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LA NOCHE DE LA REUNIÓN
ОглавлениеCuando el primer coche de caballos llegó hasta la casa yo me encontraba discretamente escondido en la ventana superior que daba a la entrada, desde ese lugar lo observaba todo. Pedro, el capataz, recibía a los señores que iban llegando y los pasaba al interior. Mi intención era escuchar la conversación que tendrían pero, en primer lugar, lo importante era saber quiénes vendrían a la reunión.
Del primer coche bajaron tres personas, conocí a uno de ellos que era de Villamartín y a Manuel de Bornos, el otro me era desconocido. Luego llegaron dos andando, o tal vez dejaron los caballos en la entrada, uno cubierto con sombrero de ala ancha y el otro con capucha negra, seguramente el boticario Ortiz. Con absoluta discreción pasaban dentro y sus cocheros llevaban los carros a una zona disimulada que no se podía ver desde el camino cercano, la guardia de caminos a esa hora, seria al menos medianoche, solía patrullar en busca de bandidos y ladrones nocturnos. Un nuevo coche llegó, este si lo conocía, era Fernán de Olvera, un buen hombre adinerado que siempre nos regalaba algún detalle para mi padre, junto a él se bajaron tres hombres más. A caballo vino Ponce desde Alcalá, con su sonrisa relajada y su gorda barriga, imponiendo con su destacable altura, acompañado de otro señor, Pedro tomó las riendas de los dos caballos que llegaron y los llevó hasta las caballerías. Un coche que no conocí fue el último que se presentó, de Ronda, con un señor que sí conocía y tres más que nada sabía de ellos.
Me senté en la cama para calzarme unas babuchas de lana que evitarían el ruido de mis pasos, abrí la puerta y miré por la rendija si alguien se encontraba en el pasillo, nadie vi, así que me dispuse a salir hasta el sitio elegido para observar los derroteros que tomaba la conversación. Cuando cerraba la puerta tras de mí, oí la llegada de un nuevo caballo, me detuve un instante y decidí volver dentro y mirar quien era el nuevo invitado desde la ventana de la habitación.
Embutido en una gran capa negra y cubierto con un sombrero del mismo color llegó el oscuro personaje, al bajar del caballo le pidió al capataz que no lo apartara lejos pues pronto debía irse. Otro hombre quedó junto a la cancela de entrada, montado sobre su caballo, tras un árbol, igualmente cubierto de negra capa pero por lo que se distinguía en las sombras con coleta recogida que le caía sobre la espalda. A ese individuo no lo vio nadie o no se le prestó atención, allí quedó, posiblemente como escolta del misterioso recién llegado. Este al bajar del caballo dejó ver su pantalón blanco y chaqueta azul, con fajín en la cintura portando dos pistolas entrecruzadas y un sable de soldado al cinto. Al quitarse los guantes los colocó entre el cinturón y el pantalón, luego, sin quitarse el sombrero, miró a la ventana advirtiendo mi presencia y realizando un ademán acariciando el ala del sombrero. De gesto duro y barba descuidada de tres días, sus ojos oscuros eran vivos como conejos, escondía su media cara tras un pañuelo oscuro, seguramente para resguardarse del frío o de posibles que lo conocieran. Yo quedé impresionado por su presencia, solo la de mi padre me imponía tanto respeto sin ni siquiera hablar.
Me retiré de la ventana y continué con mi plan, en el pasillo de arriba que llevaba a las habitaciones encontré esa mañana un lugar idóneo para ver y oír desde un sitio privilegiado la tertulia. Un mueble me mantendría escondido, tendría que mantenerme agachado pero no me importaba, el único problema surgiría si alguien subía o bajaba, entonces sería descubierto y mi abuelo podría enfadarse, aunque lo dudaba.
Todos los allí reunidos hablaban en voz baja, como cuchicheando, formando distintos grupos pero mezclados entre sí, bebían aguardiente por el olor que me llegaba y café por el aroma que se mantenía en el aire, sobre una mesa se encontraban las pequeñas rebanadas de pan casero cubiertas de queso y chacinas para matar el hambre, quien la tuviera, como el cura Lobo, que a pesar de su delgadez, no dejaba de zampar, hablar y beber.
Se saludaban los unos a los otros y departían unas frases cortas casi todas iguales, luego tomaban asiento esperando estar todos para comenzar con lo que tenían previsto tratar. Yo me mantenía en mi sitio, mirando a través de las columnas de madera que formaban la escalera y pasamanos de subida.
La puerta de entrada se abrió y apareció el señor que me guiñó el ojo, un silencio incomodo se produjo en la sala y mi abuelo se levantó dirigiéndose al recién llegado.
—Bienvenido señor, le agradezco enormemente su presencia.
—No tengo mucho tiempo, pero sí el suficiente para atender su petición buen señor.
Los demás se acercaban curiosos los unos a los otros mientras se decían algo al oído. Al parecer el invitado era alguien importante pues a todos les brillaban las mejillas de satisfacción.
—Señores tengo el placer de presentarles al general Francisco Javier Castaños —dijo orgulloso mi abuelo.
Todos quedaron ensimismados, el señor general se despojó de la capa, su presencia y aire militar se adueñó de toda la habitación y de todos los presentes, dejándolos embobados y sin habla.
Mi abuelo comenzó a nombrar a los presentes, a cada uno por su nombre y lugar de donde venía, el general Castaños los fue saludando a todos y departiendo palabras con ellos, animándolos a seguir con la idea y sobre todo, dejando claro a cada uno de ellos que disponía de muy poco tiempo pues se dirigía a Sevilla a tomar cargo del nuevo ejército que estaba preparando la Junta Suprema de Sevilla.
Tras un buen rato de presentaciones y gratos elogios hacia el general Castaños, tomaron asiento, el general junto a mi abuelo. El cura Lobo, para no perder tiempo y aprovechar la presencia del militar fue directamente al grano, sin rodeos. Comenzó diciendo lo que más o menos casi todos pensaban.
—Se viene reino francés, con él viene una España afrancesada y liberal —calló un instante para luego continuar—, enemigos de todos nosotros, partícipes de esta farsa que defiende la idea de un soberano gabacho, atentando contra la corona con modos de viles asesinos.
—Tal vez sean unas reformas necesarias, tanto el clero como el Antiguo Régimen están obsoletos —apuntó Ponce, un acaudalado señor de Alcalá—. Todo pasa por valorar la realidad.
—¿Y el precio de esa reforma son las vidas de nuestros paisanos? —preguntó don Fernán.
—Lo de Madrid el día dos es solo un comienzo, una invitación por parte de los madrileños a levantarnos en armas contra el invasor. Debemos defender Andalucía de la llegada de las tropas napoleónicas, tenemos que apoyar a la Junta Suprema de Sevilla y respaldar sus peticiones —dijo mi abuelo con la aprobación de todos los presentes.
El general Castaños permanecía en silencio, oyendo todas las opiniones sentado junto a mi abuelo. La idea de un soberano francés le corroía por dentro, en su cabeza llevaba un plan para actuar contra el enemigo, si se respetaban sus órdenes podría ser que Andalucía aguantara bien el empuje napoleónico, sin embargo no toda la región opinaba igual.
—Entiendo que todos los aquí presentes dispongamos de un ideal como referente o principio —comenzó Castaños su charla—, pero aparte de lo políticamente correcto, pienso que lo más importante es evitar la entrada de los franceses en Andalucía. Esa es la razón por la cual desde Sevilla se han puesto en contacto conmigo ofreciéndome el mando del ejército.
Se levantó un silencio en la sala ante la grave voz del general, atendiendo todas las disquisiciones que expuso, incluido yo, desde mi escondrijo, tras el mueble en la planta de arriba, observando todo en silencio, recogiendo y valorando impresiones.
—La idea de la Junta —continuó diciendo Castaños—, es incorporar una cantidad importante de gentes dispuestas a ir a la batalla, se reforzaran las unidades existentes sin necesidad de crear unas nuevas, de esa manera estarán apoyados por soldados con experiencia y los mandos podrán dar órdenes sin necesidad de un entrenamiento personal para los recién alistados. En caso contrario la entrada por Despeñaperros del invasor se volverá en nuestra contra, debemos crear un frente común.
Esa idea principal del general fue la que consiguió cambiar el rumbo de la guerra en su momento, tras el triunfo de Bailén otros quisieron mandar, como Palafox, y fracasaron al no escucharle, llevando al ejército a varias derrotas consecutivas.
—Pero… ¿cómo conseguir esa cantidad de hombres? —preguntó Carabot de Villamartín.
—Es fácil, deben aportarlos ustedes, a través de sus familiares o de sus trabajadores. Cundirá el ejemplo y pronto tendremos lo que necesitamos —le aclaró el general.
Se produjo un silencio incomodo donde las miradas se entrecruzaron y nadie daba un paso al frente. Todos esperaban que alguno ofreciera algo, algo diferente.
—¿Y si no tenemos familia ni trabajadores? —preguntó Ortiz, el boticario del pueblo.
—Pues aporten dinero, armas, animales o víveres para la subsistencia —sentenció Castaños.
—Habrá quien no pueda aportar nada de eso, corren malos tiempos y no es oro todo lo que reluce —dijo mi abuelo.
—¿Lo dices por ti? —preguntó a mi abuelo un viejo chulo, arrendatario de unas fincas en Ronda.
—En todo caso será “por usted”. La educación es importante en este tipo de reuniones si no quiere uno salir escaldado —saltó al quite el cura Lobo.
—¿Será usted quien se atreva padre? —le preguntó el otro con chulería.
—Lo digo yo —intervino Castaños—, si le place vamos, en caso contrario supongo que la puerta sigue abierta, ¿es así amigo? —dijo mirando a mi abuelo.
—Así es general. Abierta está.
—Bien, guardemos esfuerzos para combatir al francés, en esta casa nunca ha faltado una atención con nadie y no faltará esta noche. Seguro que don José sabrá participar, como todos los presentes, con la ayuda que pueda, no creo que ninguno estemos en condiciones de tirar la comida al río. Pensemos estos días en el ofrecimiento, por parte de la Junta Suprema en la persona del general Castaños y actuemos en consecuencia. ¿Hacia dónde deben de dirigirse nuestras aportaciones, general?
Las palabras, siempre sabias, de don Fernán, calmaron los ánimos y llenó de realidad la sala.
—Estaremos en Utrera, en los llanos de Consolación, allí estará el ejército instruyendo y preparando a todos los que lleguen. Cualquier ayuda que puedan aportar será bienvenida, no olviden que lo que ahora escatimen y guarden, lo dejarán para los franceses —dijo finalizando—, discúlpenme pero tengo que irme señores, me esperan y no puedo demorar más. Ha sido un placer la compañía, no olviden lo que aquí hemos tratado esta noche.
Se despidió de todos con un adiós seco y militar, luego se abrazó a mi abuelo dándole las gracias por todo, entregándole una de las dos pistolas que sujetaba en el fajín, eso levantó la admiración de todos y la envidia del prepotente arrendatario de tierras en Ronda. Que diferencia entre ese personaje y los que lo acompañaban, unos señores de pies a cabeza sin ánimo de presencia y dispuestos a colaborar con buenas y nobles intenciones.
Don Fernán quedó el último para salir tras despedirse todos de mi abuelo y del cura Lobo.
—Nos puede dejar solos un momento don Francisco —le pidió al cura el señor Fernán.
—Por supuesto don Fernán —y abandonó la casa cerrando la puerta y quedándose a la entrada, impidiendo de esa manera que cualquiera de los presentes atisbase a curiosear.
Don Fernán rebuscó en un maletín pequeño que llevaba en la mano y sacó un sobre que entregó a mi abuelo.
—Por favor Fernán, no tienes por qué.
—Sí tengo, y lo sabes. Sé que las cosas no van como debieran, la muerte de tu hijo en Monteleón ha sido en defensa de todos los que esta noche estábamos aquí, entre otros. Conoces mi aprecio por él y lo que le debo, en este sobre solo va la propina de lo que realmente tengo en deuda con don Juan. Mis hombres irán en tu nombre y mi dinero igual, los racionamientos que envíe también contaran como tuyos, es lo menos que puedo hacer. No se quedará la casa Tudó sin presencia en el ejército de Andalucía.
No dijo más, luego se abrazó con mi abuelo y salió a la calle donde ya lo esperaba un coche para dirigirse hasta Olvera. Mi abuelo quedó pensativo, mirando al techo, deteniéndose en un sable de mi padre que colgaba en la pared, movió la cabeza en señal de desaprobación y salió a la calle, ahí le perdí de vista, pero me contó el cura Lobo al tiempo lo que ocurrió, no obstante yo me lo imaginaba.
Mi abuelo detuvo el coche de Fernán cuando llegaba a la cancela de salida, se subió al estribo del carro, le entregó el sobre y le dio las gracias por todo.
—Ya nos apañaremos Fernán— le dijo.
Ese orgullo del que me prevenía mi padre era el mismo que dominaba a mi abuelo, una herencia familiar por parte de mi abuelo que a todos nos trajo más problemas que soluciones. Don Fernán estaba en deuda con mi padre por unos favores personales que le pidió el olvereño. Un par de años atrás tuvo que ayudarle en la expulsión de unos arrendatarios que lo tenían amenazado, no querían dejar las tierras ni le pagaban la renta, la situación se fue complicando al punto de llegar a robos en los cortijos y tierras colindantes de don Fernán, tanto de ganado como de siembra y aceitunas. Lo consultó con mi padre y este se ofreció a ayudarlo. Un día, junto a su amigo Daoíz y un tal Mariano de Córdoba, se personaron en el cortijo de don Fernán en busca de los señores que no querían cumplir con lo acordado. Todo se complicó con los hermanos vinagre, como eran conocidos, al salir armados al verlos llegar.
—Señores mantengamos la cordura y atiendan a razones, nada tenemos en su contra, solo queremos que restablezcan la deuda adquirida con don Fernán y devuelvan lo robado. Así mismo, salden los plazos de arrendamiento que tienen en débito y seguidamente abandonen el lugar para no volver.
—¿O si no qué? —dijo uno con aspecto de bravo.
—En caso contrario tendremos que actuar —contestó el cordobés.
Las palabras de mi padre no sentaron nada bien a uno de los hermanos que, sin entender a razones, empuñó una pistola apuntando a mi padre y disparó. El tiro no acertó de pleno pero sí que tumbó a mi padre del caballo, hiriéndolo en un brazo, nada importante pues solo quedó en una cicatriz para el recuerdo, aunque pudo haber sido peor. La faena encendió los ánimos calmados de Daoíz y del cordobés, tomando ambos las pistolas y abriendo fuego contra los cinco hermanos y dos hombres que los acompañaban, mi padre desde el suelo disparó su arma también, levantándose al tiempo, sacaron sables ajusticiando a todo el que en pie quedó, dando muerte a los siete que se les enfrentaron a las puertas del cortijo.
La valerosa acción fue reconocida por la zona de la sierra y agradecida por todos, pasó un buen tiempo hasta que otros canallas se “probasen el salto” de no pagar a su arrendador. Don Fernán quiso recompensar a los tres implicados, pero estos, a petición de mi padre, no aceptaron nada excepto una buena comilona.
Esa era la deuda a la que hizo referencia don Fernán esa noche, una razón de peso para querer ayudar a mi abuelo, pero ese orgullo familiar no le dejó aceptar el favor, “ya nos apañaremos”, me llenó de suficiencia el escucharlo cuando me lo contó don Francisco el cura.
Tenía que tomar una decisión, mi abuelo no podía mandar a ningún trabajador puesto que nadie trabajaba ya en la finca. Pedro, el capataz, era mayor, se encargaba de todo y acompañaba a mi abuelo en su devenir diario, él no podía ir. Juanillo era el encargado del poco ganado y de limpiar las cuadras, aparte de cuidar las gallinas, las cabras, los puercos y las vacas, también tener en cuenta que no era muy listo que digamos. María era la vida en el cortijo, todo dependía de ella y jamás mi abuelo se lo permitiría, y era capaz de ir, pero mi abuelo no consentiría eso. Solo quedaba yo, mis dieciocho años me permitían tomar la decisión, el golpe para mi abuelo iba a ser muy grande, pero no quedaba otra, era eso o la vergüenza familiar de que no fuese nadie en apoyo del ejército andaluz en nuestro nombre.
La decisión estaba tomada, era la oportunidad de vengar a mis padres, la tarde siguiente debía tomar camino de Utrera para unirme al ejército de la Junta Suprema de Sevilla. Correspondía escribir una nota para mi abuelo, explicarle brevemente que nada podía impedir que tomara el camino elegido y, sobre todo, que estuviese tranquilo, yo defendería el nombre de la familia con orgullo y valentía. Nadie podía enterarse de mi marcha hasta que al menos alcanzase Algodonales, una vez allí nada podría hacer mi abuelo por detener mi destino.
“Querido abuelo, al leer esta nota espero que el enfado haya calmado. Sabe usted que era mi destino en ese momento. Me ha enseñado todo lo necesario para luchar contra el enemigo, sus clases practicando con la garrocha me vendrán muy bien y además, el general Castaños, seguro que se alegra de saber que un nieto tuyo está en el frente. Abuelo, no tenemos dinero, no tenemos hombres que mandar, vivimos con lo justo para pasar cada año, soy lo único que le queda a la familia para no quedar en mal lugar. Pronto volveré a verte, te prometo que volveré”.
Te quiere, tu nieto Paco.
Me contó Pedro, al volver la primera vez, que mi abuelo rompió a llorar profundamente y que nada mandó para impedir mi decisión, achacando que eran casi dieciocho los años que tenía, “es un hombre ya” decía cuando le preguntaba. Tres días pasó encerrado en su salón, sin salir para comer ni para pasear, despreocupado por todo, María le llevaba de comer pero no miraba siquiera la comida, sumido en una profunda depresión que casi lo deja perdido para siempre. El café lo mantenía, era lo único que bebía porque María le regañaba de manera muy enfadada, amenazándolo con irse si no lo tomaba. Al cuarto día se levantó más temprano que todos y bajó hasta el pueblo, llegó a la plaza y presumió ante sus amigos de que su nieto Paco había marchado a Utrera, para formar parte del ejército de Andalucía que iba a enfrentarse a las tropas napoleónicas.
—Don José, ¿me cuenta usted eso de verdad? —preguntó un amigo.
—Sí señor, mi nieto Paco, como le he dicho, debe de estar en Utrera a las órdenes del general Castaños. Nunca en mi casa faltó quien tuviese agallas de defender nuestra patria, ya mi hijo murió hace una semana luchando contra el francés como todos sabéis, y ahora es mi nieto quien se enfrentará a ellos.
—Le doy mi enhorabuena amigo, es un orgullo para el pueblo que uno de los nuestros nos defienda en su nombre.
Varios de los allí reunidos rompieron en aplausos y “vivas”, eso hizo que la mayoría de los que estaban en la plaza se acercasen para enterarse de la buena nueva, todos felicitaron a mi abuelo que, orgulloso aceptó cada felicitación con una sonrisa en la boca y, según me comento años más tarde, un nudo en el estómago.
Lo mejor de todo, me contó el cura Lobo, fue cuando se enteró Ortiz el farmacéutico, no pudo reprimir su envidia y se fue de la plaza sin felicitar a mi abuelo.
—Vaya con Dios señor Ortiz —le asestó mi abuelo al ver cómo se iba túnel adentro, encendido en fuego celoso, ese mismo que resquebraja la razón y nubla el juicio.
El hecho de que yo me prestase rápido en mi huida, no fue más que un palo terrible para los allegados en la reunión de la noche del general Castaños, puedes enviar hombres o dineros, puedes enviar víveres, puedes enviar caballos, vacas, cabras o cerdos pero… enviar tu sangre, eso está por encima de todo, nada tiene un valor que pueda suplantar a la sangre de la familia. El dolor interno de mi abuelo y las noches en vela no se las quitaría nadie, pero el orgullo, el orgullo lo paseaba con gracia y altanería delante de todos los que cobijaron a sus hijos tras los muros enviando dinero y trabajadores para que cumplieran con un deber obligatorio. Mi abuelo caminó a partir de ese día con la cabeza alta por el pueblo y por los de la comarca, su nieto cabalgaba al lado del general Castaños en la defensa de Andalucía. Orgullo familiar.