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Prólogo

Dos semanas antes, cerca de la Catedral de Barcelona

Jueves, 15 de abril de 2010

La puerta de la taberna se abrió y se encontró con una joven camarera que sostenía una bandeja llena de refrescos; Óliver Segarra tuvo que dar un paso atrás para no chocar con ella. Era un hombre bien proporcionado y atractivo, de treinta y dos años. Llevaba ropa elegante y una bandolera colgada del hombro. El sol de mediados de abril era intenso y molesto; así que, antes de salir de su casa, se puso unas gafas de sol.

—¿Va a pasar? —le preguntó ella, amablemente.

Él volvió la mirada hacia su derecha. Observó a un hombre sentado en la terraza y vio cómo éste le miraba, levantaba su vaso de tubo y bebía a placer. Después, le hizo un gesto con la mano para que tomase asiento.

Entonces, Óliver sonrió tímidamente a la camarera.

—No, gracias. —Y se alejó torpemente.

Se sentó en silencio y miró el reloj. Eran las doce del mediodía. Tenía la boca seca y las manos le temblaban. Con un leve tartamudeo, pidió un güisqui doble con hielo. Mientras esperaba a que trajeran la copa, permaneció en silencio y clavó la mirada en el tipo que tenía enfrente.

Se hacía llamar Jósef, aunque Óliver no estaba muy seguro de ello. Frisaba los cuarenta. Poseía unas facciones duras e imponía respeto. Era muy alto y de hombros anchos, y llevaba el pelo rapado por los lados y engominado de punta de forma exagerada.

Cuando se alejó la camarera, iniciaron la conversación.

—Si he contactado con usted es porque me han dado buenas referencias —dijo Óliver. Agarró el vaso y le dio un pequeño sorbo—. ¿Cree que podrá hacerlo?

El hombre asintió. Seguidamente, Óliver miró a un lado y al otro, abrió la bandolera, sacó un sobre y lo arrastró sobre la mesa, hasta dejarlo justo delante de él.

—Me juego mucho en esto —manifestó.

El hombre lo miró fijamente a los ojos.

—Descuide, señor Segarra. —Tenía acento extranjero, quizá de Europa del Este—. Mis hombres son muy meticulosos en su trabajo.

Óliver soltó una risita forzada.

—Bien. De aquí a tres días recibirá el segundo ingreso…

—Espero que la primera parte acordada esté en el sobre.

Óliver asintió.

—Por supuesto, junto con las fotos y datos que usted pidió que le facilitara.

El hombre esbozó una vasta sonrisa.

A Óliver Segarra se le aceleró la respiración; le incomodaba en exceso que aquel hombre, con pasmosa mansedumbre, estuviese disfrutando como pez en el agua.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Pensaba en por qué un hombre como usted, rodeado de lujos y comodidades, con un alto nivel social, llegaría a hacer algo así.

Óliver frunció el entrecejo.

—No le pago para juzgarme.

—No lo hago. Simplemente tengo curiosidad. Usted ya lo tiene todo.

—A veces no es suficiente.

El hombre se rió.

—Le entiendo. La sensación de poder es algo que va más allá de las perspectivas de uno mismo; pero, recuerde algo.

—¿Qué?

—Lo que pase a partir de ahora, puede cambiar el rumbo de su vida. —Hizo una pausa y dio un pequeño trago al vaso de Coca-Cola—. La codicia puede ser a veces muy dolorosa; créame, sé de lo que hablo.

El hombre se recostó en la silla y giró el cuello, fijándose en las palomas que descendían desde el cielo, en busca de un trozo de pan para llevarse a la boca.

—¿Por qué me dice todo esto? —preguntó el señor Segarra, desconcertado.

El hombre lo miró con firmeza, pero no respondió a la pregunta; simultáneamente cogió el sobre y se lo guardó en la chaqueta; después se levantó.

—Me ha caído bien, señor Segarra —respondió—. Me ha caído bien.

Óliver asintió con la cabeza y el hombre se alejó.

PRIMERA PARTE

1

La mesa, fabricada en chapa de caoba africana y de color marrón rojizo, estaba situada, justo, en medio de la sala. Sobre ella, en el centro, había una cafetera Nespresso, un cartón de leche de 1 litro y cuatro tazas, además de una botella de Whisky Macallan de 30 años.

John Everton y su hijo Brian se sentaban uno al lado del otro; frente a ellos, Óliver Segarra, a la izquierda y Gabriel Radebe, a su derecha.

John Everton era el presidente y máximo accionista, junto a su hijo Brian, con el 51% de Everton Quality S.A. Tenía sesenta y cuatro años. Era un hombre de mediana estatura, corpulento, de rostro endurecido y corto pelo blanco. Llevaba un traje oscuro y una camisa blanca, perfectamente planchada.

En 1970, fundó Everton Quality, a la edad de veintisiete años. Durante las dos primeras décadas, se encargó de fabricar y vender asientos a empresas dedicadas al transporte en autobuses y autocares, y también para trenes de alta velocidad.

No fue hasta 1992 cuando llegó a un acuerdo con Neissy, para producir los asientos de uno de sus modelos 4x4. A partir de ese momento, las ganancias de Everton Quality se incrementaron considerablemente y tuvo que doblar el número de trabajadores, para seguir siendo eficiente en la productividad.

En los diez años siguientes, la empresa llegó a su máximo esplendor, con la consecución de cuatro proyectos de Neissy. Hecho que desembocó en la dejadez y mala gestión hacia los demás clientes, por parte de John Everton. Poco a poco, eso le fue pasando factura hasta que, en enero de 1999, pasó de abastecer a una docena de clientes, a quedarse con la única que le reportaba mayores beneficios: su estimada Neissy. Y aunque el maldito ego le impidiese reconocer su mal proceder, de puertas para fuera, ahora se arrepentía, tras la crisis que empezaba a apretar. Las ventas empezaban a disminuir y la productividad se resentía. En consecuencia, los despidos se sucedían con asiduidad y la calidad de los asientos perdía fuerza, por el descontento lógico de sus trabajadores, que veían como, paulatinamente, se desvanecía su estabilidad laboral.

Brian ocupaba el cargo de director general, puesto que le designó su padre para que aprendiera el significado de la palabra «responsabilidad». Era un joven de veintinueve años, alto y atlético, pelo engominado hacia atrás y sonrisa Profident. Iba vestido con pantalón tejano azul y jersey blanco de manga larga. Le chiflaban los Rolex, por eso tenía uno para cada día de la semana. Era un director chulo e insolente, a quien le gustaban mucho las mujeres. Cuando surgía la oportunidad de ligarse a una de las trabajadoras que acababa de incorporarse, lo hacía sin ningún tipo de problema, a escondidas de su padre.

Gabriel Radebe era un hombre negro, que rondaba los sesenta años, barrigudo y calvo. Vestía un traje de color beige, a juego con unos zapatos marrones. Era el mejor amigo de John Everton y su mano derecha en Everton Quality. Poseía el 9% del capital social y era, además, propietario de una empresa de seguridad que operaba en Barcelona.

Nació en Sudáfrica, pero llegó a España a la edad de dos años. Procedía de una acomodada y conocida familia, con negocios en sectores tan diversos como la construcción, la seguridad, las telecomunicaciones y el ocio. Era un hombre culto y refinado; hablaba perfectamente cinco idiomas: castellano, catalán, francés, inglés e italiano. Aunque su participación en la empresa fuese minoritaria, era una pieza clave para el buen funcionamiento de esta; sobre todo, desde el día en que un joven empresario apareciera, como por arte de magia, y comprara el 40% del capital social de Everton Quality. Toda aquella operación le pareció un gran dislate. No sabía muy bien a qué se debía, pero había algo en ese chico que, desde el principio, le hizo mostrarse cauteloso. En más de una ocasión se lo había dicho a su amigo John, aunque éste siempre hacía oídos sordos y miraba hacia otro lado. Desde luego, Gabriel no estaba dispuesto a olvidarlo tan fácilmente. Y es que, después de siete años, seguía desconfiando de él.

Óliver, finalmente, optó por un elegante traje azul marino. Esa misma noche, le había costado en exceso conciliar el sueño y tuvo que levantarse un par de veces de la cama para refrescarse la cara y el cuello. Desde el secuestro y posterior fallecimiento de su hermana Ariadna, no recordaba ni un solo día que hubiese dormido más de cinco horas.

Constantemente, le daba vueltas a lo mismo, y en su cabeza, siempre acababa retumbando la misma pregunta: «¿Hubiese podido hacer algo más para salvar la vida de Ariadna?».

«Pues claro —pensó Óliver con tristeza—, siempre se puede hacer algo más. Siempre». Recordó el trabajo de historia que tuvo que realizar para el colegio y se emocionó. Ariadna se quedó toda la noche con él y le ayudó a terminarlo. Habían pasado veintiún años, pero lo recordaba como si fuese ayer mismo. Jamás le pudo dar las gracias por aquello. Sacó un notable y pudo aprobar la asignatura por los pelos, sin que tuviese que volver al colegio a final de curso, para realizar el dichoso examen de recuperación. Sentía una tremenda presión en el pecho, como si le faltase completar un capítulo de su vida, para poder seguir adelante en paz consigo mismo.

Óliver titubeó y, en ese instante, volvió de nuevo a tomar consciencia del lugar en el que se hallaba. La reunión estaba a punto de empezar y él era uno de los protagonistas.

—Hemos llegado a un acuerdo con Neissy —comenzó a decir Brian Everton—. Fabricaremos los asientos de su nuevo modelo.

—¿Está por escrito? —preguntó Óliver.

—El contrato llegará la próxima semana —informó Gabriel Radebe—. Como muy tarde, el miércoles o el jueves.

—¿Y por qué nadie me ha informado hasta ahora? —preguntó, sobresaltado—. ¿He de recordaros que yo también soy socio de esta empresa?

Brian soltó una risita burlona.

—Haya paz —pidió John Everton—. Si no te hemos dicho nada, es porque no era seguro. —Explicó en tono conciliador—. Competíamos con una empresa de Marruecos.

Óliver meneaba la cabeza en señal de desaprobación.

—¿Y qué? Sabes que ese no es el motivo.

—No vayas por ahí, Óliver —le advirtió Brian.

—¿Acaso no tengo razón? Durante varios meses he llevado el peso de las negociaciones con Neissy. ¿Entiendes lo que quiero decir? He pasado muchas horas en reuniones vespertinas, intentando convencerles de que todavía somos un grupo fuerte, experimentado y capaz de producir sus asientos, con la calidad y eficacia que merecen. ¿Crees que serías capaz de hacer lo mismo? Me atrevería a decir, Brian, que tus intereses profesionales están proyectados en otros menesteres más «exuberantes».

Brian se percató del sentido pícaro que transmitían estas últimas palabras y se levantó de la silla dando un respingo.

—¿Me lo puedes repetir? —preguntó, amenazante.

Óliver no vaciló en ningún momento y también se puso de pie.

—Estaré encantado de explicártelo, lentamente, para que lo entiendas —respondió, con aparente calma—, pero quizás no te guste lo que tenga que decir.

El rostro de Brian dibujaba una mezcla de enfado y desconcierto.

—Hay asuntos importantes que debemos tratar —intervino Gabriel Radebe, con severidad, intentando calmar el foco de tensión que había entre ambos—. Agradecería que se dejasen a un lado las disputas personales.

Óliver y Brian se miraron durante un par de segundos y, luego, se sentaron en sus respectivos asientos.

—Muy bien —prosiguió Gabriel Radebe—. Habrá que realizar una inyección de dinero para contratar a personal y comprar las máquinas de montaje. ¿Estamos todos de acuerdo?

Hubo una pequeña pausa.

—Hay un tema que me gustaría poner encima de la mesa —dijo Brian, dirigiéndose a todos los presentes—. Creo que es demasiado importante como para obviarlo en esta reunión. Se trata del sueldo que estamos pagando a nuestros empleados. —Hizo una pequeña pausa, respiró hondo y prosiguió—. Bien, pues he pensado que, para reducir costes, sería necesario que los trabajadores que se incorporen en los futuros procesos de selección de Everton Quality cobren un 40% menos de salario.

Óliver hizo un gesto categórico, que no dejaba lugar a dudas de cuál era su posición respecto a ese planteamiento y, por ello, no pudo mantener la boca cerrada.

—¿Cómo pretendes que seamos competitivos, si pagamos a nuestros empleados sueldos insignificantes? —preguntó Óliver a Brian—. Si queremos volver a ser la referencia a nivel nacional, debemos actuar con nuestros profesionales de manera diligente y honesta.

—Esto es un negocio —le contestó—. Nosotros buscamos obtener la máxima rentabilidad en cada una de nuestras acciones. Te guste o no, esto es así y seguirá siéndolo por el bien de la empresa.

—Estoy en desacuerdo con tus ideas.

—¿Por qué?

—Dices que nosotros buscamos obtener la máxima rentabilidad. Muy bien. ¿Quieres que te muestre las cuentas de resultados de los últimos cinco años? Logramos beneficios en cada una de ellas. Por lo tanto, no contemplo ningún pretexto para bajar un cuarenta por ciento el sueldo de futuros operarios.

—Quizá Óliver tenga razón —añadió John Everton.

Brian frunció el ceño.

—¿Cómo dices?

—Es cierto que las ventas han bajado, pero hemos podido salir adelante. Además, da por hecho que, si bajásemos tanto los salarios, los sindicatos aprovecharían la oportunidad y se nos tirarían encima como hienas; créeme. Y lo peor de todo, dañaría la reputación de Everton Quality; algo que no podemos permitirnos, sin haber firmado el contrato con Neissy.

Los cuatro se quedaron en silencio. Unos segundos después, Gabriel Radebe dijo:

—Esta operación es muy importante, Brian. Recuerda que muchas familias dependen de nosotros.

Óliver miró al señor Radebe con cara de auténtica incredulidad al escuchar esto último. Le pareció una tomadura de pelo que hiciera el intento de comportarse como un buen samaritano, como si le importasen de verdad las demás personas que formaban parte de Everton Quality. Así que, con la voz firme y decidida, le replicó.

—Tenemos el 47% de la plantilla fija. Además, llevamos a cabo contratos de un año de duración a personas que, perfectamente, podrían quedarse con nosotros. ¿Y qué es lo que hacemos? Los mandamos a su casa y les volvemos a llamar en seis, a veces ocho o, incluso, diez meses. Otras personas, sin embargo, no tienen esa suerte. —Dio un pequeño sorbo a la taza antes de continuar—. ¿Por qué actuamos así? ¿Porque somos así de soberbios y no nos importa la gente lo más mínimo? No sé cómo eran las cosas antiguamente, pero desde que llegué aquí, la política de contratación es de risa.

Después de oír estas palabras, John Everton esbozó una leve sonrisa.

—Sí. Está todo dicho. Queda clara cuál es tu posición. Es más, en algunas cosas puede que esté de acuerdo contigo, pero así ha funcionado hasta ahora. Con esto, no quiero decir que esté en contra de los cambios; los habrá. Y quiero que seas partícipe de ellos. Además, hace años que la empresa dejó de ser solo mía. Sé que tengo que aceptarlo, Óliver, que las decisiones las tomamos entre todos, pero supongo que hasta ahora me resistía a llegar a esa parte. Escucharé tus peticiones. Es primordial que lleguemos a un acuerdo antes del fin de semana.

—Me parece bien —dijo Óliver—. Pongámonos a ello.

La negociación a cuatro que se mantuvo el viernes de la semana anterior, por fin había dado sus frutos. Después de estar encerrados durante varias horas en aquella amplia sala, consiguieron resolver varios puntos clave, en los que no lograban ponerse de acuerdo. Uno de ellos, era la remuneración que percibirían los nuevos trabajadores que entrasen a trabajar en las próximas semanas en Everton Quality.

Brian Everton expuso de nuevo sus motivos, por los que creía que deberían percibir un 40% menos en su sueldo anual. Creía firmemente en lo que manifestaba. Estaba convencido de que era la mejor solución para que hubiese una mejora en la rentabilidad de la empresa.

Sin embargo, en su pobre argumento quedó patente lo que su padre siempre había sospechado: Brian solamente tenía en la cabeza poder aumentar los ceros de su cuenta corriente. Solo pensaba en sí mismo. En vivir el aquí y el ahora. En ningún momento de su razonamiento explicó, a los allí presentes, en qué se utilizaría el recorte impuesto al total de las retribuciones de los nuevos operarios.

Se echó en falta propuestas, ideas concretas, el deseo de invertir en I+D; y lo que resultaba todavía peor, dejó al descubierto muchas carencias y demostró un hecho que para cualquier empresario que quisiera crecer exitosamente sería insólito e imperdonable: no tenía visión de futuro.

Ello desazonó en exceso a John Everton; en definitivas cuentas, esperaba mucho más de su hijo en la reunión.

Óliver Segarra se mantuvo fiel a sus convicciones; mientras él estuviese en la mesa de negociación como socio de Everton Quality, jamás permitiría una bajada tan drástica del poder adquisitivo de los salarios, en el nuevo convenio. Para él, era una evidente vuelta atrás respecto a los derechos laborales. Además, creía que las cosas se podían hacer de un modo distinto y que ser tan radical no resultaría fructífero ni productivo, a medio y largo plazo. Por no decir que los sindicatos pondrían el grito en el cielo, nada más enterarse de semejante propuesta.

Durante el transcurso de la resolución del conflicto, Óliver tuvo que aguantar de Brian lindezas como: «¿Y tú quién eres para opinar de los derechos de los trabajadores?», «Sería increíble que alguien que vive en un ático de ensueño nos dé lecciones de moralidad», «No estoy por la labor de tomar en serio a una persona que piensa antes en los intereses de los trabajadores, que en los de su propia empresa» o «Ya solo hace falta que te asocies directamente con los sindicatos y te unas a su causa».

El ataque a la yugular de Brian hacia Óliver puso de relieve la mala relación que había entre los dos y, asimismo, dejó claro que sería un hueso duro de roer.

Aunque Óliver, claro está, sabía que, en algún momento de la embestida, Brian tendría que ceder o, por lo menos, bajar la guardia. En realidad, era contraproducente seguir por el mismo camino de despropósitos. Por eso, Óliver, en todo el proceso, demostró tener una gran entereza y saber estar e hizo saber, no solo a Brian, sino a John Everton y a Gabriel Radebe, que él estaba exclusivamente para llegar a un acuerdo que satisficiera a todas las partes.

Así que, en lugar de dejar en ridículo a Brian o aprovecharse de su falta de experiencia e instrucción, Óliver mostró su mejor cara y le pidió, amablemente, que justificase con datos objetivos las razones por las que querría llevar a cabo un cambio tan riguroso del actual convenio colectivo.

Pero Brian no dio, en ningún momento, con la tecla adecuada.

John Everton, de la manera menos traumática posible, no tuvo más remedio que pedir a su hijo que mantuviera la boca cerrada. Sabía de la importancia que tenía para él esta reunión, pero su inmadurez acarrearía graves resultados para el bienestar de sus intereses. Y no podía dejar que eso sucediera.

Gabriel Radebe se alineó con Óliver por primera vez, desde que éste aterrizara en Everton Quality. Entendió que el tiempo apremiaba y que las consecuencias por no llegar a un acuerdo podían ser catastróficas para el futuro de la empresa. Por supuesto, intentó expresarse de la mejor manera posible; no quiso sonar desafiante ni tampoco provocar que se alborotase, de nuevo, el gallinero.

Tras unos momentos de desconcierto, John Everton miró a Óliver y le pidió su opinión sobre lo que había pensado.

—En este caso, creo que es visible la mala sintonía existente entre Brian y yo. Eso es algo innegable; pero lo más importante, es llegar a un buen acuerdo entre nosotros, para ofrecer un convenio digno y respetable a los sindicatos. Es evidente que no se puede tirar por tierra, de un plumazo, el convenio existente. Eso lo sabéis bien tanto vosotros, como lo sé yo. A la gente hay que tratarla con respeto y no ofrecerle las migajas, porque éstas podrían desmenuzarse y estallar ante nuestras propias narices.

—¿A dónde quieres llegar? —preguntó John Everton.

—Como he podido comprobar a lo largo de la reunión, no vamos a ir a ninguna parte si no planteamos juntos una reducción efectiva de los salarios encima de la mesa. Por lo tanto, el acuerdo al que lleguemos con los sindicatos integrará dicha reducción, en la nueva escala salarial, pero no de un 40%.

Se hizo un leve silencio.

—¿Y de qué porcentaje estaríamos hablando? —preguntó Gabriel Radebe.

—De un 17% —respondió Óliver.

—Esa cantidad la veo más acorde para empezar a negociar con ellos —manifestó John Everton—. ¿No crees, Brian?

Pero Brian miró hacia otro lado.

—El 30% de los trabajadores fijos en plantilla supera los 60 años —puntualizó Óliver—. Es un dato más que interesante, teniendo en cuenta la cantidad de jóvenes operarios que han pasado por nuestras instalaciones durante todo este tiempo y han tenido que marcharse. Al fin y al cabo, en la actualidad, solo contamos con un fiel cliente, ¿verdad?

John Everton le miró con gesto serio, pero guardó silencio.

—En mi humilde opinión, debemos dejar de ser tan retraídos y volver a ponernos en el mercado. Es inaudito que, hoy por hoy, solo elaboremos los asientos de automóvil de un único fabricante. Durante los últimos seis meses, hemos estado con la soga al cuello, esperando a que Neissy resolviese el concurso de manera favorable a Everton Quality. Esta vez ha sido así; pero podría haberse dado de un modo completamente distinto. —Se terminó el café con leche que restaba en la taza y dijo en tono resuelto—: Es el momento idóneo para captar a nuevos clientes. Y me ofrezco voluntario para llevar las riendas del Departamento Comercial. Para ello, necesito tener plenos poderes para poder trabajar en una reestructuración de la empresa, cuando sea el momento oportuno.

—¿Cuál sería el siguiente paso? —preguntó John Everton.

—Creo que, en el fondo, siempre lo has sabido, John. Cuando tengamos todo listo y comencemos a producir en masa, calculo que será dentro de unos tres meses, tendrás que mantener una reunión con los altos mandatarios de Neissy y hacerles comprender que necesitamos abrirnos al mundo. Quiero que los sindicatos tengan en cuenta, en el plan de viabilidad que les presentemos, nuestro compromiso de contactar con otros fabricantes y ofrecerles nuestros servicios. Después de tantos años volando solos, es nuestra obligación.

—¿Y si te dijera que no aceptamos tu propuesta? —dijo John Everton—. Personalmente, no apruebo la imposición con respecto a que tengamos que cederte el mando de la empresa; aunque sí podría discutir contigo la posibilidad de que seas el nuevo jefe del departamento que, hasta ahora, he dirigido yo. Por otro lado, creo que es necesario esperar hasta el año que viene, para comunicar a ambas partes la pretensión de trabajar algún día para otros fabricantes.

Óliver notó que estaba entrando en un callejón sin salida y decidió jugarse todo a una carta.

—Diría que no se me está tomando en serio. Si se diera el caso, aunque no deseo tener que llegar a tal extremo, convocaría una reunión extraordinaria con los representantes de los trabajadores. No estoy tan seguro de que les sentase muy bien el hecho de que Brian, en su brillante intervención, haya asegurado que se tendría que bajar el 40% del sueldo anual a futuros operarios; ni tampoco que vuestro deseo es estancar la posibilidad de incorporar a nuevos clientes en un futuro. Además, no tengo muy claro cómo afectaría a la productividad de Everton Quality; es decir, ¿hasta dónde estaríais dispuestos a llegar para seguir conservando la estabilidad en la fábrica? ¿No sería perjudicial para nuestros intereses que, en esta mesa, se decidiese continuar por el mismo camino? Piénsalo, John. Sería importante que reconsiderases tu postura.

—¿Serías capaz de echarnos a los leones a tan solo unos días de rubricar el acuerdo con Neissy? —preguntó John Everton, con el ceño fruncido.

—Sin que sirva de precedente —dijo Gabriel—, creo que esta vez estoy con Óliver. Como bien sabes, no podemos arruinar una operación que nos va a suponer millones, por una cuestión de egos, ni tampoco soportar una huelga a la vuelta de la esquina. Lo siento, John, pero mi decisión es firme.

John Everton se quedó en silencio durante casi un minuto, mientras asentía con la cabeza, pensativo. Le habían asombrado las palabras de su viejo camarada. De hecho, ahora mismo se sentía como si le hubieran dado una puñalada trapera.

—Está bien —dijo John, resignado—. Autorizaré las gestiones pertinentes para que puedas trabajar sin presiones. —Luego, miró a su hijo, pero al ver su rostro cabizbajo y enojado, prefirió no decirle ni una sola palabra—. Ahora, si me permitís. —Dio un par de golpecitos en la mesa, y luego, sin más preámbulos, se levantó de la silla y abandonó la sala.

Obviamente, Óliver sabía que le había golpeado donde más le dolía. Pero fue necesario dar un golpe de efecto, para poder reconducir la tensa situación y llevarla al punto que más le interesaba. ¿Hubiera sido capaz de concertar una cita con los sindicatos a espaldas de los demás socios? Seguramente no hubiese tenido el valor.

Por suerte para él, no tuvo que comprobarlo.

Este tanto tenía marcado su nombre.

Brian Everton salió de su despacho y avanzó por el Departamento de Recursos Humanos a paso ligero. Ni siquiera se paró a saludar a los empleados que se encontraban allí trabajando. Salió del departamento y caminó escaleras arriba para reunirse con su padre. Estaba furioso. Realmente furioso.

Todavía no se le había borrado de la cabeza la humillación sufrida a manos de Óliver. Se sintió ridículo, utilizado como un puto sparring. Para colmo, la negociación resultó ser un tremendo fiasco de principio a fin. Lo peor para él fue la poca resistencia que ofreció su padre contra las malas artes de Óliver. ¿Por qué no se rebeló? ¿Influyó tanto la decisión de Gabriel? Resultaba patente que necesitaba respuestas.

Brian entró dando un portazo.

—¿Qué ocurre, Brian? —preguntó John Everton, al ver entrar a su hijo de esa manera.

—Lo sabes perfectamente.

—Si vienes a pedirme explicaciones sobre lo que pasó en la reunión, ya dije lo que pensaba.

—¿Vas a permitir que se salga con la suya? —preguntó Brian, en un tono enfadado.

—Es mejor esperar, hijo.

—¿Esperar? No podemos permitirnos el lujo de que Óliver gane terreno de esta manera. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Venderle parte de nuestras acciones para que pueda tener una participación superior a la nuestra? ¡Hay que hacer algo!

—Ahora mismo no podemos mover ni un dedo. Sé que es difícil para ti, Brian, pero debes comprender lo que está sucediendo.

Brian tragó saliva.

—No hay nada que comprender —dijo—. Es tu decisión, pero espero que no tengamos que arrepentirnos dentro de un tiempo.

—A mí tampoco me gusta todo esto. Óliver ha sabido jugar bien sus cartas, y Gabriel se ha puesto de su parte. Supongo que lo ha hecho porque ha entendido que era lo mejor para la empresa. No puede haber otra explicación. Aunque nunca me lo hubiese esperado de él. Gabriel y yo siempre hemos tomado las decisiones conjuntamente. Esta vez también contaba con su apoyo. En fin, tendré que resignarme y mirar para otro lado. Cuando anunciemos la producción del nuevo modelo junto a Neissy, me gustaría que seas tú, en nombre de Everton Quality, el que se encargue de la presentación y se haga las fotos de rigor junto a ellos. No quiero exponerme en público. ¿Me harás ese favor?

Brian asintió con la cabeza.

2

Xavi García y Artur Capdevila se encontraban en L’Hospitalet de Llobregat, en un estudio que tenían alquilado desde hacía medio año. Era una planta baja de cincuenta y cinco metros cuadrados, que comunicaba con el exterior de la calle. Constaba de cocina americana, suelos de parqué y calefacción. La habitación más pequeña era usada a modo de despacho. En el centro, había una mesa rectangular de roble macizo, en la que había un cenicero en forma de hoja de marihuana, dos calculadoras, un paquete abierto de 500 hojas de DIN A4 y una bolsa transparente, repleta de bolígrafos azules.

Los dos amigos coincidieron en la etapa de secundaria, a la edad de catorce años. En esa época, Xavi era un chico deportista que jugaba en el equipo de fútbol del barrio, no fumaba tabaco y, por supuesto, nunca había visto a nadie liarse un porro. Era inteligente, aunque no de los más brillantes de la clase, y sus notas rondaban entre bien y notable. Por su parte, Artur estudiaba en la clase de al lado, odiaba a rabiar la asignatura de educación física —siempre la suspendía— y era considerado como el empollón del curso. A decir verdad, no se esforzaba demasiado en clase porque le aburría, pero los exámenes siempre los bordaba con excelentes resultados.

Con el paso de los años, Xavi decidió estudiar formación profesional y Artur fue a la universidad, aunque empezaron a frecuentar las calles más de la cuenta y a juntarse con “personas poco recomendables”. Jamás robaron ni agredieron a nadie, como sí otros conocidos suyos, que únicamente dedicaban su tiempo a hacer el gamberro. En determinado momento, se dieron cuenta de que no tenían nada que ver con esa gente y desaparecieron del barrio.

A Ánder Bas, un camello de cierta relevancia del distrito de Les Corts, lo conocieron en una discoteca situada en el Paseo Marítimo de Barcelona. Xavi congenió con él a las mil maravillas; con Artur fue diferente y no hubo mucho feeling. Además, Artur, desde muy pequeño, había demostrado un comportamiento antisocial, y puede que eso influyera un poco. De vez en cuando, saltaban chispas entre ellos y Xavi tenía que hacer de mediador para evitar males mayores. Y es que, Ánder Bas era un provocador como la copa de un pino; en repetidas ocasiones, invitaba a Xavi a cubalibres y a Artur lo dejaba en la estacada; y cada fin de semana, inscribía a Xavi en su lista VIP, para que pudiese acceder a las mejores discotecas de la ciudad y se «olvidaba» de Artur.

Aunque para los negocios era otro cantar.

Cuando pasó el tiempo suficiente, Ánder Bas les propuso sacarse un dinero extra a cambio de que vendieran hachís para él. Ellos se miraron y aceptaron en cuestión de segundos. Comenzaron con medio kilo, para ver qué tal se desenvolvían, y demostraron predisposición para vender el material en muy poco tiempo. Ánder Bas se alegró enormemente y, sin dudar un solo instante, decidió apostar por ellos.

Quizás, si Ánder Bas lo hubiese sabido, no les hubiera dejado tanta autonomía; pero eran tan efectivos, que hubiese sido un completo imbécil si dejaba escapar la oportunidad de enriquecerse todavía más. Ante los suyos no quiso reconocerlo, pero en el fondo lo vio venir. Siempre ocurría lo mismo. Cuando alguien destacaba por encima del resto y tenía carisma, automáticamente se convertía en un problema.

Por desgracia para él, Marek, el jefe de la organización, quiso conocer a Xavi García. Se trataba de un hecho insólito: nunca mantenía contacto con ningún colaborador externo de bajo nivel. Sin duda, había visto algo en Xavi García que no había visto en otros, y eso no le inspiraba ninguna confianza.

Xavi acudió a la cita una semana más tarde.

Cuatro Plantas1 estaba situado en el distrito de Sants-Montjuïc. El suburbio donde vivía aquel tipo era, prácticamente, una recta de casi dos kilómetros, y solo tenía un supermercado que abastecía a todos sus habitantes. No había tiendas, restaurantes ni ningún otro negocio para que su gente pudiese prosperar. Únicamente, se había permitido montar un bar y un taller mecánico, y era propiedad de una sola familia.

El barrio estaba mal iluminado y no porque careciese de farolas, sino porque la mayoría de ellas estaban rotas o no disponían de bombillas. De día no era problema, pero de noche era otra historia; si los habitantes no se desplazaban con una linterna, difícilmente podían gozar de una pizca de visibilidad. La escuela estaba casi al final del barrio y solo impartía clases de primaria, en un triste y decepcionante barracón. Los niños que pasaban a estudiar secundaria tenían que dirigirse a los centros del barrio de al lado.

Marek era considerado por muchos como uno de los personajes más temidos de la Ciudad Condal. Xavi había oído historias sobre él, como que una vez secuestró a un tío porque le debía dinero. Según las malas lenguas, hasta que no le pagó, decidió quedarse con él y con su coche, día y noche, durante toda una larga semana. Al final, abonó la deuda, pero, con el tiempo, nada más se volvió a saber del tipo ni tampoco de su coche.

Decían que era un tipo que se enfadaba con suma facilidad y que no dudaba en sacar el arma a la primera de cambio. De hecho, en una ocasión, uno de sus matones le avisó de que un hombre le había quitado el aparcamiento (que no era suyo, por cierto). Bajó las escaleras pistola en mano, lleno de rabia, mientras el pobre hombre cerraba su vehículo. En cuanto le vio, el hombre entendió que mejor aparcaría en otro lado. Volvió a meterse dentro, encendió el motor y se alejó de allí a toda prisa.

Aunque Xavi no tuvo que comprobar su «mal genio».

Marek le abrió las puertas de su casa y se pasó regalándole los oídos casi las dos horas que duró el encuentro. Con un estilo facineroso, a lo cine de gánsteres, le remarcó que el trabajo bien hecho sería recompensado. Xavi asintió con la cabeza, mientras lo miraba intimidado, con verdadero respeto.

A partir de aquel día, se convirtió en su protegido. Los primeros meses, Xavi y Artur tuvieron que trabajar a destajo, para demostrar de lo que eran capaces. Por suerte, ambos se defendieron bastante bien.

Ánder Bas tuvo que aceptarlo, pero no estaba conforme con aquella situación. Para colmo, su peso en la organización fue disminuyendo paulatinamente mientras veía cómo Xavi y su amigo se llevaban todos los honores. La rabia lo consumía por dentro.

Leyes de fuego

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