Читать книгу Siete días de ruido - Óscar Mora - Страница 7

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Al regresar encontré a doña Mayte esperándome en la puerta de mi cuarto. Aparentemente, mi tiempo y su paciencia se habían acabado. A su lado, todas mis cosas en un montón apenas obstaculizaban el paso. Verlas así arrumadas me hizo sentir que mi ancla con el mundo era realmente frágil. Inspirado por la angustia, mentí. Le mostré el aviso que había guardado y le juré que tenía la firme intención de solicitar el trabajo, que había regresado nada más que para eso. Con los ojos aguados prometí, entre tartamudeos que ablandaron su corazón, que con seguridad le pagaría el mes atrasado. Ella miró mis pies embarrados y suspiró su rabia. Me dejó pasar con la condición de llamar inmediatamente, cuadrar una entrevista y esforzarme en conseguir el trabajo. Esperaría un adelanto a más tardar en una semana. Entonces se recostó con cara de tormenta en el quicio de la puerta, mientras miraba al idiota presionar cada botón con su tono ligeramente distinto.

Cuando comenzaron las visiones, ya no pude colgar. Primer timbre, suena a manzanas cayendo sobre la tierra; segundo timbre, imágenes de un horizonte cubierto por agua y un barco que naufraga; tercer timbre, incienso en los oídos, pan y vino sobre una mesa, mirra deshidratada; cuarto timbre, langostas, llagas, ganado muerto, lluvia de sapos y fuego, mares de sangre. Y entonces, todo desaparece ante La Voz.

—Aló.

Era plana, aburrida, monótona, con ese dejo de hastío apenas contenido que caracteriza a los secretarios mal pagados. Y mi propia voz, no muy entusiasmada, comenzó a luchar con las palabras, en una batalla por comunicarse que producía lástima; mi dificultad para expresarme, de súbito agravada por esas alucinaciones inexplicables. Doña Mayte zapateaba impaciente. La Voz al otro lado carraspeó y me sacó de mi miseria.

—Bueno, vamos a suponer que está interesado en el trabajo. Anote.

Dictó una dirección que escribí a las carreras al respaldo del anuncio, y me dijo que debía estar allí a las cinco de la tarde del día siguiente, sin falta. Colgó y escuché claramente la tapa de un sarcófago cerrándose. Ese sonido de las losas de piedra que los actores fingen mover con dificultad en las películas de bajo presupuesto. Un velo de negrura se alzó y escuché mi propia respiración amplificada por el silencio opresivo, que era todo lo demás que había. Ocurrió en un segundo, mientras el eco del clic que anuncia el corte de la comunicación terminó de rebotar en mi cabeza. Cuando regresaron las luces, yo tenía claro que no quería ir a esa entrevista de trabajo. Me volví hacia el ajado policía de rulos que esperaba en la puerta y, cansado de tartamudear, hice la señal internacional de la victoria con los dedos índice y medio.

—¿Y usté es que se volvió jipi después de viejo? —dijo doña Mayte con tono agrio.

Intenté con la señal internacional de “todo bien”. Mano cerrada y pulgar arriba. Esa sí la entendió. En el fondo, la única señal que quería hacerle era la del dedo medio extendido, si bien era un lujo que no me podía dar.

—¿Entonces qué? ¿Consiguió la entrevista o no?

Asentí con la cabeza.

—¿Cuándo?

Le repetí lo que el secretario me había dicho por teléfono.

—Me imagino que se arreglará ¿no?

Sin esperar la respuesta, se dio vuelta, cruzó el corredor hasta su habitación y cerró la puerta.

Cuando terminé de guardar mis cosas, me miré en el espejo. Por mucho que odiara admitirlo, la casera tenía razón, no podía ir vestido con la ropa de dar lástima. La vecina del segundo piso, que a diario me despertaba con su tetera antes que el despertador, pues el tiesto sonaba como si el mundo se fuera a acabar, posiblemente me ayudaría a planchar una camisa. Nada más imaginar el esfuerzo de bajar, tocar su puerta, intentar contestar cuando preguntara que quién era, explicarle la situación y pedirle el favor me hizo quedarme así, sin planchar. Por más agotadora que fuera la comunicación por mímica, era peor tratar de hablar cuando me cogían los nervios. De seguro en la entrevista no se fijarían en esas cosas. Tal vez ni siquiera tendría que hablar mucho y a lo mejor el trabajo me dejaría algo de tiempo para el dibujo. Una labor mecánica y solitaria sería ideal.



Siete días de ruido

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