lo inevitable. Y tener la esperanza de que el pequeño Byron pudiera sobrevivir a esta noche obscura que se había avecinado.

Tuvo tiempo el joven Egon de narrar a lord Byron las andanzas sucedidas en el bosque de Brancos, pues todos los miembros de la familia permanecían juntos en uno de los calabozos del castillo. Las paredes aquí eran tétricas y llenas de telarañas, como las que les habían ido precediendo por los pasillos que les habían conducido a donde ahora se encontraban. Las puertas de las mazmorras no desentonaban con el lugar en absoluto; eran de un hierro antiguo, muy antiguo, que pareciera más antiguo que la propia fortaleza, y estaban también adornadas con tela de araña. Lord Byron rezaba ahora por su hijo, pedía a los antiguos dioses que lo protegieran, así como se lo pedía a los señores del bosque. «Velad por mi hijo», repetía incesantemente.

No habían transcurrido ni unos minutos desde que la familia North llegó a los calabozos cuando varios guardias negros, que ahora se movían por el castillo como si fuera de su amo y señor, llegaron y sacaron de allí a Egon, pese a los intentos de los duques y sus hijas por impedirlo. Las espadas y lanzas de los hombres de Mork marcaban el camino entre lo que se podía y no se podía hacer.

—Vamos, avanza —le procedía un guardia al joven, al tiempo que avanzaba por los pasadizos de la fortaleza.

—¿A dónde me lleváis? —contestó Egon.

—¡Lord Mork quiere verte, y te quiere ya! ¡No le hagas esperar y muévete! —le replicaron.

Egon había llegado a una estancia muy lujosa, muy conocida por él, ya que se trataba del despacho de lord Byron. Era un lugar adornado con rojas alfombras de terciopelo, y en las paredes miraban al visitante numerosas cabezas de animales que habían sido abatidos en cacerías en otro tiempo: jabalíes, ciervos, corzos… Al fondo iluminaba la habitación un enorme ventanal, y otros dos a los lados de la estancia. Estos últimos más pequeños, y con la parte superior de forma circular, y no formando un rectángulo, como el primero. El mobiliario del despacho no desentonaba con el resto del decorado; eran muebles todos de roble, hechos por manos expertas, muy ornamentados con diversos dibujos y motivos. Todos los elementos metálicos eran de plata: cerraduras, tiradores, lámparas… Al final de la sala se encontraba una mesa y, tras de ella, sentado en una cómoda silla norteña de madera maciza y pieles de animal, lord Mork.

—No me voy a andar con rodeos, chico. Quiero saber dónde está tu amigo —y, pausando la voz, prosiguió—, porque no es el futuro duque, lo sabes, no lo olvides nunca —la ronca voz retumbaba ahora en los pequeños oídos del niño norteño.

Egon calló y miro al suelo, sin decir una palabra. Su emisor prosiguió:

—De ti depende que sus padres sufran o no. Y que sus hermanas tengan una vida de esclavas en el sur, o se casen con hombres ricos que las mantengan bien.

Egon miró ahora a Mork con indiferencia, y después volvió a poner la mirada en el suelo. Así trascurrieron varios minutos, hasta que, al fin, lord Mork dijo:

—Supongo que tampoco me vas a entregar el objeto que le has robado al rey Ark. Tienes suerte de que el rey Blanco te quiera intacto. Si por mi fuera, te desollaría hasta oír tu versión —y añadió, en tono imperativo—: ¡Llevadle con el resto! —Volviendo a su tono ronco habitual, dijo—: Podrá ver la ejecución de sus padres desde un puesto privilegiado, al igual que sus hermanas.

El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas

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