Читать книгу Laberintario - Sebastián Rodríguez Cárdenas - Страница 9

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AGOGÉ

Sóstenes estuvo despierto mucho antes que los demás.

—Duerme, Sóstenes, la campaña está lejos de terminar —dijo sin volverse uno de los soldados.

—Aún puedo oler su ceniza en mi piel.

—Es normal, un hermano nos duele a todos en igual medida. Ello no te excusa de dormir. Si no duermes debilitarás aún más la línea de defensa y ahora que Acroneos ha partido con el barquero, el flanco derecho caerá con facilidad si le niegas a tu cuerpo el descanso que necesita.

—No puedo dormir, Clinias. Agradezco que no rechaces mi dolor como los demás, pero tu dolor no es igual al mío. Fue mi culpa.

—Fue culpa suya, su descuido fue su muerte. No comprendo el dolor que predicas como algo tuyo, Sóstenes. ¿Por qué prefieres a Acroneos y lo pones por encima de los demás, en el pedestal de los dioses, como si fuera tu deseo su inmortalidad y no su gloria, como si no fuera uno más de los hijos de Lacedemonia? Los ritos están consumados y ya ha pasado el tiempo de la pira. Sigue el descanso, luego la comida y de nuevo la batalla. Si quieren los dioses, la victoria, o al menos, la muerte.

—¿Por qué no puedo yo pasar vigilia en su honor? Lo vi morir a mi lado, Clinias, tomó mi mano para que no la tomase la muerte y, a pesar de todo, los dientes de las Keres siempre llegan más profundo que los deseos de los hombres.

—Tuya será la culpa de la caída si nos privas a ambos del sueño con tu insensatez, Sóstenes. No discutiré más contigo al respecto.

—Es casi el alba, Clinias. Lo intuyo por la luz que perfora la noche, no habrá daño en esperar para ver al sol, inmutable ante la muerte de Acroneos.

Clinias, que hasta entonces había hablado de espaldas, recostado sobre el hoplón, se incorporó. Encontró a Sóstenes con la daga en su brazo y el rostro cubierto de lágrimas.

—Acaba contigo de una vez, Sóstenes —dijo mirándolo con desprecio—. Me acusas a mí y a tus otros hermanos de conciliar el sueño sin que nos mueva la muerte de Acroneos, como si dormir o morir no fuera todo un mismo deber. Faltas a tu padre que ocupó tu puesto antes que tú, faltas al deber de lo colectivo escudándote en un sentimiento individual, como si fueses sólo uno y nada más que uno. Claro, tienes un nombre: Sóstenes. Pero Sóstenes es como llamamos a un miembro, a un brazo, a una lanza o al escudo; a una parte del todo. Y tiene nombre todo aquello no porque pueda pensar o sentir separado del cuerpo, sino para articular la totalidad. Si perdieses tu mano, no se dolería más tu otra mano que el resto de tu cuerpo, por mucho que ambas manos se hubiesen unido antes de la despedida. Tú, mano traidora, harías mejor en amputarte del cuerpo cuya vitalidad reniegas, pues es preferible una muerte honorable sin miembros en el campo que la alevosía de la mano inquieta que, en vez de luchar, anhela.

—Me acusas, Clinias, con la lógica de la ciudad, de los dioses y de los padres. Tu acusación es certera como la punta de lanza que atravesó a Acroneos y alcanzó, de paso, mi propio cuerpo y mi propio espíritu. Sin embargo, ignoras que la acusación no es nunca sosiego del llanto. Si pongo la daga en mi brazo no es porque mis miembros pretendan traicionar a mis hermanos. Y tampoco me niego al deber del sueño por el placer de la alevosía, pues al igual que Acroneos tú has luchado y has dormido esta guerra a mi lado, y sabes bien que he recibido las flechas de tus enemigos, haciendo de mi espalda tu hoplón. No digo todo esto como si no fuera el deber de una mano proteger a la otra, no pido agradecimiento por ser el escudo que te protege, pero sí pido que no confundas mi vigilia con la traición. ¿La razón? No la sé, ¿no está escrito en las leyes de los dioses que habrá de dolerse de los muertos? O tal vez sí, Clinias, tal vez tengas razón y mi corazón haya hecho de Acroneos un ídolo con su propio pedestal, porque Sóstenes y Acroneos valen más para mí que toda Esparta. A fin de cuentas, cuando la luz del sol despierte tanto a los amigos como a los enemigos, la falange no se resentirá de la ausencia de Acroneos y ni siquiera de la de Sóstenes, pues, como la hidra, el cuerpo de la ciudad cura sus heridas con nuevas armas. ¿Cómo puedes exigirle a la cabeza cercenada el preocuparse por el cuerpo más que por sí misma, si todo le indica que sus hermanos pondrán las monedas sobre sus ojos, sólo porque aquello hace parte del deber? Estoy cansado del deber, Clinias, estoy cansado de ser la mano que puede ser cercenada y reemplazada. Soy la mano traidora que, muriendo, se salva a sí misma. Ver a Acroneos morir no me dolió tanto como verme, a mí mismo, aún vivo. He transgredido los deberes, lo acepto, lo quiero. He besado a Acroneos con más afecto que a cualesquiera otro de mis hermanos. He agradecido su cercanía en el lecho con libaciones secretas a los dioses, e incluso si los dioses se resienten por ello y las libaciones y los besos son las causas de su muerte, que sea entonces mi encuentro con las Moiras mi castigo, pues repetiría toda transgresión en nombre del dolor. Es por eso que en la noche no he comido del pan ni he bebido del vino, es por eso que mi sueño ha sido intermitente y es por eso que prefiero abrazar la deshonra, porque Acroneos valía más para mí que la ciudad, la vida y el servicio.

»Clinias, tus hermanos despiertan, toma esta daga y cumple con tu deber, amputa el miembro gangrenoso y salva el cuerpo de la total degradación. Acroneos estará esperándome en la orilla, y en tus manos pongo las monedas para el barquero. Cumple, pues, tu obligación.

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