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Miércoles

1

Abrí los ojos a la casi completa oscuridad del cuarto. Normalmente no necesitaba luz para ubicarme, pues nunca cambiaba las cosas de sitio, pero como la casera había revolcado todo, me tomó un instante recordar quién era y en dónde estaba. Concluí que estaba en mi pieza, básicamente por el tacto de la colchoneta. Me removí incómodo, pues la relación entre esta y mi anatomía había cambiado. No era capaz de precisar el cambio, lo cierto era que ya no encajaban entre sí. Eso me hizo preguntarme si seguiría siendo yo mismo o incluso si en verdad estaba en donde creía estar. Cerré los ojos y mis oídos se abrieron. Me llegó un ruido intermitente que parecía salir de todos lados. Una parte de mí lo reconoció, era el mismo que había escuchado en el matadero, apenas unas horas atrás. En su ir y venir, el ruido partía el tiempo en segmentos irregulares: picos en los que mi cabeza quería estallar, valles en los que escuchaba hasta las gotas de sudor rodar por mi cara. A menudo había sufrido migrañas que solían ir precedidas por un aura que incluía toda suerte de reacciones sensoriales; aun así, encontraba muy extraño este tinnitus de ahora que me atenazaba los tendones de la mandíbula. Con la esperanza de que pasara, me concentré en disminuir el ritmo de mi respiración. Ese ejercicio en particular me lo había enseñado un gurú de la India. Aunque no vestía dhoti blanco ni tenía el punto rojo en la frente, yo le decía gurú. El sujeto me ayudó bastante, hasta que me quedé sin dinero y ya no me pude dar el lujo de curarme.

Gradualmente, el ruido se convirtió en un fragor que acabó por rebasar el lejano murmullo de la ciudad y me hizo pensar en una ola indecisa. Cuando esa ola se alejaba, mis oídos quedaban hipersensibles y el tictac del reloj —el de la gallina que movía la cabeza al compás de los segundos— tronaba en mi cabeza.

Ya casi me había acostumbrado al vaivén del ruido y mi respiración, cuando uno de los picos de la ola se disparó. Lo siguió un gran estruendo, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para tropezar. Entonces la ola se retiró. Sentado en la colchoneta, totalmente despierto, me llegaron de la calle los ecos difusos de frenos y cosas estrellándose. Me incorporé y el crujir de la madera del piso viejo casi me reventó los tímpanos. Me senté en el borde para amortiguar la estridencia y tratar de reconocer lo que sonaba más allá. En el primer piso, la olla a presión en la cocina de la cafetería. En el segundo, la tetera apocalíptica de la vecina que no perdona su infusión mañanera. En el tercero, la aspiradora de la casera marcaba el contrapunto a la tetera y la olla. Aparentaba ser el trasfondo normal de la pensión, aunque faltaba la típica pelea de vecinos o aquel que se creía tenor en la ducha, alguna madre que regañaba a su hijo o alguien llamando a alguien más en la calle.

Cada pausa del ruido se volvía más corta hasta llegar a un punto en el que el pico terminó por convertirse en una meseta interminable y me hizo sentir igual que un murciélago. El ruido era una niebla roja que brillaba débilmente y en la que los objetos provocaban fluctuaciones. La niebla definía el contorno de la mesita atiborrada, la ventana cubierta por la cortina, las paredes, la maleta en el rincón, el biombo, el lavamanos, la puerta agrietada y el cielo raso con el único bombillo ennegrecido e inútil que siempre me recordaba la incertidumbre del cielo, teóricamente situado en algún punto por encima de las tejas. Cada cosa bajo ese cielo parecía existir gracias a las ondas nebulosas que rebotaban en todas partes.

Caminé hacia la ventana perseguido por la cacofonía de mis pies contra las tablas. Me golpeé la rodilla con el borde de la mesita y apenas lo sentí, pues mi capacidad para experimentar dolor estaba acaparada por la migraña. El roce de los aros sobre la barra de la cortina fue la obertura a ese amanecer sin ganas que invadió la pieza.

Al principio no entendí lo que tenía al frente. Cuando mis ojos se acostumbraron, vi mucha gente tirada en el piso de la calle. Los carros atravesados de cualquier manera con el motor en marcha y los conductores inmóviles con la cabeza sobre el volante me hicieron pensar en un terrible accidente múltiple. Eso no explicaba la gente en las aceras, en las bancas y en el pasto del parque. Quizá una fuga de gas, aunque no sabía de una que pudiera tener un efecto tan fulminante como para dejar a una pareja abrazada contra una pared, doblados en un ángulo que tenía que ser increíblemente doloroso. En la esquina, un bus había chocado contra un poste. Algunos pasajeros, de haber estado conscientes, seguro habrían gritado cuando el conductor se desplomó y el vehículo comenzó a torcer el camino para acabar incrustado de frente en la viga de hormigón. No había sido un choque muy severo, pues el poste no estaba inclinado y la parte de la nariz del vehículo que yo alcanzaba a ver apenas estaba un poco abollada. Sin embargo, la gente no se movía. Se les notaba ese fatalismo que queda en los rostros cuando se ha perdido la conciencia, por lo menos a los que alcancé a distinguir recostados en los vidrios.

Mi mandíbula crujió y el crujido se perdió en el estruendo de la ola de ruido que todavía me acompañaba. Me dije que tenía que ser una alucinación. No era posible que esto sucediera de verdad. Las copas de los eucaliptos que se asomaban desde el humedal refutaban esta idea. Nada entre ellas y la ventana se movía. Era tanta la quietud que hasta el cielo parecía muerto.

Cerré los ojos y me vi a mí mismo desde la calle: un hombre de tez pálida asomado por la ventana del tercer piso, con cara de absoluto pánico. En el techo, una paloma muerta enredada en una de esas antenas que no sirven para nada. Una niebla brillante se derramaba por la ventana, untaba la pared y caía a la calle, en donde cubría a la gente.



Siete días de ruido

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