Читать книгу Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez - Страница 8

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Al cabo de un par de días, el teléfono del Departamento de Recepción de Everton Quality sonó a las siete y cuarto de la tarde. Una chica con el pelo recogido, que trabajaba como auxiliar de servicios, se hizo cargo de la llamada. Ahora mismo se encontraba sola, muy entretenida, jugando a un sudoku.

—Buenos días. Está llamando a Everton Quality. Mi nombre es Ruth. ¿Qué desea? —se presentó sin ganas, de forma muy mecánica, como si estuviese hasta el moño de repetir las mismas frases, día tras día.

—Buenos días. Deseo hablar con Brian Everton, por favor.

—¿Me puede indicar su nombre? —preguntó la recepcionista.

—Claro que sí —dijo; entonces, se lo inventó—: Norberto Azcona. Soy el responsable de la empresa de limpieza que tienen contratada.

En lugar de preguntarle el motivo de su llamada, la chica obvió esta directriz y le pasó, directamente, con Brian Everton.

—Muy bien. No se retire.

En ese momento, una melodía a modo de música de espera sonó durante, aproximadamente, unos cinco segundos.

Brian respondió a la llamada.

—¿Diga?

—Hola, pedazo de mierda.

Brian frunció el ceño.

—¿Disculpe? ¿Cómo me ha llamado?

—Ya veo que no eres tan chulo por teléfono, ¿me equivoco?

Brian intentó mantener la calma.

—Lo siento, pero si no me dice quién es, voy a tener que colgar.

—No; todavía no cuelgues.

—¿Por qué?

El hombre golpeó varias veces, con el puño, lo que parecía ser el capó de un automóvil.

—¿Escuchas? Estoy en tu coche, cabrón.

Brian carraspeó y luego habló.

—¿Pretende que me lo crea?

—Porsche 911, azul oscuro, plaza siete.

Brian suspiró.

—Está bien, ¿qué quiere?

El tipo del otro lado de la línea se echó a reír a carcajadas.

—Destrozarlo.

De pronto, un fuerte estruendo de cristales rotos retumbó en sus oídos. Brian se sobresaltó, se levantó bruscamente y salió del despacho, con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja. A continuación, atravesó el Departamento de Recursos Humanos y empezó a bajar por las escaleras. El corazón se le iba acelerando, cada vez más.

—Le aseguro que como sea verdad lo que está diciendo...

—¿Qué?

—Se arrepentirá, no le quepa la menor duda.

El hombre no contestó.

—¿Oiga? ¿Sigue ahí?

Pero continuaba sin responder.

Nervioso, Brian Everton siguió bajando las escaleras. De repente, volvió a escuchar más golpes, más cristales rotos.

Mientras tanto, el hombre conectó el manos libres y se guardó el móvil en el bolsillo. Cogió un bate de béisbol y siguió aporreando el vehículo con contundencia.

—¿Me oyes, ahora? —le preguntó a Brian, desafiante—. ¡Baja si tienes huevos! ¡Vamos!

Brian aceleró el paso.

—¿Te crees muy listo? No. Claro que no. Debes de ser el típico gilipollas al que yo pegaba en clase; ¿o te robaba el bocadillo a la hora del recreo? Dímelo, ¿eres uno de ellos?

Llegó a la planta baja, cruzó el largo pasillo y se apresuró a salir por la puerta.

Ya fuera, echó un vistazo a su alrededor y, luego, caminó hacia las plazas de los directivos.

Para su asombro, pilló “in fraganti” a dos de sus trabajadores, fumándose un porro de marihuana, y no precisamente a la hora del descanso. Estos, al verlo, intentaron disimular, pero fue inútil, el olor echaba para atrás.

Brian los miró con indignación, memorizó sus rostros en la retina y se prometió a sí mismo que los echaría al finalizar el mes.

Siguió andando por el aparcamiento exterior, bajo una extraña calma, que se le antojaba muy incómoda. Los ruidos habían cesado y hacía un par de minutos que la voz no se elevaba vacilante. Tampoco había colgado el teléfono.

Giró la esquina y se detuvo.

Se quedó patidifuso: el Porsche seguía en su sitio, intacto.

¡Qué idiota! ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Le habían gastado una broma pesada.

Respiró profundamente y soltó el aire, poco a poco.

Se acercó hasta su coche y dio una vuelta completa de reconocimiento. Luego, se agachó y, convenciéndose a sí mismo de que no le importaría si el pantalón se ensuciaba, se puso de rodillas y observó con detenimiento los bajos del 911.

Entonces, una voz inesperada lo interrumpió:

—¿Ha perdido algo?

Brian Everton se volvió hacia atrás y recibió un golpe muy fuerte en la cabeza. Cayó desplomado sobre el pavimento.

Leyes de fuego

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