Читать книгу La vida instantánea - Sergio C. Fanjul - Страница 48

6 de junio de 2017 · 159 likes

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Una vez me dijeron que cada vez que dejas a un perro solo, por ejemplo cuando te vas a currar, él piensa que te vas para no volver jamás. No sé si es cierto, pero la sola probabilidad de que lo sea me rompe el corazón en cuatro cachos.

Ahora andamos (decíamos anteayer) cuidando de Dako, el perdiguero andaluz residente en Usera. Dako es un perro de caza, de atlético casi praxiteliano, y cuando corre se monta en las ráfagas de viento, y es el Rey del Barrio, y se folla a lo que quiere (y eso que está castrado). Pero resulta que a mí convivir con bichos, cosa que nunca hice, siempre me llena la cabeza de dudas existenciales y frituras cerebrales, como me pasó cuando Rory y Assela me dejaron una temporada a la gata Irma, cuando yo vivía donde la Plaza Mayor con el Spiderman Gordo.

Los animales domésticos me producen una extraña ternura por el mero hecho de no tener acceso al raciocinio, ya ves tú qué antropocentrismo me gasto. También porque su existencia está en nuestras manos, por eso lo más infame es maltratar a un animal indefenso, por mucho que vaya uno vestido de traje de luces y olé. Se me encogen un poco las entretelas al ver que entienden muy poco, que siempre están con las mismas historias de la pelota y el paseo, el pis comisariado, y me pregunto si no sienten soledad o se aburren cuando pasan tanto tiempo en casa o cuando su vida es un ciclo tan monótono y delimitado.

Cosas de estas me contó Miguel Ibáñez, un psiquiatra perruno que fui a entrevistar en 2011 a su consulta en la Facultad de Veterinaria de la Complutense. Con una réplica del Perro semihundido de Goya colgada en la pared (ese perro patético se da cierto aire al perfil de Dako), me explicó que los animales también sufren de ansiedad y depresión, y que algunos se suicidan (aunque esto era objeto de controversia científica). Ibáñez trata a perros y gatos, pero también a otros animales (de hecho, tenía por allí, en las cuadras, a caballos con depresiones de caballo, como es natural).

O sea, que a mí los animales como que me dan lástima de serie, supongo que por la falta de costumbre. El otro día hablé de esto en la radio y me dijo Jorge Riechmann (por seguir con el name-dropping), filósofo y poeta que teníamos de invitado, que lástima está muy feo, que mejor compasión. Y para mí lo que diga Riechmann va a misa (aunque lo de la misa no sea muy ecosocialista).

En realidad, no sé por qué me encogen la patata, porque los animales deben de andar muy cerca de eso de vivir siempre en el momento presente, hic et nunc, persiguiendo la mariposa, olisqueando las esquinas, ladrando al vecino, como trato de hacer yo cuando medito o salgo a ponerme como Las Grecas. Por lo tanto, tienen más posibilidades de ser felices, porque la felicidad es eso, estar en el mismito segundo que transcurre.

Yo creo que lo que me pasa es que los perros aburridos en sus domicilios me recuerdan a mí mismo, un freelance desamparado durante las temporadas de solitario trabajo casero, esos días en los que regresa Liliana al atardecer y yo la espero detrás de la puerta, dando brincos y agobiándola con mis patas para que me saque a dar un paseo y a hacer mis necesidades (que no voy a explicitar aquí). También porque, viendo a Dako, me doy cuenta de que los todopoderosos humanos estamos ante los enigmas de la vida y el universo tan perplejos como él ante una ecuación diferencial. Vamos, en la inopia.

La vida instantánea

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