Читать книгу Siete días de ruido - Óscar Mora - Страница 12

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Una mujer en camiseta blanca y cucos azul pastel dobló la esquina. Era la misma que pasaba en las mañanas y me alegraba el día; la misma que me había encontrado en el bus camino a la entrevista. Comenzó a dar tumbos por la calle, esquivando los cuerpos tirados por todas partes. Tenía una mano en la sien y con la otra tanteaba el aire en busca de asidero. Se dio vuelta y cuando miró en mi dirección rompió el trance que me hacía sentir desdoblado. Desde la ventana seguí cada uno de los pasos vacilantes que dio antes de desplomarse en mitad de la calle. En ese preciso momento el ruido comenzó a tranquilizarse, o así fue como yo interpreté esa deliberada disminución en su intensidad.

El tiempo que duré mirando la figura tirada en el piso me convenció de que no era una pesadilla lo que estaba viviendo. De estar dormido, no tendría conciencia de cada segundo que pasaba. De estar dormido, despertaría bañado en sudor con la respiración agitada. El hecho de no despertar significaba que eso de afuera era el mundo real, o lo que quedaba de él. Mis pies no quisieron salir a ayudarla. Mis uñas dejaron surcos cafés en la pintura blanca del marco de la ventana. Mi mandíbula volvió a crujir. No fui consciente de cuán acostumbrado estaba a la idea de que “la gente se muere todo el tiempo” hasta que la vi caer. Mis ojos no se decidían entre ella y un cielo que alternaba, esquizoide, entre tintes rojizos y el gris pesado habitual de la ciudad. Tan lejos y desde arriba, las cosas perdían nitidez y contexto. La nada se apoderó de mí, una infección que adormecía el espíritu. Al rato ya no estaba seguro de que ese bulto blanco fuera la mujer que me había ayudado con la depresión por el simple hecho de existir y pasar frente a la pensión en las mañanas; el pequeño secreto inalcanzable que nunca me dirigiría la palabra; la ridícula vuelta a la adolescencia a mis treinta y ocho años de edad; la mujer que vivía con Cristal, la hija de doña Mayte, en una pieza del segundo piso. Mientras trataba de convencer a mis uñas de soltar la madera en el alféizar, me golpeó la idea de que la estaba viendo por última vez y ya no quise ver nada más.

Cuando me pude apartar de la ventana aún seguía en mi cabeza el concierto de la aspiradora, la tetera, la olla a presión y, detrás, el ominoso ruido que las recubría como una pátina de malos recuerdos. Me asomé al pasillo. Alguien estaba tirado en la escalera. Vi unos pies y parte de las piernas. El resto del cuerpo no se distinguía. Las suelas gastadas y remendadas indicaban que el dueño de esos zapatos caminaba mucho y no tenía para comprarse unos nuevos o no se le daba la gana. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra se aferraba a una de las barras metálicas que sostenían la baranda de la escalera. Esos detalles hacían que la situación pareciera más real, el asunto era que yo aún no estaba listo para aceptarlo. Cerré la puerta y dejé al mundo afuera por un rato más. Di vueltas por la pieza hasta tropezar con mis botas. Por debajo estaban llenas de un barro del que sobresalían pequeñas briznas de hierba del humedal. Por encima estaban cubiertas por una capa de polvo, seguramente del matadero. La camisa, que también había ensuciado durante la entrevista, se convirtió en mi coraza. Metí un brazo y luego el otro. Comencé a abotonarme de abajo hacia arriba. En la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Instintivamente me toqué el labio. Estaba hinchado y escocía; tanto la herida como el recuerdo ya se estaban infectando. La mancha desató imágenes del atraco, la entrevista en el mataderocatedral, la llamada del secretario, el anuncio… Pensar en ello me dejó sin fuerzas. Me senté un rato y me quedé viendo el haz de luz que entraba por la ventana y que se diluía en el piso. Un rectángulo resplandeciente. La luz adecuada puede convertir la mierda en arte, decía un profesor de dibujo. Mi cabeza comenzó a despejarse y esa lucidez encerraba una trampa. Obligué a mi cuerpo a levantarse, di un paso y, después de ese, los demás fueron cada vez más fáciles. Abrí la puerta para enfrentar la realidad de las escaleras. Pasé junto al tipo de los zapatos gastados. Su cara maliciosa no me era familiar, así que no importaba. Unos escalones más abajo, en el descanso, estaba tirada Cristal, la hija de doña Mayte, y eso ya era otro cantar.

Pensé en la casera. Seguro estaría igual que todos los demás. En tres meses pasó de ser un ángel salvador a una pesadilla que me atormentaba a diario. De todas formas se me hizo un vacío en el estómago al imaginármela tirada en el piso. La pensión se sintió vacía sin el eco de su voz regañando por cualquier cosa.

—¡Límpiense los pies antes de entrar, carajo!

Cuando no aspiraba su apartamento o la escalera, lanzando miradas nerviosas hacia mis zapatos embarrados, la tenía encima cobrándome. Esa misma obsesión con la limpieza la volvía predecible y fácil de eludir. Había enviudado hacía bastante tiempo y en el barrio todos la conocían. Alguna vez escuché que estaba al borde de un diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo. Pensé que eso la haría sentir cierta simpatía hacia mí, pero me equivoqué. Al principio fue muy comprensiva y hasta consentidora conmigo, imagino que por su amistad con Ramiro, el abogado de mi familia. Eso acabó cuando me comencé a atrasar en el arriendo. Cada vez que me veía, sus ojos me gritaban ¿por qué no busca trabajo en vez de desperdiciar el día mirando pajaritos? Supe por boca de Ramiro que doña Mayte había llegado embarazada a la capital poco más de dos décadas atrás. Ramiro la empleó como doméstica durante quince años, luego la ayudó a comprar la casa esquinera en un remate. Cuando su hija entró a la universidad, ella ya tenía montada la pensión y se había erigido señora ilustre en el barrio. En el último año Cristal consiguió trabajo administrando la contabilidad de una empresa de modelaje, cosa que supe porque ella me lo había echado en cara.

—Mi niña tan joven y tan pila, y otros tan viejos y sin trabajar —dijo en voz alta, mientras yo me escabullía por las escaleras.

Independientemente de mi relación morosa con la casera, había sido una suerte que Ramiro me recomendara en la pensión. Se presentó poco después de lo del gato y me dio las buenas noticias de la demanda: al parecer no me iban a meter a la cárcel. Tras liquidar todos mis bienes, aún quedaba un saldo considerable y fue él quien convenció al juez de pagarlo en cuotas mensuales. Su consejo: desocupar mi apartamento de inmediato y ponerlo en arriendo.

—De lo contrario, mi chino, tarde o temprano te verás forzado a venderlo.

Él se encargaría de cobrar el dinero y consignarlo para las cuotas de la demanda. Fue entonces cuando me habló de una exempleada que había montado una pensión estudiantil.

—Tal vez te pueda recomendar para que te facilite una pieza mientras la cosa se arregla. Eso sí, es medio fregada con la limpieza y un poquito malgeniada, pero en el fondo es una persona correcta.

Le dije que me parecía bien y le agradecí por su ayuda. Mencioné lo de sus honorarios, él le restó importancia con un gesto.

—¡No te preocupes por eso, mi chino! —dijo enseguida—.

Tu papá y yo fuimos muy buenos amigos y en más de una ocasión me salvó el cuello. Le debo mucho y esto es lo menos que puedo hacer. Me pagas cuando termine lo de la demanda, no te afanes. Lo que sí te voy a pedir es que no me hagas quedar como un cuero delante de Maytecita, yo no recomiendo a cualquiera. Así que, ¿por qué más bien no comienzas a buscar un trabajo prontico?

Todos lo decían como si fuera tan fácil. ¡Claro que quería trabajar! ¡Claro que necesitaba dinero! ¡Claro que quería vivir mejor! El asunto es que no podía tener un jefe ni compañeros de trabajo o ninguna de esas cosas. La cercanía con la gente me resultaba inmanejable. Si ni siquiera fui capaz de ir a la evaluación psicológica que ordenó el juez y eso solo se lo hizo más fácil a la dueña del gato. La suma que tenía que pagar era exorbitante, pero en ese momento ya no me importaba. Lo único que quería era encerrarme y cortar todo contacto con el mundo. Cada salida iba acompañada de ataques de diarrea, sudoración excesiva, dolor de cabeza, visión borrosa, ganas de llorar, dificultad para respirar y otros síntomas que variaban. Cuando tenía que hablar, las palabras se volvían enormes ladrillos que se quedaban atorados en el tubo estrangulado de mi tráquea y mientras más me esforzaba, más sentía que me iba a morir de miedo. El mismo miedo irracional que me oprimió el pecho mientras me sujetaba de donde podía para no perder el equilibrio y caerme por las escaleras. El pasamanos estaba gastado y pulido en muchos sitios en los que generaciones de habitantes de la pensión apoyábamos las manos día a día, lijando la madera con nuestras preocupaciones. Aspiradora, tetera, olla a presión. La puerta, que también tenía el pomo suave de tantas entradas y salidas, me escupió hacia los caídos. Fue la primera palabra que se me vino a la mente. Por supuesto, algunos lo estaban sin estarlo; sentados en las sillas de los carros y en los bancos del parque. Pero sin importar en qué posición estuvieran, no podía pensar en ellos de otra manera. Caídos. La palabra se sentía correcta; bien y mal al mismo tiempo. Las nubes hacían que la luz pareciera venir de todas partes y las formas adquirían un doble tinte de irrealidad, y eso, inexplicablemente, también se sentía correcto. Mi mente estaba poseída por algo que se parecía al tono de final de la emisión, recuerdo de esas épocas en las que la televisión todavía descansaba. A las doce ponían el himno nacional y todos a dormir. Probablemente el estruendo que había escuchado lo produjo la gente cuando se desplomó. Los que caminaban, los que manejaban sus carros, los que se dirigían a desayunar, los que leían el periódico, los que aguardaban el cambio del semáforo, los que hablaban por celular, los que esperaban a alguien más… Todos también al final de su emisión. El tipo que me intentó atracar al salir de la entrevista en el matadero terminó en el piso y apenas habrían pasado diez horas de eso, si el relojgallina no mentía, y mentía siempre que se me olvidaba darle cuerda. Al doblar la esquina no encontré a la mujer que pasaba en las mañanas. Eso me trajo cierto alivio. También me plantó varias dudas: quién habría sido entonces la persona que vi caer, por qué se cayó después de los demás y en dónde estaría esa figura con camiseta blanca y cucos azul pastel. Un pitazo de la olla a presión en la cafetería de la esquina me sobresaltó y fue la excusa perfecta para pensar en otra cosa.

En la cocina, las hornillas seguían funcionando, las cocineras no. Estaban tiradas en el piso con cucharas y limpiones en las manos. Lo que sea que pasó fue fulminante. Ojalá no hayan sufrido demasiado. Supuse que existirían peores maneras de morir. Mi estómago recordó con un gruñido que no probaba bocado desde el día anterior. El hecho de que en la cafetería no me fiaran se volvía irrelevante con toda la gente en el lugar jugando a comprobar la temperatura de las baldosas con la cara.

El olor a caldo quemado era intenso. Salía humo de los pegotes carbonizados de leche derramada en los costados de una olla chocolatera. Apagué los fogones y tomé un pan tibio al pasar por el mostrador. Cada miércoles horneaban pan de leche con queso. Un mes con antojo de probarlos y solo se necesitó que todo el mundo se muriera para calmarlo. Costaban tres mil cada uno y, pensándolo bien, no eran caros. Antes de darme cuenta ya estaba masticando. Esquivé con cuidado a la mesera con el corazón mal tatuado en la mano y me senté en una silla incómoda; en la mesa ya estaba servido un chocolate caliente. Una parte de mí insistía en que era una pesadilla, que debía fingir normalidad, que a la larga todo se iba a arreglar cuando despertara. Otra parte de mí le dio un bocado al pan. Lo salado y crocante del queso tostado por encima lograba un perfecto contraste con lo blando y jugoso del queso de adentro. Luego pasé al chocolate, que no estaba muy bueno, pero a caballo regalado… El dueño estaba justo a mi lado, en el suelo. Me incliné y le toqué el cuello. Confirmé lo que intuía. Aun así me obligué a tragar y a dar otro bocado y a tomar otro sorbo. Fui incapaz de aventurar una hipótesis acerca de lo que sucedía, aunque si algo tenía claro era que no iba a encarar tal situación con hambre. Ya era suficiente con el ruido que, si bien se había replegado al fondo de mi cerebro, se resistía a desaparecer por completo.



Siete días de ruido

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