Читать книгу Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero - Страница 9

CAPÍTULO 1 La bicicleta de Luis

Оглавление

El sonido de las ruedas de aquella bicicleta en el camino era el único compañero del joven y apuesto Luis y de su bicicleta. Ni siquiera la luna quiso esa noche mostrar todo su brillo. Una bicicleta sin luz avanzaba lenta y con decisión de vuelta a casa, a Los Navalmorales. Bajo los tubulares, la goma de las ruedas aplastaba la marrón arena creando un surco que marcaba el camino recorrido por el joven. Aunque su vestimenta no era, ni mucho menos, la adecuada para un ciclista, pues vestía una sencilla camisa de color blanco y cortas mangas, acompañada de un pantalón de raso de color negro en contraposición al color de su camisa, no desmerecía a su facultad con el velocípedo.

Era Luis, sin duda, uno de los mejores ciclistas no ya de la comarca del Pusa y sus alrededores, sino de buena parte de su provincia, Toledo. El pisar de sus zapatillas de esparto apenas se hacía patente tras el sonido de los ciclos que no cesaban de rodar por su propio empuje. A ambos lados del camino, los olivos comenzaron a ser partícipes de su avanzar. Los centenarios árboles mantenían estáticas todas sus hojas por la absoluta ausencia de viento. Aquel verano de mediados de los años sesenta estaba siendo especialmente seco y caluroso, y el aire, como se suele decir en estas tierras, no «corría», acompañando así a las duras condiciones del estío. Luis continuaba su camino; aún restaban varios kilómetros hasta su pueblo y tenía tiempo suficiente para pensar, para cavilar. Su novia, una joven de Torrecilla de la Jara, pueblo del que había partido, ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Desde que volvió del servicio militar en Melilla, la visitaba casi todos los días. Las cartas en la distancia habían constituido el cemento que había mantenido candente ese amor. Ahora solo un breve paseo en bicicleta para el joven deportista era la escasa barrera que le separaba de ella, y con gusto lo hacía.

El caminar encontró su pausa, pues algo turbó la paz de Luis. Pero cuando este detuvo su paso y el rodar de su empujado vehículo, el agente causante de entorpecer su paz había cesado, se había desvanecido. El joven quedó pensativo. «No será nada», se dijo. Y continuó su caminar. No obstante, aquel ruido se personó otra vez. Era algo así como unos pasos. Pasos acompasados a los del ciclista. La oscuridad de aquella calurosa noche le impedía ver a más de veinte o veinticinco metros. Luis miraba atrás, que era de donde procedían los extraños sonidos, las pisadas o lo que quiera que fuere. Ahora el joven navalmoraleño dirigió sus ideas a la posibilidad de que un animal lo estuviera siguiendo, pero los animales capaces de hacer sonar sus patas contra la tierra de esa forma solían ser esquivos. Ni un jabalí ni un venado o un corzo se acercarían sin motivo a un ser humano. El miedo que ellos sienten es mayor que su curiosidad. Eso lo sabía bien Luis, hombre también de campo, además de deportista. «No sé», repitió. Y prosiguió. Así, de nuevo las pisadas volvían, como una broma macabra que alguien le quisiera gastar. Luis aceleró el paso, pero aquello que le seguía también lo hizo. «Eso un animal no es», añadió de nuevo. Ahora el ciclista rebajaba su velocidad y no había ni que decir que las pisadas se adaptaban también a esta nueva situación.

—¿Quién va? —preguntó. El silencio pareció hacerse eterno—. ¿Quién va?

De nuevo la misma letanía sin respuesta. Luis caminaba de nuevo, pero esta vez el miedo empezaba a ser un castigo para él, una amenaza ya real y palpable. Con celeridad Luis avanzaba. Aquello que le perseguía y ninguna respuesta le daba no podía tener buenas intenciones de ninguna manera. Paró. Y el silencio otra vez. Suspiró y comenzó a sudar, algo no demasiado difícil, dada la época del año. Fue entonces, solo entonces, cuando se subió en su bicicleta y comenzó a hacer lo que mejor se le daba, pedalear. La noche y los baches del camino no iban a ser su mejor aliado, eso lo sabía bien, pero a la fuerza ahorcaban. Las pisadas galopaban, literalmente, para poder perseguirle a él sobre su bicicleta. Luis miraba atrás mientras pedaleaba, era inevitable no hacerlo. Estuvo a punto de caer, pero su pericia como deportista le salvó del accidente. En una de las ocasiones en las que miraba hacia el desandado camino le pareció ver algo, una mujer quizá vestida de blanco. El miedo, que ya se había instalado en su ser irracionalmente, le hizo detenerse en seco. Su valiente intención era ver aquello que le había parecido eso, ver. El «ente», llamémosle así, se percató de todo y con un pavoroso alarido se retiró de la escena, quedando Luis solo de nuevo. Una lágrima, fruto del miedo y la brutal tensión del momento, recorrió fugazmente su mejilla, frenándose en las proximidades de su mandíbula. ¿Qué diría en casa? ¿Qué le contaría a su novia? ¿Le tomarían por loco? Pese a todo, en ese momento no era lo que más preocupaba al joven. Restaban unas decenas de metros para llegar a la carretera de Los Navalmorales a Espinoso del Rey. Con ese firme podría avanzar con más rapidez y de forma más segura a pesar de la oscuridad de la noche. Llegar a su casa se había convertido en algo más esencial de lo que lo era cuando de Torrecilla partió.

Este capítulo está dedicado a Luis Luna Gómez por esas antiguas, tensas pero preciosas historias que de su boca con atención escuché.

Bajo el oro líquido

Подняться наверх