Читать книгу Siete días de ruido - Óscar Mora - Страница 10

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El secretario soltó un “llega tarde” y se largó a hablar sobre un montón de cosas que no entendí. Algo me embistió por detrás y me dio un sacudón tan fuerte que me hizo tambalear. Cuando me volteé, no vi a nadie. Sentí que me descargaban un golpe de aire en la nuca. Me di vuelta una vez más. Nadie. Mis manos sudaban. El secretario seguía en su monólogo como si nada.

Mi boca se abrió de manera imposible. Me cayó polvo en la lengua y la masa pastosa que se formó parecía cemento viejo. ¡Tenía el matadero en mi boca! Sentí un pequeño yo dentro del matadero en mi boca, y en su boca, a la vez, el sabor de un diminuto matadero, incluidos los ladrillos y las vigas, los ganchos y la mugre, el dolor y lo demás que no sabe a nada. Cada poro exudaba dolor y después tuve lidocaína corriendo por las venas. Me asaltó ese olor metálico de la sangre y fui consciente de que estaba en un sitio en donde se había derramado mucha durante mucho tiempo; donde además se percibía, acechando desde los rincones, ese vaho de podredumbre seca que queda de la carne anónima que el tiempo disimula pero no borra.

El tiempo olía a guardado. Los segundos transcurridos desde que entré se alargaron y sobrepasaron los años que llevaba respirando. El secretario dijo algo acerca de una lotería, una misión por cumplir, justos y pecadores… De repente, guardó silencio. Yo aproveché para preguntar si el trabajo no era eliminación de plagas, y lo más extraño fue que no tartamudeé. Comencé a explicarle a la sombra en la penumbra que la casera me iba a dejar en la calle, que necesitaba un empleo temporal. De pronto sentí un olor a eucalipto mezclado con agua estancada que me mareó. Caí de rodillas y del suelo se levantó una nube de polvo que me hizo estornudar. El polvo olía a una mezcla de comida para aves y huesos pulverizados, el cementerio colectivo de una bandada de gorriones gigantes. El secretario habló sobre aceptar el destino, redimir pecados… Yo le entendí redimir puntos y temí que me fueran a pagar con bonos, cuando la casera aceptaría solamente efectivo. Un corrientazo me recorrió y me mordí los labios muy fuerte. Una gota roja cayó sobre la camisa. Sentí el color de los ganchos en la boca y fue como si tuviera ganchos en vez de dientes: un tiburón con dentadura de acero oxidado, fragmentos de metal que liberan la sangre de las cosas vivas y que saben a lo que debían saber las guerras de antes: a pérdida y a miedo. Mezclada con el ruido de su aspiradora y cientos de ruidos más que no fui capaz de identificar, se elevó la voz de la casera (trabajo, dinero, arriendo, trabajo, dinero, arriendo, trabajodineroarriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii).

Cada sonido que habitaba mi memoria fue absorbido por esa resonancia. Parecía una alarma o una sirena anunciando el día del Juicio Final. Creció hasta donde era imposible que creciera y luego creció un poco más. Me hizo llegar al punto en que el dolor me desconectó y me escuché como desde la habitación de al lado. Alguien habló, gritó o respiró muy lejos. Sombras encapuchadas salieron de las paredes; cuatro jinetes que me embistieron y me tiraron lances con bastones, guadañas y espadas. Cerré los ojos y alcé las manos por instinto, protegiéndome del golpe inminente. Pero el golpe nunca llegó. El viento me acariciaba y se sentía tibio. Estaba solo con el secretario otra vez. Vi en el suelo pequeñas manchas oscuras, sin embargo, no tenía claro si estaba llorando o sudaba. Aterrado por los ganchos que se movían al fondo, dejé caer los brazos. Dentro del matadero oscureció por un instante. Pensé que un pájaro gigantesco pasaba sobre la edificación. ¿Estaba temblando? Tal vez hubo un pequeño terremoto y no me di cuenta. ¿Fue eso lo que pasó? O tal vez fue un ataque de pánico. Pudo haber sido cualquier cosa. Entonces, el secretario dijo que la entrevista había terminado y se retiró a la penumbra de donde había salido. Una arcada me sacudió. El charco que quedó sobre la tierra tenía la forma de un huevo, de un capullo con algo adentro. Apenas me pude tener en pie busqué la salida. Sucio de tierra, sudor y sangre, crucé el umbral del portón destartalado. La contaminación del centro parecía aire puro comparado con la ominosa atmósfera del mataderocatedral. No alcancé a tomar la segunda bocanada cuando escuché a alguien tras de mí.

—Mono, una monedita, bacán.

De reojo, vi a un indigente que se acercaba a pedir dinero. Negué con la cabeza y comencé a caminar. Trataba de poner la mayor distancia posible entre la oscuridad junto a los ganchos y mi espalda. El indigente me alcanzó y su afabilidad desapareció en un segundo. Sentí la punta de algo afilado y frío en mi costado.

—La billetera, pichurria —me susurró.

El frío se extendió por todo el cuerpo. El miedo me agarró por los hombros e hizo que cada músculo de mi cuello se tensionara y comenzara a doler, se transformó en un espasmo que me hizo jadear y abrir la boca para aliviar la tensión.

—¡Rápido o lo chuzo, gonorrea! —dijo exasperado.

Sin dejar de presionar el cuchillo se situó a mi derecha. Saqué la billetera y se la entregué. En vez de tomarla, abrió mucho los ojos y dio un paso hacia atrás. El cuchillo resbaló de su mano y cayó en un charco, él lo siguió un segundo después con el rostro desencajado. La billetera vacía se quedó a medio camino en una mano temblorosa.

No sé cuánto tiempo me quedé así: con el brazo extendido y la billetera en la mano. El tubo de escape de un carro en la avenida sonó como un petardo y me sacó de la conmoción. Corrí hasta el final de la calle llena de charcos sin fijarme en dónde pisaba. Crucé la calle y, ya un poco más calmado, me dejé caer en la banca de un paradero. Las manos me temblaban sin control; dolían por algunos cortes y raspones que, sin darme cuenta, me había hecho contra el piso de cemento del matadero. También me dolía el costado, justo en donde el ladrón había apoyado el cuchillo. La publicidad de una caja de compensación brillaba en un aviso junto a la banca. Leí sin entender y la única palabra que se me grabó fue “beneficios”. Abordé otro bus, esta vez de regreso. Durante todo el trayecto sentí la atmósfera del matadero cubriéndome como una mortaja. No recuerdo nada más excepto una sensación constante de terror y el dolor en mis manos. Las cosas me parecían amenazadoras, los pitos de los carros y las voces de la gente sonaban distorsionados. En la puerta de la pensión, doña Mayte me estaba esperando para preguntar por la entrevista. Cuando me vio de cerca se puso pálida.

—¿Y a usté qué le pasó? —dijo.

Le conté que me habían atracado, aunque técnicamente no era cierto. Ella mencionó algo sobre ir al médico por las heridas de mi cara y otras cosas que no escuché. Me metí a la pieza y cerré con llave. Me quité la camisa y los zapatos, y me acosté en la colchoneta. Palpé un bulto en la ingle a la altura del bolsillo. Saqué un papel. Antes de desdoblarlo ya sabía lo que estaba escrito. “Abadón y Cía. Necesita…”. El anuncio sobre el cual no hice el dibujo que nunca iba a vender.

Siete días de ruido

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