Читать книгу El garrochista - Sebastián Bermúdez Zamudio - Страница 12
DISPUTA DE LANCEO
ОглавлениеLa pareja de jabalíes se encontraban junto a las rocas, aguzando los colmillos como nos revelaron, el silencio de la madrugada los mantuvo distraídos en su quehacer. El primero de los jinetes que nos precedía se acercó y ya nada pudimos hacer, las dos piezas corrieron en dirección distinta buscando salvarse de lo que ya preveían.
—Vamos José sigamos al de la izquierda, intentemos encerrarlo persiguiéndolo, que no salga de la calle que llevemos.
—Bien, si se escapase te aviso.
—No te preocupes, yo lo veré.
La pareja que mantenía la disputa con nosotros seguía a corta distancia al jabalí, buscando cansarlo para tenerlo a lanza cuanto antes. Estos animales son de fuerte espíritu y salvo que lo alcances con la lanza no se dará por vencido. Cabalgaban con una estupenda coordinación, marcando los tiempos con un trote ligero y buscando la manera de llevar al jabalí hasta un lugar donde atacarlo. Nosotros en cambio no acertábamos a mantener una calle sola y a veces la distancia de separación entre ambos no ayudaba con la persecución.
Los lanceros de Jerez fueron despertando ante las voces de sus compañeros que, en lo alto del castillo, alentaban a unos y a otros con gritos de ánimo. El olivar no permitía exhibir mucha técnica de garrocha, era más bien el caballo quien lucía y en esas llevaba yo las de ganar.
—¿Dónde José? —le pregunté a mi compañero.
—Lo he perdido, no consigo dar con él, los rayos del sol me han confundido con su luz, por un instante he dejado de verlo.
—Bien, quédate aquí y me alertas si lo adviertes de nuevo, yo voy en su busca.
Mi confianza en Zerrojo era infinita, le dejé ir para que buscara por instinto la caza mientras cabalgaba dejando caer la garrocha sobre su cuello, atento a bajar la cabeza para no caer derribado con las ramas de los olivos. Debía ir muy pendiente de las brozas, de cualquier hueco que surgía entre las calles del olivar, a la vez mirar insistentemente a todos los ángulos en busca del jabalí. Seguimos el paso entre dos hileras de olivos, acercándonos hasta un montículo de piedras al sur del castillo. Ahí lo vi, corriendo cual demonio, con la cabeza gacha, su silueta oscura lo delató entre la clara tierra que pisábamos, Zerrojo al verlo acentuó el paso convirtiendo el trote ligero en galope suelto, esquivando los últimos olivos antes de enfrentar un pequeño rellano donde me propuse derribar al escurridizo animal.
—¡Vamos Paco! Ahora es tuyo.
La voz de José de San Martín sonó a mis espaldas como un alentador grito de arrojo, no volví la mirada para ver dónde se encontraba puesto que mi intención era la de acabar con aquella persecución cuanto antes. Cargué la lanza arropándola bajo mi axila, sujetando con fuerza el palo antes de clavar la punta en el jabalí que ya se encontraba a ojo. Buscó con dos quiebros en carrera intentar desviar su camino, buscando confundir a Zerrojo, pero este ya no lo perdía de vista, acostumbrado a estas lides arreó a su captura y me lo brindó en bandeja situándose a su lado izquierdo, dirigí la garrocha con cuidado y con un sutil pero fuerte empuje la clavé en el lomo del jabalí. Tras dar varias vueltas quedó el animal tendido sobre el suelo, pasé mi pierna por encima del cuello de Zerrojo, salté sobre los terrones duros terminando por rematar al animal con un certero golpe. Me acerqué rápidamente y comprobé que estaba extinto de vida, volví hasta Zerrojo abrazándolo por el cuello, besando su cara y acariciando sus bonitas crines.
—No sabes cuánto te agradezco el disfrute amigo —le dije al oído.
El relincho pareció un “igualmente” en ese momento, los dos éramos conscientes de nuestra fortuna, de pertenecer el uno al otro, en esos momentos tan determinantes apreciábamos el crecer juntos, los entrenamientos en el Tejarejo y las confidencias que le contaba.
—¡Magnifico Paco! Ha sido precioso, jamás pensé que llegara a emocionarme ante una cacería, ¡dos lanzas! Dos… no sé cómo describirlo.
—No te canses pensándolo amigo, yo me he fijado también —le contesté riendo.
Cargamos el jabalí en el caballo de José y volvimos hasta el castillo andando, José estaba exaltado por la cacería, alabando la faena realizada por Zerrojo y el buen atino con la lanza. Cuando nos encontrábamos cerca vimos pasar a poca distancia al jerezano, lanza en ristre tras el jabalí. Su compañero le seguía dos hileras de olivos más arriba, cercando la salida y buscando llevarlo hasta un lugar donde pudieran lancearlo sin la dificultad de los olivos.
—Ahora entiendo tu obsesión con la izquierda, buscabas el claro para acosar y derribar al jabalí, por eso insististe en llevarlo a ese lado. Sin embargo no comprendo cuándo supiste que este rellano se encontraba aquí, ¿cuándo lo viste Paco? —me preguntó curioso José.
—Ayer cuando llegaba, antes de bajar hasta el castillo observé toda la zona para asegurarme de la situación donde este se encontraba en la hondonada, llamó mi atención el altozano de piedras pero sin saber lo ventajoso que nos vendría esta mañana.
—Eres muy observador Paco, y precavido, buenas dotes en un soldado, llegarás lejos amigo. Me alegra que estés con nosotros aun a sabiendas de lo que decida el general Castaños.
—Un amigo me aconsejó que ningún camino es el ideal si no tienes donde dar la vuelta para elegir otro.
—Buen consejo, es bueno disponer de una escapatoria antes de meterte en una encerrona. Tal vez todos deberíamos de tener en cuenta ese detalle, incluso en el devenir diario.
—Tal vez José, tal vez.
Los “olés” y los aplausos se prodigaron a lo largo de todo el castillo, algunos de los compañeros que se encontraba en el patio salieron para recibirnos como triunfadores y, sobre todo, agradecernos ese suculento manjar del que dispondríamos esta tarde noche a la llegada a Utrera. Los rivales de la puja llegaron con las manos vacías, con semblante serio y cara de pocos amigos, desmontaron y se acercaron hasta nosotros, sin estrecharnos las manos al menos para felicitarnos, andando con aires de encontrarse ante dos suertudos, desprestigiando lo que había sido una disputa entre iguales.
—Si le pones precio a ese caballo tal vez te lo compre, él ha decantado el lanceo —me dijo bravamente uno de ellos.
—Orgulloso estoy de ello, para eso está entrenado, para ganar —le contesté.
—Te he dicho que le pongas precio muchacho y así lo tratamos —insistió el valiente jerezano.
—No hay oro en Andalucía para tasar su valor.
—¿Acaso me quieres insinuar algo? —me dijo mientras me ponía la mano en el pecho.
—Le digo que no tiene valor para mí, al no tener valor no puedo darle ninguno.
—Pues entonces te daré un real, y ya le pongo yo valor.
Lo comentó mientras sacaba un real del bolsillo y me lo arrojaba a los pies, provocando un silencio entre los hombres que nos rodeaban, expectantes de ganas por presenciar una trifulca.
—Pregunte al caballo si quiere ir con alguien que lo valora por un real, si le contesta y todos lo escuchamos pues suyo será —le dije en tono sarcástico.
Contesté de esa manera la fanfarronería, con ironía, sin pretender insultar a mi oponente, pero nada bien le sentó lo dicho y se acercó hasta el caballo tomándolo del cabezal y agitando fuertemente su cabeza mientras le preguntaba a voz alta.
—¿Acaso prefieres quedarte con este muerto de hambre? ¿Quieres venirte conmigo caballo?
Forzó de nuevo la cabeza del caballo arriba y abajo sujetando el cabezal con mala intención. Fue suficiente, me dio el motivo que esperaba ansioso.
—¡Suéltelo!
—¿Cómo?
No le apuró a terminar cuando le llegó la primera bofetada a mano abierta a la cara, la segunda se la llevo mientras se arrepentía de haber iniciado la discusión y la tercera se la di cuando se encontraba de rodillas. Tendido sobre el suelo pidió que parara y así hice, no obstante, antes de parar le lancé una patada en la boca que le dejó con dos dientes menos y con un buen chorro de sangre en la boca y la nariz.
—Esta ha sido por Zerrojo, que me dice que coja su real y lo utilice para comprar educación.
Los asistentes ratificaron lo sucedido con varios “lo tenía merecido” y “se lo ha buscado solo”. Uno al final del circulo soltó una risotada con frase para los allí presentes.
—Si la patada se la suelta el caballo lo mismo tenemos otro cerdo para comer.
Las risas se extendieron y esto provocó una tranquilidad rápida que terminó con un amigo del caído ayudándolo a levantarse, llevándoselo apoyado sobre el hombro hasta la fuente para limpiar la herida de la boca y la nariz rota. El otro compañero del lanceo nos estrechó la mano a José de San Martín y a mí felicitándonos por la faena, luego excuso a su compañero diciendo que no había pasado una buena noche y que a veces tenía mal perder.
—Falta de costumbre —nos dijo.
—Nunca es tarde para aprender —le contestó San Martín.
Los presentes volvieron a sus tareas de preparos para la marcha, otros formaron corrillos y comentaron el incidente, la mayoría se acercó para dar las gracias por la comida y la enhorabuena por el lanceo.
—¿Alguien se presta para el socarrado? —gritó uno que llevaba al jabalí en una carretilla.
—Yo mismo señor —dijo una voz en las almenas de la torre.
Levantamos la cabeza y distinguimos con el brazo en alto al compañero que, la tarde antes, estaba imbuido en la lectura de un libro a la vez que tomaba notas en un cuaderno. Algunos extrañaron ante el ofrecimiento, no consideraban al culto garrochista entre los dispuestos para llevar a cabo una limpieza del jabalí.
—Pues baje entonces señor, el tiempo nos apremia y la mañana se agota, cuanto antes comencemos, antes nos iremos —le dijo el de la carretilla.
El buen señor se presentó como Fernando Pacheco, “soldado de Dios” nos dijo, con una alegre verborrea aunque recatado en compañía de muchos a su alrededor, dijo ser hijo de un comerciante de carne en Jerez y de ahí le venía la experiencia.
—El destino ha querido que sea yo quien defienda el honor de mi familia en esta guerra, con sumo gusto lo haré. Sin embargo, prefiero la pluma a la navaja, la conversación a la disputa y creo firmemente que todo lo que le ocurre a este bendito país es culpa de estos ineptos personajes que nos gobiernan.
Su carta de presentación provocó el estallido de quejas e insultos entre los allí presentes, pidiendo una reprimenda para el señor Pacheco. Yo quedé aparte, acariciaba el cuello de Zerrojo mientras me divertía con el personaje en cuestión, supuse que debía de tenerlos muy bien puestos para soltar lo de los gobernantes en un lugar, donde la mayoría de los que habíamos pensábamos dar la vida por nuestros monarcas.
—No confundan los señores mis libres pensamientos con mi intención de acabar con cuanto francés me cruce en el camino. Nada opongo a sus lamentos y lloros amigos, saco mi navaja por si alguno quiere hablarlo en privado conmigo.
Esas palabras con altanería terminaron por ganarme para querer conocer a Fernando Pacheco, se ofreció a cualquiera que quisiese a demostrar su valor y sobre todo… lo hizo después de levantar una bandera en contra de la violencia, un personaje, sí señor.
—Vayamos a lo que nos importa, que es preparar esta pieza y luego nos medimos quien la tiene más larga entre todos los valientes —dijo San Martín.
Cuatro hombres fueron los encargados de realizar la faena en el patio de las Aguzaderas, procedieron al socarrado amarrando por patas y manos al jabalí, quemando toda la superficie ocupada con el pelo. La candela encendida con piornos, escobas, helechos y paja funcionaba correctamente, desprendiendo un olor a pelo quemado que colmaba toda la planicie donde nos encontrábamos. Los muchachos se quedaron fuera, ayudando unos con los caballos y otros se acercaron a los pueblos cercanos y granjas próximas para pedir alguna colaboración en modo de alimento o caudal, como buenamente pudiese colaborar cada cual. No en todas las casas eran bien recibidos, la monarquía española no contaba con la aprobación de todo el país, gran parte de los españoles estaba cansado de tan fraudulento mandato.
Francisco Pacheco, ayudado de unos paños de lino y un cepillo muy efectivo, comenzó con la tarea de eliminar el pelo al animal sobre una mesa. Otro señor le ayudó con una navaja para dejar apurada la piel.
—Es necesario tener cuidado al abrirlo muchacho —le dijo el ayudante.
—No se preocupe señor, no es el primeo que me trabajo, estoy acostumbrado —le contestó
Rajó con habilidad y abrió el jabalí sacando las vísceras y dándolas a los dos asistentes que las introdujeron en un baño de agua y las limpiaron para reservarlas, el estómago y los intestinos dejaron un nauseabundo olor que provocó las arcadas de José de San Martín, quien no pudo resistir y se tuvo que ir para no vomitar allí presente mientras nos reíamos de él.
Yo me acerqué y sostuve al animal de un lado para que le fuese más fácil llevar el tajo a Pacheco, me lo agradeció con un gesto de cabeza. Una vez limpio, con la ayuda de todos, lo colgamos y dejamos un momento que escurriera todo el agua y toda la sangre que aún chorreaba por el interior.
—¡Esto está listo señor! —gritó a José el espontaneo matarife Pacheco.
—“A cada cerdo le llega su San Martín”—dijo José de modo burlón.
Horas más tarde todos nos preparábamos para salir, los poco más de ochenta lanceros de Jerez, los cuatro soldados, el Ayudante Primero José de San Martín y yo, que cabalgaría a su lado por petición de este. El jerezano que quería comprarme a Zerrojo se disculpó alegando una mala mañana, nos estrechó la mano y felicitó de manera educada, luego acarició a Zerrojo disculpándose.
—Perdona mi insolencia amigo, no ha sido digno mi comportamiento con tan buen caballo.
—No, si la patada lo ha dejado nuevo, al final va a ser que habla con los caballos —dijo la misma voz que esa mañana provocó las risas.
Todos volvieron a carcajear, incluido Mendoza, el jerezano que perdió el lanceo y los papeles, eso nos animó para iniciar, a trote tranquilo, el camino en busca del destino que se hallaba en los llanos de Consolación. Nos dirigiríamos hasta Utrera bordeando El Coronil, que dejaríamos a la izquierda para no atravesar ni levantar suspicacias entre las poblaciones de la campiña sevillana, dejando a la derecha Morón primero y el Arahal posteriormente.
Cuando comenzó la marcha se nos acercó Chacón, el del grito de “España Jerez”, con cara de preocupación.
—Señor —se dirigió a San Martín—, ¿sabe dónde se encuentra Pablo?
—No lo sé Chacón, pero me da que pronto lo sabremos.
La misteriosa respuesta me dejó confuso, al igual que al bueno de Chacón que dio media vuelta con su yegua para volver a incorporarse a la fila de lanceros.
—Hay algo que sabes y que los demás no tenemos ni idea. Supongo que en eso consiste ascender en el grado militar, en estar al tanto o percibir al instante lo que otro no puede captar con esa facilidad. ¿Es eso José?
—Llevamos semanas de guerra, son demasiados los sucesos que rodean a un ejército con gran cantidad de efectivos, hechos difíciles de percibir pero que te curten como militar. Somos alrededor de noventa los que cabalgamos juntos, aquí es más fácil dar un cuarto al pregonero para descubrir algo. Aun siendo joven, soy perro viejo Paco, puede que me equivoque pero… pronto sabremos dónde está Pablo.
No comprendía las razones de ese conocimiento del que presumía José de San Martín, sin embargo, tampoco conocía ningún motivo para dudar de su capacidad como mando. Confié en su deducción y continué camino a su lado sin preguntar nada sobre la cuestión en sí. Derivamos la conversación a lo que podría ser un enfrentamiento contra las tropas napoleónicas, un ejército al que en Europa se le conocía como invencible, hasta el momento nadie había logrado derrotarlo. Zerrojo miraba en dirección al Castillo de las Aguzaderas, buscando con la mirada otro jabalí para seguir jugando a perseguirlo, o tal vez desconfiado de las sombras que en la noche anterior me visitaron. Sigo pensando en ello, no comenté con José lo que me sucedió, quise guardarlo para mí. Extraje de mi bolsillo el pañuelo rojo acercándolo con parsimoniosa lentitud para aspirar su aroma, un dulce olor penetrante subió por los orificios de la nariz hasta llegar a mi cabeza, golpeando con fuerza mis sentidos. Al cerrar los ojos por la turbadora experiencia, la silueta de la mujer mirando con sus penetrantes ojos me apareció nuevamente.
Aun hoy, mientras escribo sentado en mi cómoda mecedora frente al pacífico, en mi humilde casa de Talcahuano, sigo acercándome el pañuelo para aspirar su aroma, vuelvo a cerrar los ojos y la mujer sigue mirándome con la misma fuerza que entonces. Son ya muchos los años que el olor de este pañuelo rojo me acompaña, muchas aventuras desde que lo encontré atado a mi garrocha en el Castillo de las Aguzaderas.