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El boxeador

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Cuando cursaba el sexto preparatoria, a la edad de catorce años, al pasar por el gimnasio del Club de Box Centenario de Puerto Montt, le picó la curiosidad y entró. En el ring se enfrentaban dos púgiles. Asombrado, los vio pelear en una danza rítmica y ligera. Escuchó a uno de ellos decirle al otro:

–Tienes la guardia muy baja y los pies muy juntos.

Se dio cuenta entonces, que no era una pelea verdadera, sino un entrenamiento. Al detenerse la práctica, uno de ellos reparó en él y le dijo:

—¿Te gusta el boxeo? ¿Quieres aprender? Necesitamos chicos aquí en el club.

No lo pensó dos veces y contestó:

—Sí, me gustaría, pero tengo que ir a la escuela.

—No importa —replicó el boxeador—. Puedes venir después de clases, con media hora es suficiente para empezar. Ven aquí, te voy a presentar a un recién llegado, que es de tu edad, así que harían una buena pareja para entrenarse y aprender.

Era Felipe Hernández, quien, con el tiempo, se convertiría en su gran y mejor amigo de toda la vida, un muchachón delgado y de mediana estatura, algo más bajo que él, de piernas y brazos fibrosos, torso fuerte y abdomen musculoso. Pero él no lo hacía nada de mal, igual era corpulento y fornido.

—¿Quieres ponerte los guantes? —preguntó el boxeador.

—Bueno ya —replicó, y estiró sus brazos.

Fue entonces cuando el boxeador se dio cuenta de los muñones en su mano derecha.

—¡Pero tú tienes solamente tres dedos en la mano derecha, cabrito! ¡No puedes boxear así!

—Sí puedo —replicó—. Ya lo he hecho y a mano limpia.

—Está bien, sube al ring. —Dirigiéndose a ambos, les dice—: quiero ver como pelean, pero estas son las condiciones; en primer lugar, nunca se van a tocar, los golpes los van a dirigir adonde quieren pegar, pero no deben tocarse. En segundo lugar, deben boxear siempre con los ojos abiertos y no cerrarlos cuando vean llegar una mano. El box es una danza, hagan amagos de ataque para que el otro se defienda. Cinco amagues cada uno. Al empezar se saludan tocándose los guantes, al hacer el cambio lo mismo y también al terminar. No quiero picados. ¿Está claro?

—Sí, profe —dijeron ambos.

—Muy bien, el primero que rompa las reglas se va para la casa, porque quiere decir que no sirve para esto. Comiencen.

Después de unos minutos en que ambos se enfrentaron, el boxeador los detuvo y se saludaron.

—Me gusta su actitud. Vengan los lunes, miércoles y viernes a las seis de la tarde y les voy a enseñar a boxear en serio. Y ahora, derechito a sus casas.

Salieron juntos conversando, los dos cursaban el mismo nivel, Felipe en la de los curas y él en la escuela fiscal.

—Así que eres «cura-nto» —le dice a su nuevo amigo, pero su sonrisa alejó toda intención de burla en el comentario. Así lo comprendió Felipe, quien contestó también sonriendo.

—Y tú eres un «fis-caldo».

Así, tácitamente, ignoraron la histórica rivalidad entre ambos colegios. Se despidieron con un «nos vemos el miércoles». A partir de ese momento, se hicieron inseparables y asistieron regularmente al club, donde les pactaron peleas con chicos de otros clubes, para reafirmar sus destrezas.

Mantuvieron una prolongada carrera pugilística en la pequeña liga amateur y supieron de triunfos, derrotas y empates. Así como lanzaron a algunos a la lona, a su vez ellos también supieron lo que era encontrase de cara al piso.

Uno de los más memorables combates, cuando rondaba los dieciocho años y ya trabajaba como camionero, fue el que sostuvo con José Millaldeo, estrella del club Chinquihüe, en su categoría.

«¡En este rincón presentamos aaaa…Juaaannn Treees Deeeedos!». Había adoptado con gusto el apodo para su carrera boxeril, sentía que le daba un sentido de heroísmo a sus peleas.

Después de nueve rounds en que ambos se demolieron a golpes, la pelea fue declarada empate. Fue su último combate, recibió una paliza de proporciones épicas, que lo mantuvo con fuertes dolores de cabeza por varios meses y que lo desanimaron para seguir en ese rudo deporte.

Su compadre Felipe trató de persuadirlo para que siguiera, pero su decisión fue definitiva. Tanto, como que, a partir de ese momento, ni siquiera fue a ver las peleas de su amigo, ni de nadie, simplemente no quiso saber más de boxeo. Felipe continuó entrenando y peleando, pero pronto sintió la ausencia de su amigo. La pilsener solitaria en la fuente de soda cercana al gimnasio, no tenía gracia. Ya no había comentarios sobre los aciertos y errores de sus combates y, por sobre todo, echaba de menos los entrenamientos conjuntos, donde bromeaban y se «descalificaban» mutuamente, amistosa manera de complementar sus talentos. Finalmente, tan solo en un par de meses después, optó también por el retiro, aunque se mantuvo por largos años ligado al box como árbitro en Coyhaique, donde se fue a residir.

Juan Tres Dedos

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