Читать книгу Siete días de ruido - Óscar Mora - Страница 6
ОглавлениеLunes
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Lo primero que hice apenas me levanté de la colchoneta fue asomarme a la ventana para ver a la mujer que pasaba en las mañanas. Ella desfiló por la acera frente a la cafetería, cruzó la calle y se sentó en el paradero de la esquina. La observé un rato y, apenas se subió al bus, cerré la cortina sintiéndome lleno de energía para iniciar la jornada. Me enjuagué la cara y las axilas en el lavamanos. Tras someterla a una rápida inspección de olores, me puse la ropa de siempre. Luego, me senté en la colchoneta a esperar. El radio estaba apagado. Veía moverse las manecillas del despertador pero no alcanzaba a escuchar el tictac. El teléfono desechable, el biombo y la maleta estaban puestos uno junto al otro como un recordatorio de que no poseía nada que valiera la pena poner en venta. Tal vez el biombo, decorado con acuarelas de pájaros al estilo japonés sobre papel de arroz. Si mal no recuerdo, fue el regalo de bodas de mi primo.
Aunque no llevaba más que unos meses en la pensión, había memorizado las dimensiones de la pieza, a fuerza de recorrerla a diario en toda dirección posible. Seis pasos entre la colchoneta y la mesita, al lado de la única ventana cubierta con la cortina azul turquí. Seis pasos desde la ventana a la vieja y pesada puerta de madera que guardaba la entrada. Seis pasos desde la entrada hasta el inodoro, separado del resto de la pieza por el biombo. Media vuelta y estaba frente a la maleta cerrada junto a la colchoneta. Habría podido conseguir una habitación más barata, pero fui incapaz de renunciar a la pequeña satisfacción que me daba no tener que compartir el baño. El lavamanos empotrado en la pared me servía de lavadero e incluso de lavaplatos, si tuviera platos que lavar.
Doña Mayte comenzó a aspirar. Comprobé la hora: ocho de la mañana en punto. Si en algo podía confiar era en la obsesión por la limpieza que tenía la vieja casera. Bajé las escaleras con sigilo, camuflado por el zumbido de la aspiradora. Salí de la pensión y giré a la derecha, lo cual resultó ser un error. De la cafetería de la esquina emanaba una trampa de olor a pan recién horneado que se enganchó a mi estómago como un anzuelo. Me paré en la entrada, justo frente al horno que exhibía unos pandeyucas desinflados. Tenía mil quinientos pesos, pero no me podía dar el lujo de desayunar, porque necesitaba comprar esferos de colores. El paquete de tres —azul, rojo y negro— costaba mil doscientos. Una de las meseras se acercó desde la cocina. En su mano derecha exhibía un tatuaje casero mal logrado con la figura de un corazón, hecho seguramente en sus épocas de colegio. Esa mano, con el grabado fallido en tinta azul que se había ido aclarando con el tiempo, echaba almojábanas calientes, una tras otra, en el mostrador alumbrado por el bombillo. Nada más verlas me dio un calambre en el abdomen y el deber cayó aplastado bajo el peso del hambre. Le señalé uno de los óvalos de queso y almidón, y levanté el dedo índice en un gesto de “uno por favor”. La mesera me alargó una servilleta. Tomé la almojábana y alcancé a darle un maravilloso mordisco antes de quemarme la boca y los dedos con el bocadillo caliente. La solté y rodó en cámara lenta por el barro que las continuas lloviznas formaban en el borde del andén. Todavía no eran las ocho y media y ya prometía ser un día de mierda.
La mesera me miró mal cuando recogí la almojábana, la limpié lo mejor que pude y me la comí a pesar del gusto a barro. Tenía los labios y la lengua escaldados, pero lo que más me dolía era el orgullo. Caminé dos cuadras y llegué hasta la ronda del humedal. El sonido de los pájaros que cantaban desde lo alto se mezclaba con el rumor de la brisa, que traía un leve olor a aguas estancadas desde atrás de los juncos. Las hojas caídas de un eucalipto formaban una alfombra sobre el pasto. Me senté a mirar pájaros y a anotar sus nombres en una libreta. Apenas anotados, los dibujaría usando el revés de anuncios y panfletos publicitarios. Un copetón se posó en una rama: Zonotrichia capensis, escribí. Comencé a pintar. Mi atención oscilaba entre el dibujo y la gente que pasaba. Me iban a echar de la pieza, sabía que era cuestión de tiempo. El dinero que obtenía por el arriendo de mi apartamento se iba en pagar una deuda más grande, y lo que ganaba con los dibujos y las cosas que vendía no alcanzaba ni para comer. Era ridículo haber quedado en la ruina por culpa de un gato, pero uno no mata a la mascota de una fiscal solterona sin pagar el precio. Los gatos siempre me han parecido crueles, y, sin embargo, en el juicio el monstruo terminé siendo yo.
—El asesino de una criatura indefensa —dijo la fiscal.
Su gato era el verdadero asesino y no era para nada indefenso. Volví al pájaro. Con esfero rojo, porque era el único que me quedaba. No fui capaz de hablar ni para defenderme y eso lo interpretaron como una fría indiferencia hacia la vida. La forma de la cabeza y el cuerpo. El show mediático del absurdo: yo demandado por el asesinato de un gato, mientras violadores y asesinos salían libres por vencimiento de términos. Las alas, plumas monocromáticas, y las franjas en la cara y el cuello. Entonces, bajón de estrato y una austeridad que no era molesta con tal de mantener el contacto con la gente al mínimo. Aislado, envuelto en un caparazón. El pico corto y afilado, igual que las uñas del gato. Aún se ven las cicatrices en mis antebrazos. Los últimos detalles, la sombra de las plumas y ya casi. La justicia demuestra constantemente que se puede asesinar a cualquier pobre diablo y salir indemne. Por el contrario, se experimentará todo el peso de la ley si la víctima posee currículo y conexiones, por no mencionar familiares influyentes. Terminé el dibujo con los detalles de la cola, las patas y algunas ramas que se difuminaban en los bordes. No quedó mal para estar en tinta roja desvaída. Me levanté a venderlo y a conseguir más papel, y entonces vi el anuncio pegado de mala manera en un poste de luz. Rezaba “Industrias Abadón y Cía.”. Me llamó la atención que tuviera unas alas pintadas, alas que bien podrían ser de paloma o de ángel. Fácil de arrancar y limpio por detrás. El mejor entre varios para dibujar los pájaros y venderlos a los turistas; la mayoría israelíes y uno que otro europeo con ganas de darse un baño de pueblo, prostitutas y droga barata. Todo barato aquí en la ciudad. ¿El valor de lo que dibujaba? Lo que me quisieran dar, con lo que me quisieran colaborar. Mendicidad disfrazada de lo más barato posible.
Vendí el dibujo a un sesentón extranjero rosado por el sol. El tipo no entendía mucho de la moneda nacional. Me preguntó cuánto. Le mostré la mano abierta y los dedos extendidos pensando en quinientos, pero me dio cinco mil. Yo no lo corregí. Dijo algo en un idioma que no entendí, lleno de vocales e inflexiones que a ratos parecía alemán y a ratos otra cosa.
Yo me encogí de hombros y con la mirada busqué ayuda en su acompañante; una mujer joven que, por los rasgos compartidos, podría ser su hija.
—Dibujo bueno —explicó ella.
Asentí mientras trataba de sonreír con los dientes apretados, pero la sonrisa no logró despegar. El turista, que me recordaba a un Papá Noel en bermudas, me preguntó por el nombre del pájaro. En realidad le preguntó a su hija y ella, en absoluto impresionada por el dibujo, me tradujo en un español enredado. Luego quiso saber si era un ave típica de la región y otros detalles por el estilo. Comencé a explicarle, pero las palabras no me salían en el orden correcto y se me iba el aire. Mientras intentaba hacerme entender, señalaba alternativamente un copetón que descansaba en una cerca de alambre y el dibujo. Papá Noel se dio por vencido y se alejó presumiendo de su adquisición ante el resto de su familia. Se reunieron con un grupo más grande que los esperaba en el borde del humedal y los perdí de vista. Fui hasta la miscelánea del barrio por los esferos que necesitaba. En la cafetería de la esquina compré pan, salchichón y gaseosa, y di por terminada mi jornada laboral. Ya no tenía ganas de almojábanas.