Читать книгу Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero - Страница 13

CAPÍTULO 5 Nada es casual

Оглавление

A unos metros de Paula, Eduardo examinaba aquella zona. No les había costado mucho cruzar el cordón de la Guardia Civil; sus placas se habían abierto paso fácilmente. Los trajes blancos que vestían para no contaminar la escena del crimen contrastaban con los uniformes de los agentes que custodiaban el lugar. Por otro lado, eran los últimos en llegar, por lo que todo había sido suficientemente inspeccionado. La cinta de plástico verdiblanca apenas se movía por el escaso viento mientras les observaba a unos metros. No había nada, nada que pudiera servirles a ambos, ni colillas ni restos de tela. Ni siquiera fluidos que no pertenecieran a las jóvenes víctimas. Tampoco había huellas en la hierba ni en el camino. Solamente fueron halladas las del ciudadano que dio la voz de alarma. Su búsqueda, con cierta determinación, era en este sentido infructuosa. Llevaban ya casi una hora husmeando por el lugar del crimen. La cara de Paula lo decía todo. La palabra fracaso no entraba en el vocabulario de ninguno de los dos. Habían sido entrenados para eso, para el éxito, pero su arduo trabajo de campo no daba frutos. Mientras Paula, en silencio y ante la mirada de los dos guardias civiles que custodiaban la escena del crimen, se quitaba uno de sus guantes de látex, Eduardo levantó la cabeza y quiso mirar más allá, fuera de ese espacio donde todo se había centrado, la escena del crimen, pero donde seguramente, pensó Eduardo, no todo había sucedido. Caminó sin el mismo cuidado que lo hiciera cuando llegó al lugar de los hechos y se agachó para salir de aquel cordón que por momentos empezaba a asfixiar su mente.

En la lejanía, a unos quinientos metros, multitud de curiosos se agolpaban buscando la novedad, la noticia, la exclusiva, el ser el primero en saber y enterarse, pero también, en muchos casos, el morbo que siempre aporta lo inusual, lo que se aleja de la pura cotidianeidad y te sumerge en un mundo obscuro y lleno de interrogantes. Eduardo se desplazó hacia el camino que daba acceso al lugar de los hechos. Se trataba de una pista forestal de lo más corriente. Su objetivo era centrarse en las huellas de los neumáticos, las más recientes. Probablemente esa mañana numerosos coches habían pasado por allí. A los vehículos de la Guardia Civil había que sumar el que trajo al juez, el de la persona que halló todo y los de los curiosos que se aventuraron hasta la zona antes de que llegase la Benemérita. Sin duda, era complicado saber, en el caso de que un vehículo trajese al asesino o asesina, cuáles eran las ruedas que con poco éxito, pues el firme del camino estaba seco por la época del año, lo o la habían traído. Paula, que había salido de la concentración que este trabajo le proporcionaba, observaba a su compañero. Eduardo iba de un lado para otro mientras el calor de la tarde empezaba ya a hacer mella y las primeras gotas de sudor caían al arenoso y seco suelo. Las ruedas del Nissan Pathfinder de la Guardia Civil fueron el primer objetivo del joven toledano. Su cámara Canon último modelo, cortesía del cuerpo al que pertenecía, hacía el resto del trabajo.

—¿Cuántas unidades de patrulla han venido a la zona? — preguntó Eduardo, frunciendo un poco el ceño al esperar la respuesta de su compañero.

—Tenemos otras dos unidades, mi teniente.

—Necesitaríamos verlas y tomar fotografías de las ruedas —añadió el teniente de la UCO como aclaración.

Paula, que ya estaba junto a Eduardo, dijo:

—¿Crees que…? —preguntó dejando en el aire algo que solo ellos entendieron.

—Puede ser que consigamos algo así —añadió el joven—. Al fin y al cabo puede que la intuición del capitán al mandarnos aquí no sea solo eso, intuición.

Las fotografías continuaron durante casi dos horas, hasta que el sol empezó a mostrar los primeros signos de debilidad con el avance de la tarde. Casi veinte rodadas de las que a los ojos de los guardias civiles parecían recientes fueron tomadas. El trabajo de análisis vendría después, pero era un buen comienzo tener treinta tipos de rodadas de los vehículos que pudieron pasar horas atrás por allí. La cámara de Eduardo había quedado junto a su pecho, colgada de su fuerte y moreno cuello. Mientras se pasaba la mano por la sudada frente, observó como una de las rodadas, que había sido semiborrada por otras posteriores, se salía del camino a unos trescientos o cuatrocientos metros de la escena del crimen. Era algo extraño. Bien pudiera ser que el ocupante de aquel automóvil quisiera parar lejos de la escena del crimen para luego bajarse y observar cuando la Guardia Civil de la zona montó el cordón. Pero para Eduardo siempre cabía una posibilidad más, un trazo más en el lienzo que se dibujaba ya en su mente. Esa huella ya la tenía fotografiada, pero lo que realmente le interesaba ahora era seguir los pasos de la misma. Y así, salió de la pista forestal calle del Bosque y anduvo por una vereda por la que un automóvil habría avanzado encontrando cierta dificultad. Las huellas de las ruedas parecían pelearse con la tierra y la poca vegetación del camino. Sin duda, en esa parte solo ese automóvil había estado. No había ningún resto más de rodadas allí. A simple vista se trataba de una rueda con cierta anchura.

—Ciento setenta y cinco —dijo el teniente refiriéndose a la anchura de la rueda—. Probablemente no se dirigió a pie por el camino. Fue campo a través —continuó.

El dibujo no era rectilíneo como el de los vehículos que suelen circular por asfalto. Se trataba de un coche que probablemente estaba destinado a este tipo de superficies, a la tierra. Estas eran las reflexiones de Eduardo cuando Paula le interrumpió como una alarma. Aquella voz aguda saltaba de un lado para otro en su pabellón auditivo:

—Teniente, teniente, Eduardo.

La alférez Colado señalaba al suelo, a unos metros de los pies de Eduardo. Se trataba de una colilla marca Ducados. El objeto en cuestión no estaba en mal estado a causa del sol, mantenía su color blanco, con lo cual no había que sumar mucho para saber que llevaba allí poco tiempo. Si en realidad, como Eduardo pensaba, aquellas marcas podían ser las del coche del asesino, ¿podría esa colilla contener su ADN? Eran reflexiones, de momento solo eso, pero era lo poco que tenían para presentarle a su capitán al día siguiente en Madrid.

Bajo el oro líquido

Подняться наверх