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CAPÍTULO 2 El peligro del placer Verano de 2019

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Pablo y Lucía no se decían ni una palabra. En el interior del Ford Focus del joven, de apenas veinte años, el olor a ambientador de manzana se extendía con facilidad, ocupando todo el habitáculo. Pablo ya no prestaba atención a la escotada camiseta blanca de Lucía, dos años menor que él. Estaba centrado en encontrar un lugar apartado, lejos de las miradas de ojos indiscretos. Eran ambos vecinos de Velada, Toledo, el pueblo que ahora abandonaban por la calle Bosque. Pronto la senda que habían elegido dejó de ofrecer un firme duro y compacto para poner a prueba la amortiguación del vehículo azul obscuro, que se confundía en la noche en aquel ya camino. El polvo que las ruedas traseras levantaban se mezclaba con el cálido aire del verano.

Pablo puso a propósito su mano derecha sobre el muslo izquierdo de su acompañante. Acto seguido levantó su mano para bajarla de súbito y que esta impactara contra la pierna de Lucía. A ella le dolió, pero también constituyó un argumento más para aumentar su libido o deseo. Callaíta, de Bad Bunny y Tany, salía por los laterales del salpicadero del automóvil. Y así, callaíta, la joven se dirigía hacia donde su acompañante la conducía. Un viaje corto pero lleno de intensidades a las que la joven no hacía ni mucho menos ascos. Pablo se salió del camino cuando las luces de su pueblo se vislumbraban en la lejanía. Se trataba de otra pista forestal escoltada a ambos lados por árboles salpicados al azar. Sin duda, un buen sitio para estar alejados de todo, especialmente de miradas curiosas. El motor del Ford detuvo el galopar de sus pistones y al fin los jóvenes empezaron a hablar:

—¿Has traído condones? —preguntó la chica.

—Creo que sí —respondió él.

Pablo movió su cuerpo hacia la guantera, que se situaba frente a Lucía. Al hacerlo sus brazos estaban sobre el tejano gris de la chica. El joven abrió la guantera y sacó un preservativo de color azul y blanco en su envoltorio. El resto estaban esparcidos por el pequeño habitáculo, sin cuidado ninguno en su colocación y compartiendo sitio con los papeles del coche, una gafas de sol sin su funda y algunos chicles Clix de hierbabuena. Cuando tomó el objeto que fue a buscar cerró la guantera, la cual hizo un ruido de encaje perfecto, y volvió a su asiento. Pablo no había apagado aún las luces del coche, por lo que la superficie de campo y árboles frente al automóvil estaba iluminada, pero lo estuvo más cuando otro vehículo pasó por el camino que antes habían dejado a un lado. El vehículo pasó de largo. Los dos jóvenes se miraron; era extraño que alguien más pasase por allí a esas horas de la noche. Las labores agrícolas y ganaderas carecen de horario, pero de ahí a visitar una explotación a esas horas… Lucía acababa de mirar la hora en el salpicadero del coche. A la una y treinta y tres de la madrugada eso no era muy normal. Ni una palabra entre los jóvenes al respecto. La importancia que al hecho le dio uno apareció mermada en el otro. Pablo apagó las luces y cerró el contacto del coche. El ruido que las llaves, con sus numerosos adornos bien repartidos por todo el llavero, hicieron constituyó la señal para que Lucía se quitara el cinturón de seguridad y presionara el seguro de su puerta, algo absurdo, pues minutos después abrirían las puertas del coche para hacer frente al sofocante calor de la noche. Al tiempo que lo hizo, un breve torbellino de onomatopeya difícil de emular recorrió todo el habitáculo. En su interior, Lucía se sentía más segura así. Por otro lado, las luces del coche que los sobresaltó habían desaparecido en la distancia. Ambos chicos habían visto como se alejaban y se apagaban en la lejanía. La joven se aproximó al chico y empezó a besarle en la boca. Al tiempo, la temperatura corporal de Pablo aumentaba unas décimas, suficientes como para poner a tono todo su cuerpo. Sus manos fueron explorando partes ya conocidas en el cuerpo del otro. La tela de los vaqueros a la altura de la cintura era una barrera sencilla de sobrepasar; así, en poco tiempo su ropa interior estuvo a la vista, y luego sus más íntimas partes, las cuales sirvieron de entretenimiento para ambos. Primero ella osó jugar con sus labios y su lengua, de tal modo que estos estuvieran en contacto con lo más prohibido, con lo más íntimo.

Los minutos pasaban para Pablo como si de segundos se tratase, como suspiros que se volatilizaban en el aire del habitáculo del Ford con suma facilidad. Pese a su algo incómoda postura, pues estaba sentado y con la ropa inferior bajada, no emitió queja alguna. Luego le tocó el turno a ella, algo rápido, caduco y falto de inspiración. Esta se había esfumado por los entresijos del acto en sí. En el fondo, el joven veleño ansiaba estar dentro de ella, eso solo y nada más. Sus intenciones no iban a ir más allá de eso, ni aquella noche de verano ni ninguna otra. Pasados unos minutos, los cristales del Focus habían sido bajados deliberadamente; el calor que esa noche hacía invitó a los chicos a esto último. Ahora estaban en la parte de atrás del coche y habían movido los asientos delanteros hacia delante para tener más espacio. Había sido algo que no había presentado problemas a la hora de ponerse de acuerdo. Uno sobre el otro se trasladaban al éxtasis. Pablo pretendía llegar el primero, antes que ella. No le preocupaba en absoluto su sentir, su disfrutar. Quería volver pronto al pueblo; era sábado noche y había muchas cosas que hacer con su edad. Lucía acariciaba el cogote rasurado del chico. Pablo había decidido conservar su tupé y su vistoso cabello en la parte superior de su cabeza, pero el resto de su pelo moreno estaba rapado. Por otro lado, el cabello de la joven se entremezclaba con la piel del veleño, pues el sudor había hecho acto de presencia en la epidermis de ambos.

—¡Joder!

Por un momento, Lucía había abierto sus grandes y bonitos ojos marrones. El sobresalto por lo que le pareció un leve chasquido de unas ramas hizo temblar hasta sus largas pestañas.

—¡Coño! Lucía, eres una cortarrollos. Siempre que venimos aquí haces lo mismo —dijo Pablo.

—¡Pablo, tío, hay alguien fuera! ¡Te lo digo de verdad, hostia!

—Al final vamos a tener que ir a la nave de mi padre —contestó él enfadado.

Mientras el chico hablaba, había ido saliendo del cómodo interior de Lucía para incorporarse y ver qué había fuera. Por ello, su siguiente frase se entrecortó un breve lapso de tiempo.

—Aunque… con lo mal que huele a cerdo…

Fue su último enunciado, su letanía final. Un contundente golpe de lo que a Lucía la pareció un objeto metálico le abrió la testa por la frente, un poco más arriba de los ojos. El veinteañero cayó encima de la joven, pero esta vez sin ninguna intención concupiscente. El chico respiraba aún, estaba inconsciente. La joven veleña empezó a chillar como si estuviese poseída. Trataba inútilmente de retirar la pesada carga, para ella, que tenía sobre su desnudo cuerpo. Mientras sus manos se crispaban por la tensión de lo vivido, un hombre de fuerte complexión apareció por la abierta ventanilla del Ford. Las pulseras de sus muñecas bailaban sin salirse de las mismas mientras el sujeto abría la puerta. Los largos cabellos morenos de la joven sirvieron de utensilio al fornido hombre, el cual la sacó literalmente del vehículo, colocando una de sus manos, con la que no tiraba, en la coronilla del aparentemente inerte chico. Con la otra extrajo a la chica. Lucía trató de defenderse sin éxito. Una buena bofetada y el suelo constituyó su improvisado lecho. Así, los dos chicos quedaron a la total y absoluta merced de aquel varón cuya cara se escondía tras una media de color marrón.

Como Lucía había quedado en el suelo, inconsciente, el hombre se centró en el chico, que, como he narrado, yacía boca abajo e inconsciente en la parte trasera del Focus. Lo arrastró, tomándolo en este caso de las axilas, y ya en el suelo le dio la vuelta. Pablo tenía la cara ensangrentada. El desconocido se puso encima de él, sentado sobre su pecho, y con un fuerte movimiento de sus extremidades superiores le rompió el cuello. El chasquido fue sutil, casi vago en la sonoridad. Los guantes de las manos del ya asesino apenas si se habían impregnado de la sangre del joven veleño.

Bajo el oro líquido

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