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El móvil de Xavi sonó, mientras estaba en la ducha. Así pues, cerró el grifo, cogió la toalla, se la ató a la cintura y abrió la puerta corredera. Rápidamente, se secó las manos por encima de la toalla, estiró el brazo y atendió la llamada.

Era Marek.

—Arréglate y ven enseguida —le apremió, desde el otro lado de la línea—. Te necesito aquí y ahora.

Xavi se puso tenso de inmediato, el tono de su voz no sonó muy amistoso.

—Me temo que tardaré un poco más de la cuenta en llegar. Todavía no he desayunado. Acabo de levantarme y ahora iba a terminar de...

—¿Acaso crees que puedes fichar cuando te dé la gana —le cortó con brusquedad, elevando el tono de su voz—, como si formases parte de un club social? Esto no funciona de ese modo, Xavi. Si te llamo, da igual la hora que sea, te montas en tu moto y acudes a mí, sin poner ningún tipo de excusa. ¿¡Me oyes!? —Gritó—. ¡No me vengas con evasivas!

En ese momento, se produjo un intenso e incómodo silencio, al que Xavi no sabía cómo hacer frente.

—Perdona, Marek, no quería faltarte el respeto, te lo prometo. Simplemente, quería explicarte el motivo por el que a lo mejor no puedo... —dejó de hablar, tras escuchar un par de pitidos—. ¿Marek? —Miró la pantalla del móvil. Entonces, se dio cuenta—. ¡Oh, no!

Marek había cortado la comunicación.

Xavi salió de la ducha y con la toalla alrededor del cuerpo, fue directo a la habitación.

Su novia, Raquel, estaba ordenando la cama. Al ver entrar a Xavi nervioso y con el gesto del rostro demudado, dejó lo que estaba haciendo y se interesó por su estado:

—¿A qué se deben las prisas a estas horas de la mañana? ¿Va todo bien?

Xavi abrió el armario y sacó lo primero que encontró: un pantalón tejano y un polo de manga larga de color verde.

—Acaba de llamarme Marek —contestó, mientras se ponía el tejano.

—¿Ahora? Si son las ocho de la mañana. ¿Qué quiere este hombre tan temprano?

—No lo sé. Lo único que me ha dicho es que vaya allí cuanto antes. Le he notado disgustado.

—¿Por qué?

—No tengo ni la más remota idea —reconoció. Luego, hizo una inspección ocular alrededor del cuarto, como si estuviese buscando algo—. ¿Has visto mis zapatos?

Ella torció el gesto.

—¿Vas a irte sin tomar el desayuno? —le contestó con otra pregunta.

Xavi la miró y se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Desayunar —respondió ella, con seriedad.

—No puedo —dijo contrariado—. ¿Has visto mis zapatos? —Volvió a preguntar—. No los encuentro por ningún lado.

Raquel se agachó, se puso de rodillas y miró debajo de la cama; se levantó con los zapatos en la mano.

—Aquí tienes.

Xavi los cogió, se sentó en el borde de la cama y, sin perder más tiempo, se calzó los pies.

—No me gusta que te vayas sin desayunar.

Xavi se puso en pie, se acercó a ella y la abrazó. Ella hizo lo propio. Después, aún cogidos, sus cuerpos se separaron un poco y él manifestó:

—A mí tampoco me gusta tener que marcharme de sopetón y dejarte sola.

Continuaron abrazados durante unos pocos segundos más y se besaron.

—Comeré algo en cuanto pueda parar y descansar. Te lo prometo.

—Más te vale —le presionó cariñosamente—. Hablando de comer, parece ser que tendré que bajar yo sola al supermercado a comprar la comida de toda la semana. —Dijo resignada y con una leve sonrisa.

—Creo que esta vez sí —contestó Xavi.

De inmediato, volvió a besarla. A continuación, cogió la parka marrón que estaba colgada dentro del armario y se la puso. Raquel, por su parte, no podía evitar mirarle con preocupación.

—Ten mucho cuidado.

Xavi asintió y se marchó de su casa rumbo a Cuatro Plantas, sin tener conocimiento alguno de por qué se requería de sus servicios, de manera tan súbita e inesperada.

A las diez de la mañana, John Everton entró con su BMW Serie 5 en el complejo industrial de Everton Quality.

Había dos vigilantes en el interior de la garita de seguridad en ese mismo momento. Ambos permanecían sentados en sus respectivos puestos. Cuando se percataron de su presencia, el vigilante que estaba más cerca de la puerta se levantó de su asiento y salió a recibirle.

John Everton al verlo, paró el coche y bajó la ventanilla del copiloto.

—Buenos días, señor Everton —dijo el vigilante.

John Everton le devolvió el saludo.

—Tengo que hablar con usted. ¿Le importaría salir de su coche? —el vigilante se mostró muy serio.

—¿No me lo puedes decir desde ahí fuera?

—No, señor.

Al observar la expresión tan seria de su rostro, John Everton decidió acceder a su pretensión.

—Está bien, ahora salgo —dijo, un poco incómodo. Bajó del BMW y se acercó hasta él—. ¿Qué hay de nuevo?

—El vehículo de su hijo no ha salido del recinto esta noche.

—¿Cómo que no ha salido del recinto? —preguntó John Everton con extrañeza—. ¿A qué te refieres?

—Pues que todavía sigue estacionado en su plaza.

—¿Y Brian...?

—No lo hemos visto. De hecho, ningún trabajador lo ha visto. Hemos preguntado en el Departamento de Producción y nos han dicho que Brian, ayer, no pasó por allí en todo el día. La última persona en fichar de Recursos Humanos asegura que Brian estaba en su despacho cuando ella terminó su jornada a las seis de la tarde. El resto de los departamentos tampoco tienen constancia de su presencia.

—¿Las cámaras? ¿Podemos ver las cámaras que enfocan en la zona de los directivos?

—La cámara que en teoría debe grabar hacia ese objetivo, no funciona.

—¡Maldita sea! ¿Puedes explicarme para qué coño estoy pagando un servicio de seguridad, si hay cámaras de videovigilancia que están estropeadas?

—Pues, yo...

—¿Por qué no me habéis avisado antes de su desaparición?

—Bueno, hemos pensado que su hijo volvería durante el transcurso de la noche y...

—Pues ya ves que no está aquí. ¿No habéis aprendido nada de la muerte de Gabriel?

—Lo siento, señor. ¿Quiere qué avisemos a los Mossos d’Esquadra?

—No, no llaméis a nadie. Toma. —Le entregó las llaves del BMW. El vigilante las cogió, sorprendido—. Apárcame el coche y buscad una imagen donde aparezca mi hijo.

Sin esperar una contestación, se alejó caminando a grandes zancadas hasta la puerta principal.

Mientras subía las escaleras, a toda prisa, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta e hizo una llamada.

—Inspector Carrasco —respondió.

—Diego, soy yo —dijo con nerviosismo.

Enseguida se dio cuenta de quién era la persona que estaba al otro lado de la línea.

—Sabes que no podemos hablar... y menos por teléfono. Quedamos en eso hace mucho tiempo, ¿ya no te acuerdas?

—Sí.

—¿Y entonces? Debería colgarte ahora mismo.

—No me cuelgues, te lo ruego.

—¿Por qué no?

—Porque han secuestrado a mi hijo.

Diego Carrasco frunció el ceño.

—¿Cómo has dicho?

—Han secuestrado a Brian.

—¿Estás seguro de lo que estás diciendo?

—Sí.

—¿Has avisado a emergencias?

—Todavía, no. Quería hablar contigo primero. Sé que estás supervisando personalmente la investigación, para esclarecer cuanto antes el asesinato de Gabriel.

—Así es. ¿Cuándo ha ocurrido?

—No tengo ni idea. Supongo que ayer por la tarde. Cuando he llegado esta mañana, el vigilante de seguridad me ha dicho que el coche de Brian no se ha movido de aquí en toda la noche. Tampoco lo han visto salir por la puerta.

—¿Cabe la posibilidad de que se haya ido con alguien de la empresa? Puede que Brian tenga alguna amiga especial y que, simplemente, esté con ella ahora mismo.

—Conozco muy bien a mi hijo. Nunca se iría de aquí sin su coche.

—¿Qué hay de las cámaras de videovigilancia?

—La mitad de ellas no están operativas. Y, sinceramente, no lo entiendo. Tendrían que funcionar perfectamente. No hace ni un año de la última revisión.

Diego Carrasco notó angustia en su voz.

—Debes mantener la calma.

—¿Mantener la calma? Alguien ha entrado en mi propiedad y se ha llevado a mi hijo. —Hizo una pequeña pausa—. Tenéis que encontrar a Brian... con vida.

—Si estás tan seguro de que no se ha marchado voluntariamente, llama ahora mismo al 112. Si procede, la Unidad de Investigación se hará cargo.

Por primera vez en muchísimo tiempo, John Everton estaba asustado. El teléfono de su hijo estaba apagado y saltaba el contestador. Sabía que estaba saliendo con una operaria del Departamento de Producción llamada Mar García. Desde su ordenador, podía acceder a una base de datos que le permitiría saber qué trabajadores estaban en el turno de mañana. Así que lo encendió y repasó la lista alfabética. En cuanto llegó a la letra G y vio su nombre, se levantó de la silla y salió del despacho a toda prisa.

Marek abrió el cajón, sacó una fotografía del interior y la puso sobre la mesa. Después, habló:

—John Everton; sesenta y cuatro años; empresario; residente en Barcelona.

Xavi no entendía en absoluto qué demonios estaba pasando en aquella habitación.

—¿Qué tiene que ver este señor conmigo? —preguntó, intrigado.

—Necesito que hagas un trabajito para mí —se limitó a responder Marek.

Xavi se quedó en silencio, absorto en sus pensamientos. En su cabeza, poco a poco, comenzó a unir cabos y barajar diversas hipótesis, para tratar de dilucidar cuanto antes el tipo de encargo al que tendría que enfrentarse. Ciertamente, todo este asunto le olía muy mal.

—Quiero que te incorpores al equipo de mi hermano Jósef —prosiguió—. Le ayudarás en el seguimiento de ese hombre y, cuando llegue el momento oportuno, os encargaréis de dar con él. —Posteriormente, se tomó una pausa de unos segundos antes de continuar—. Bien. Una vez retenido y puesto a cubierto, quiero que lo llevéis a un lugar apartado, seguro, donde nadie consiga encontrarlo ni tampoco se puedan producir visitas inesperadas. Te quedarás con él, lo vigilarás y esperarás mi llamada. —Hizo una pequeña pausa—. Bueno, Xavi —lo miró fijamente a los ojos. Entonces, una risita macabra salió de sus labios y, después, con una voz tan grave y poderosa que podría haber intimidado al personaje más farruco, agregó—: No creo que sea necesario tener que ser más explícito, ¿verdad?

Xavi tragó saliva y un escalofrío recorrió cada parte de su cuerpo.

—Esto me viene muy grande, Marek. Lo siento... yo... no... no puedo hacer lo que me pides. De ninguna manera.

—No te lo estoy pidiendo.

Xavi no dejaba de menear la cabeza de un lado al otro.

—Yo no me metí en este mundo para secuestrar a nadie —dijo, con la voz temblorosa.

Marek se aclaró la garganta y, luego, con semblante adusto, empezó a hablar:

—Mira, Xavi, a veces tengo que tomar decisiones. Muchas veces, no te gustarán y, otras, ni siquiera las entenderás. Pero esto es un negocio. No espero tu aprobación ni tampoco arrepentimientos de última hora. Cuando viniste a verme, ya sabías a lo que te arriesgabas y, que yo me acuerde, en ese momento no te importó lo más mínimo. Querías ganar dinero; yo te di una oportunidad. Querías que te respetaran en tu barrio, ahora lo hacen. —Respiró profundamente y soltó el aire, poco a poco—. ¿Qué pasa, Xavi? ¿Quieres fallarme, ahora? Me dolería mucho haberme equivocado contigo. Mucho.

—No me hagas esto, Marek. Pídeme cualquier otra cosa, pero no que lleve a cabo un secuestro. Esto es demasiado para mí.

Pero Marek se mostró implacable.

—No tienes alternativa.

La cafetería del Departamento de Producción era una sala de unos treinta y cinco metros cuadrados. En ella, había seis mesas rectangulares de material laminado con sillas incorporadas. Asimismo, cerca de la puerta, había varias máquinas expendedoras de agua, café, galletas y refrescos. Un tipo con una bata blanca extrajo un vaso de café solo de la máquina y salió de la sala.

Mar García estaba sentada en una de las mesas, junto a una compañera. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo, color azul. Era su hora de descanso y disponían exactamente de diez minutos. Ninguna de las dos fumaba, por lo que solían quedarse en el interior de la nave industrial.

Aquella mañana, tenía la sensación de que algo no funcionaba como de costumbre. Ayer habló con Brian, a las seis de la tarde, pero no le envió el mensaje de «Buenas noches». No quería parecer una loca adolescente enamorada, pero, desde hacía tres meses, se habían intercambiado mensajes cada día. Además, cuando se llamaban por la noche, podían estar hablando durante horas.

Pero, ayer, no sucedió ninguna de las dos cosas.

Para colmo, el vehículo de Brian estaba estacionado en su plaza de aparcamiento, cuando ella llegó a las cinco y veinte de la mañana. «¡Qué raro!», pensó. También se le pasó por la cabeza subir a su despacho, cuando le llamó al móvil y saltó el buzón de voz, pero le quedaban diez minutos para empezar su jornada laboral.

«En seis años, no he llegado tarde ni una sola vez», se dijo a sí misma. «Desde luego, no voy a empezar ahora». Cogió el vaso de Nesquik y se lo bebió de un trago.

—¡Eh, Mar! —dijo su compañera—. ¿No está allí tu suegro?

Mar se rió y le dio un pequeño golpe con el codo.

—¡Anda, calla!

Pero, era verdad. John Everton estaba frente a la cafetería, hablando con el compañero que acababa de salir con un vaso en la mano. De pronto, éste se volvió hacia dentro e hizo un gesto con el dedo, señalando hacia donde estaban ellas.

—Me parece que te está buscando.

—No. No creo que venga a buscarme a mí.

John Everton entró en la cafetería y, efectivamente, se dirigió hacia ella, con paso firme.

—¿Eres Mar García?

Ella asintió.

—Hola, señor Everton.

—Necesito que me acompañes a mi despacho. Ahora mismo.

—El descanso termina en cinco minutos.

—No temas por eso. En esta hora no vas a trabajar.

«Seguro que viene por Brian», se dijo. Mar García se levantó del asiento, rodeó la mesa y se colocó junto a él.

—Después hablamos —le dijo a su compañera.

Acto seguido, salieron de la cafetería.

John Everton y Mar García tomaron asiento, uno enfrente del otro.

Antes de que Mar pudiese articular palabra, John manifestó:

—Sé que estás saliendo con mi hijo.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Por eso he venido a buscarte.

—¿Le ha pasado algo a Brian?

John Everton la miró fijamente.

—Bueno... no lo sé. Tiene el móvil desconectado y su vehículo está aquí, en el parking de la empresa. ¿Hablaste con él ayer?

—Sí. Hablamos por teléfono sobre las seis de la tarde.

—¿Sabes desde dónde te llamó?

Mar asintió con la cabeza.

—Sí, desde su despacho.

«Eso concuerda con lo que el vigilante me ha explicado antes. Brian, a las seis, todavía seguía en la empresa», pensó.

—¿Qué cree que le ha podido pasar? —preguntó ella.

John Everton se quedó pensando un instante.

—Que el coche esté aquí y él no... es muy extraño —dijo, desalentado.

—¿Y las cámaras? Le habrán visto, ¿verdad?

—Están revisando todos los vídeos.

Mar se llevó la mano a la boca, acongojada.

—Dios mío, espero que esté bien.

Ambos se quedaron callados durante unos segundos.

—En cuanto tenga una imagen de Brian llamaré a los Mossos —dijo él—. Quiero que dispongan de todas las pistas para poder empezar a buscarlo.

Mar asintió de nuevo.

—Claro. No ha podido desaparecer, así como así.

John Everton respiró hondo.

—Mar, te pediría que no dijeras nada a tus compañeros. Si contacta contigo en algún momento, da igual la hora que sea, me llamas. —Cogió una tarjeta de visita del montón que tenía al lado del ordenador y la dejó sobre la mesa—. Esta es mi tarjeta. Por favor, no dudes en llamarme.

Ella cogió la tarjeta y se la quedó entre las manos.

—Usted haga lo mismo.

John Everton asintió mientras la miraba con zozobra.

—No hace falta que ahora vayas a trabajar. Tómate un descanso.

Mar suspiró.

—Gracias.

Se levantó y salió del despacho. Acto seguido, mientras caminaba por el pasillo, sacó el móvil y volvió a llamar a Brian. Por segunda vez, saltó el buzón de voz.

«¿Dónde estás?», se desesperó.

Intentó autoconvencerse de que todo aquello era un malentendido; pero ese pensamiento duró tan solo unas décimas de segundo.

Una ola de pesimismo golpeó de frente a su ingenuidad.

Una hora más tarde, agentes del grupo de investigación de la comisaría de El Prat se presentaron en Everton Quality. Tomaron declaración a los dos vigilantes, a la auxiliar de servicios y a John Everton; además de a todas las personas que estuvieron ayer trabajando en el turno de tarde. En este caso, hablaron con el personal de todos los departamentos, menos con el de Producción, ya que los operarios que estuvieron trabajando en el momento de la desaparición de Brian pertenecían al turno de tarde.

Los investigadores analizaron las pruebas facilitadas por el equipo de seguridad y descubrieron que la última persona que habló con Brian no era el responsable de Jannet, la empresa de limpieza, sino un trabajador de Everton Quality. Se llamaba Carlos Vidal. El tipo llamó desde su teléfono móvil con número oculto; sin embargo, no contó con un detalle importante: Everton Quality disponía de Identificador de Llamadas; incluso, la conversación estaba grabada. En ella, para sorpresa de los investigadores, se escuchó perfectamente cómo el hombre amenazaba a Brian durante los siete minutos y cuarenta y siete segundos que duró la llamada. En un momento de euforia, el cabo del grupo de investigación dijo:

—Este caso es uno de los más fáciles a los que me he enfrentado.

Diego Carrasco habló con el inspector de la Unidad de Investigación de la comisaría de El Prat y pidió «entrevistarse» personalmente con Carlos Vidal.

Raquel se levantó del sofá como un resorte, cuando vio a Xavi entrar por la puerta. Él se quedó allí, de pie, inmóvil. Tenía los ojos vidriosos y el labio inferior le temblaba. Algo no iba bien y ella se dio cuenta enseguida.

—Cariño, ¿qué te ocurre?

Pero Xavi no contestó. No pudo. No tenía fuerzas. No fue capaz de articular una sola palabra. Cerró la puerta y caminó lentamente, como alma en pena, hacia donde estaba ella. Entonces, se echó a llorar, desconsoladamente, como si de un niño pequeño se tratara, al haberse roto su juguete preferido.

Raquel no pudo evitar conmoverse al verlo sollozar y derramar lágrimas, de ese modo tan sufrido.

—¿Por qué lloras? —preguntó.

Xavi, cabizbajo, continuó llorando. Hizo el ademán de abrir la boca, pero no dijo nada. Ella le cogió las manos, para intentar tranquilizarle. Más tarde, consiguió que se sentara en el sofá.

Una vez sentado, Xavi incorporó el cuerpo hacia delante, apoyó los codos sobre las piernas y su cabeza se posó encima de sus manos, quedando su rostro mirando hacia el suelo. Raquel colocó la mano sobre la cabeza de Xavi, para que sintiera su calor y su apoyo. En ningún momento habló. Solo se limitó a aguardar, pacientemente, hasta que él estuviese listo para hacerle partícipe de lo que había ocurrido.

Pasados unos minutos, Xavi recobró la compostura y se sentó correctamente. Raquel lo miraba, con absoluta dedicación.

—No ha sido mi mejor día —comenzó diciendo Xavi. Cogió aire y lo soltó lentamente—. Siento haberte asustado de esta manera. —Hizo una larga pausa antes de continuar—. Marek quiere que colabore en el secuestro de una persona.

La situación superó a Raquel por completo y provocó que se llevase la mano a la boca.

—Me ha dicho que no tengo alternativa —prosiguió—. Eso significa que, si no lo hago, es capaz de hacerte daño. Y no podría soportar que te ocurriese nada. Pero lo que me pide está mal. —Se quedó un momento en silencio—. Me encuentro en un callejón sin salida, porque, haga lo que haga, estoy vendido.

Raquel se quedó anonadada, no sabía qué decir ni qué hacer para ayudarle.

—¿Cómo puedo salir de ésta sin que nadie resulte herido? —se preguntó en voz alta.

Después de permanecer un rato callada, Raquel intervino y dio su opinión.

—Bueno... sabes que siempre me he mantenido al margen de tus negocios con Artur, pero creo que a lo mejor es el momento adecuado de replantearte si lo que has hecho hasta ahora merece la pena.

Xavi la miró fijamente.

—Entiendo lo que tratas de decirme, pero todavía le debemos bastante dinero de la última mercancía que recibimos; primero, tendríamos que vender todo para poder pagarle; además, no es tan fácil abandonar este mundo, así como así. Ahora mismo, no puedo hacerlo; es imposible.

Al escuchar estas palabras, Raquel se movió y se sentó encima de él, quedando sus rodillas apoyadas en el sofá y el rostro a escasos centímetros de él. Xavi la tomó de la cintura. Ella le rodeó el cuello con las manos. Por unos momentos, se miraron a los ojos. Entonces, Raquel dijo:

—Tendrás que pensar muy bien lo que haces desde este mismo momento: quiero que seas el padre de mis hijos.

Leyes de fuego

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