Читать книгу Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez - Страница 5
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Tres semanas más tarde de la reunión de la Junta General de Accionistas, la cadena de montaje del nuevo modelo de Neissy ya estaba instalada en la fábrica de Everton Quality. Se trataba de dos líneas de producción de gran envergadura; la primera se encargaría de fabricar los asientos delanteros y, la segunda, un poco más reducida en tamaño, de los asientos traseros. Durante ese tiempo, se llevó a cabo el proceso de selección de personal a cargo de Brian Everton, aunque Óliver Segarra también quiso involucrarse. De ese modo, la tarea de entrevistar a los candidatos se hizo mucho más amena y eficiente.
Óliver era consciente de que, durante muchísimo tiempo, los sindicatos habían estado detrás de un tanto por ciento de las contrataciones. Eso quería decir que tenían una larga lista de posibles candidatos y, en un momento dado, podrían entregar a la empresa los nombres de las distintas personas que querrían enchufar. Sin embargo, no veía con buenos ojos que se siguiera llevando a cabo esta práctica y decidió cortar por lo sano. La respuesta de los sindicatos fue conjunta y enérgica, pero no hubo nada que hacer. El 100% del personal fue escogido sin interferencias. Creía firmemente que restaba poder de decisión a la empresa y, bajo su criterio, no lo podía consentir. Estaba de acuerdo en que los sindicatos debían luchar por los derechos de los trabajadores. De hecho, él era el primero que velaba por sus intereses, pero cada uno tenía que conocer cuál era su sitio en la compañía. De igual manera, el proceso sería más transparente y daría las mismas oportunidades a todo el mundo que quisiera participar. No era lo mismo enviar un currículum a una empresa que estaba abierta a conocer nuevos talentos, que enviarlo a una donde sus empleados eran supuestamente escogidos a dedo.
Los siete días siguientes, y de manera consecutiva, se lanzaron las primeras unidades de prueba. Directivos de Neissy estuvieron cada uno de esos días vigilando que el producto saliera a su gusto. Fueron días un tanto caóticos y de muchos nervios, pero, al final, dieron el visto bueno.
Los meses de verano fueron pasando, uno tras otro. Su único hijo, Tony, de diez años, y que atesoraba un gran parecido con él, regresó a la escuela e inició quinto de primaria. Ese año, Óliver Segarra y su familia no pudieron disfrutar de las buenas vacaciones a las que estaban acostumbrados. Ciertamente, desde hacía un lustro, solían viajar a bordo de un crucero que daba la vuelta al mundo. El viaje solía durar entre veintiocho y treinta y dos días, dependiendo del destino a elegir. Alicia, su mujer, prefería coger la primera escala, lejos de España, aunque tuvieran que ir hasta Los Ángeles, si ello significaba que el regreso les dejaba, relativamente, a la vuelta de la esquina, como los puertos de Cartagena, Saint Tropez o Civitavecchia. En lugar del viaje de ensueño, se “conformaron” con una estancia de diez días, en uno de los mejores hoteles de Benalmádena; aunque, igualmente, lo pasaron en grande.
Una noche a mediados de septiembre, al salir por la puerta de un bar de copas de la calle Aribau, Brian Everton vio a una mujer muy exuberante de casi metro setenta, y de unos veintisiete años, junto a una motocicleta. Se llamaba Mar García y daba la casualidad de que trabajaba en Everton Quality. Tenía el cabello negro y liso enroscado en un moño y la piel blanca, suave como el terciopelo. Vestía una chaqueta fina encima de la camiseta de rayas, un tejano rojo muy ajustado y unos botines negros.
Brian se quedó un par o tres de minutos en el mismo sitio, observando sus movimientos. Se había fijado en ella, desde el preciso instante que la vio entrar por la puerta de su despacho, el día que le hizo la entrevista. Aunque la tentación apremiaba, nunca había intentado un acercamiento... Hasta esa noche.
—¿Va todo bien?
Ella se volvió y lo reconoció enseguida.
—Parece que hoy no es mi día —respondió malhumorada—. La moto no quiere arrancar. ¡Oh, mierda! —Se quedó pensando un momento—. Tenía que ir a casa de mis padres.
—¿Estás sola?
—Mis amigos acaban de irse.
Brian se mostró pensativo.
—¿Tus padres viven muy lejos de aquí? —preguntó.
—En el centro de El Prat.
—Puedo hacerte un hueco en mi coche, si quieres.
—No hace falta que te molestes, de verdad.
—No es ninguna molestia. Además, ¿cómo tenías pensado ir hasta allí?
—Pensaba coger un taxi —contestó.
—Tengo el coche ahí mismo —dijo señalando el aparcamiento de la acera de enfrente—. Podrías dejar tu moto sin problema. Conozco al dueño y no pagarías un solo euro.
Ella lo miró con incredulidad.
—Te lo juro —se apresuró a decir Brian, con una sonrisa.
Mar consultó la hora de su reloj.
—Vale —accedió, pensándolo mejor.
—Pues vamos —sugirió Brian.
Ella quitó el caballete con el pie, asió las empuñaduras de la moto y, lentamente, se dirigieron hacia el paso de peatones.
A la mañana siguiente, Diego Carrasco, inspector del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, se personó en el lugar de los hechos. El hombre tenía el pelo blanco y elegantemente peinado, y llevaba un traje gris marengo, con una corbata azul marino. Un agente uniformado custodiaba en esos momentos la puerta de entrada.
—¿Ha llegado el sargento Ruiz? —preguntó.
El agente asintió con la cabeza.
—Sí, inspector. Está dentro, junto con el cabo Alberti y la cabo Morales.
—De acuerdo —dijo, con el rostro serio; luego, accedió al interior de la vivienda—. Buenos días.
Todos los agentes se volvieron asombrados, al ver al inspector Carrasco en la escena del crimen. El sargento Ruiz se puso de pie y caminó hacia él.
—No esperaba verlo aquí, inspector —dijo. Era el jefe del Grupo de Homicidios del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur. Con cuarenta y cinco años de edad, llevaba diecisiete años en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra, de los cuales, ocho ejerciendo como jefe de homicidios—. ¿No tiene trabajo en la oficina?
—Pues ya ve que no —manifestó con seriedad.
—La casa está limpia —dijo el cabo Lluís Alberti, al entrar en la cocina. Tenía perilla y un bigote delgado y bien recortado—. Parece que no han tocado nada.
—Puede que el asesino conociera a la víctima —opinó la cabo Morales, una mujer de ojos azules, de cuarenta años y cabello rubio, lacio y corto.
Alberti asintió.
—Tampoco han forzado la puerta al entrar.
El sargento Ruiz se puso en cuclillas, frente al cadáver.
Estaba tendido boca arriba, con los brazos descubiertos, en posición de estrella de mar. Tenía la boca desencajada; los ojos abiertos como platos, ausentes, carentes de expresión... inexpugnables.
Se fijó en los dientes, perfectamente alineados y extremadamente blancos y brillantes, como si de un actor de Hollywood se tratase.
—Cuidaba su aspecto estético —dijo el sargento Ruiz—. De eso no hay duda. —Examinó la cabeza del finado—. Muestra una grave contusión en la parte posterior de la cabeza.
—Sí, pero eso no fue lo que le mató —aseveró el médico forense, que palpaba a la altura de la garganta—. Estoy casi seguro de que murió de asfixia por atragantamiento, como consecuencia de un fuerte impacto.
—¿Un solo golpe? Ese cabrón debió de atizarle con fuerza.
—Podría ser. El golpe provocó la pérdida de la prominencia de la nuez, ¿lo ve? —le preguntó. Aitor Ruiz asintió con la cabeza—. Seguramente, se haya producido una fractura en el cartílago tiroides.
—¿Murió al instante? —preguntó el inspector Carrasco.
El médico forense se volvió hacia él.
—Es probable.
El sargento Ruiz se incorporó y sus ojos recorrieron la habitación, palmo a palmo, esperando encontrar alguna evidencia física que le ayudase a empezar con la investigación.
—De acuerdo, doctor Jerez —dijo el inspector Carrasco—. Manténgame informado. —Se volvió hacia su subalterno—. ¿Sabemos quién es? —preguntó.
—Gabriel Radebe —respondió Aitor Ruiz—. Sesenta años. Dueño de una de las empresas de seguridad más importantes del país. Además, era socio de una empresa de automoción.
—Así que socio, ¿eh?
Diego Carrasco fijó la mirada en el vaso que había sobre la encimera.
—No hay huellas —le informó el patólogo forense al percatarse de que lo observaba.
—Parece ser obra de un profesional —opinó el sargento Ruiz.
El inspector rezongó.
—Eso me temo, sargento. Una ejecución llevada a cabo al gusto del cliente: actúa y sin hacer ruido.
Una hora y media después de la llegada de la jueza de guardia Bárbara Saavedra, titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 6 de Gavá, se procedió al levantamiento del cadáver. Luego, trabajadores de los servicios funerarios trasladaron el cuerpo hasta el furgón y se lo llevaron hacia el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Cataluña.
En ese mismo momento, frente a la puerta del edificio, Diego Carrasco se llevó aparte al sargento Ruiz y mantuvieron una conversación privada.
—Ya sé que está a cargo del Grupo de Homicidios —manifestó, con seriedad—. No quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, pero me gustaría acompañarle a la fábrica de Everton Quality.
—El cabo Alberti iba a ir a la empresa, acompañado de dos agentes.
—Insisto, sargento. Creo que es mejor que vayamos usted y yo. Ellos irán a la empresa de seguridad.
Aitor Ruiz no entendía muy bien a qué venía ese repentino interés sobre el caso, pero acabó cediendo a sus pretensiones.
—Muy bien. Deme un minuto y podremos irnos.
—No hará falta —repuso—. Su grupo ya está al tanto de todo, ¿nos vamos?
Aitor Ruiz asintió.
—Claro —dijo—. No perdamos tiempo.
Everton Quality estaba situada en el Polígono Industrial Pratense. Un camión de color azul aguardaba en el área exterior del control de accesos. En cuanto se levantaron las barreras automáticas y el camión entró al recinto, el inspector Carrasco maniobró el vehículo y se colocó en el mismo sitio.
En ese preciso instante, un vigilante de seguridad salió de la garita de techo blanco de la derecha y caminó hacia ellos.
—Buenos días, caballeros. ¿Puedo ayudarles en algo?
Aitor Ruiz bajó la ventanilla y mostró su placa.
—Buenos días. Soy el sargento Ruiz, de los Mossos d’Esquadra. Y él es mi compañero, el inspector Carrasco. Nos gustaría hablar con algún responsable de la compañía, si es posible.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
—¿Sabe si John Everton está dentro de la fábrica? —preguntó el inspector Carrasco.
Aitor Ruiz se sorprendió un poco, al comprobar que el inspector conocía el nombre de uno de los socios de la compañía. Puede que fuera un tipo importante, pero él no tenía ni idea de quién era.
—¿El señor Everton? —dijo. Dudó unos segundos antes de responder—. Sí, sí que está.
—Pues, llámelo.
El vigilante se alejó un par de metros y realizó una llamada. A los pocos segundos, le contestaron.
—¿Señor Everton? Le llamo desde el control de accesos. Perdone que le moleste. Han venido los Mossos d’Esquadra... no lo sé, señor, pero desean hablar con usted... de acuerdo. Ahora mismo —colgó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido, se dio la vuelta y caminó hacia el interior de la garita. Unos segundos después, salió y volvió a reunirse con ellos—. Muy bien, pónganse esto. —Eran dos colgantes de tarjetas de visitante, de color azul y verde.
—¿Es necesario? —preguntó el sargento Ruiz de mala gana.
—No se preocupe, sargento —dijo el inspector Carrasco.
—Política de la empresa. Todas las personas ajenas a Everton Quality deben entrar con credencial de visitante —se aclaró la garganta; después, continuó hablando—. Me ha pedido el señor Everton que les transmita que sean discretos. En estos momentos, hay ochenta personas trabajando y la visita de los Mossos d’Esquadra, por el motivo que sea... podría causar un gran revuelo.
—¿Dónde está su despacho? —preguntó el sargento Ruiz.
—En la tercera planta.
—¿Puedo dejar el coche allí? —el inspector señaló el estacionamiento con techo de chapa galvanizada que estaba a su izquierda.
El vigilante asintió. Les entregó las tarjetas y entró de nuevo a la garita, para levantar las barreras automáticas.
En cuanto aparcó el vehículo, se apearon y caminaron hacia la puerta principal que daba acceso a la fábrica.
Subieron hasta la tercera planta y, mientras cruzaban el pasillo para dirigirse al despacho del señor Everton, se abrió la última puerta y asomó un hombre trajeado: era John Everton.
—Me han dicho que querían hablar conmigo —les dijo, con semblante serio—. Soy John Everton, presidente y socio de Everton Quality...
—Así es —dijo el inspector —. ¿Le importa si hablamos en su despacho?
El señor Everton les dejó pasar. En cuanto entraron, cerró la puerta. Acto seguido, los tres tomaron asiento y se inició la conversación.
—Bien —puso las manos sobre la mesa y entrelazó sus dedos—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
El inspector Carrasco empezó a hablar.
—Siento mucho tener que darle esta noticia, pero...
El señor Everton frunció el ceño.
—¿Qué ha pasado?
Diego Carrasco lo miró fijamente.
—Esta mañana han encontrado el cuerpo sin vida de Gabriel Radebe en su casa, en el ático del barrio de Gavá Mar.
John Everton se estremeció.
—¿Muerto? Pero... no... no puede ser... ¿Gabriel ha muerto?
—Me temo que sí —dijo Diego Carrasco—. Lo lamento.
Se produjo un incómodo y prolongado silencio en el amplio despacho.
John Everton se dejó caer en su silla, contrariado por la terrible noticia.
—¿Señor Everton? —dijo el sargento Ruiz.
Él levantó la mirada.
—Disculpe...
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Gabriel Radebe? —le preguntó.
—Ayer por la noche. Cenamos juntos.
—¿Dónde cenaron?
—En el Casanova Beach Club.
—¿Alguien más estuvo con ustedes? —preguntó el inspector Carrasco.
John Everton meneó la cabeza.
—No.
—¿Hasta qué hora estuvieron allí?
—Si mi memoria no me falla, creo que estuvimos hasta las doce o así. Cenamos y luego nos tomamos un cóctel mientras escuchábamos un poco de música.
—¿Se despidieron en el local? —continuó el sargento Ruiz.
—No. Pedimos un taxi y nos llevó a casa. Primero se bajó él del vehículo, porque... bueno... porque vivía cerca del local. —Hizo una larga pausa antes de continuar—. ¡Dios mío, todavía no me creo lo que está pasando! —Volvió a hacer otra pausa—. Hace tan solo unas horas había estado con él, ¿cómo es posible?
—¿Vio a alguien merodeando por el edificio?
John Everton meneó la cabeza de un lado a otro.
—No. Cuando salió del vehículo no había nadie por la calle.
—¿Sabe si tenía enemigos? —inquirió—. ¿Había discutido recientemente con alguien?
—¿Enemigos? Pero ¿qué dice? Gabriel siempre evitaba la confrontación. Quizá parecía un poco seco en sus palabras, pero... era un buen hombre.
—¿Estaba preocupado por algo?
—No. Todo lo contrario.
El sargento Ruiz hizo un gesto de asentimiento.
—Creo que ya es suficiente —dijo el inspector Carrasco. El sargento Ruiz le miró con el ceño fruncido; todavía le quedaban algunas preguntas por hacer—. Gracias por su atención, señor Everton. Como ya le he dicho antes, lamento su pérdida.
John Everton dejó escapar un suspiro de resignación.
El inspector Carrasco miró a Aitor Ruiz y le hizo un gesto para que lo siguiera. A continuación, en completo silencio, salieron del despacho y se dirigieron hacia las escaleras.
4
El asesinato de Gabriel Radebe provocó un gran revuelo mediático, no solo en Cataluña y España, sino en países de medio mundo; sobre todo, en África, donde su familia era una de las más ricas e influyentes del continente.
Cuatro días después del funeral, Óliver se puso en contacto con uno de los cinco hermanos de Gabriel Radebe, Aamil. Sabía que su familia no tardaría mucho en llevar a cabo el proceso para iniciar los trámites de cambio de titularidad de las acciones de Everton Quality y, por tanto, decidió hacer una oferta en firme, antes de que John Everton presentase batalla, ofreciéndoles una suma económica superior al valor de las acciones.
Tardó dos días en responder a la oferta. No obstante, se tuvo que posponer el encuentro. Para facilitar más las cosas, y de esa manera no tener que dividir el porcentaje a partes iguales entre los cinco hermanos, la familia decidió que el único heredero de las acciones fuese Aamil.
Así que, Aamil aceptó la herencia mediante escritura notarial y se presentó en las oficinas de la entidad depositaria, con el documento que atestiguaba que, efectivamente, era hermano de Gabriel Radebe.
Realizados todos los trámites legales, Aamil y Óliver pudieron reunirse y rubricar el acuerdo, en documento privado. Luego, Óliver registró dicho documento en el Libro Registro de Socios o de acciones nominativas, para darle validez legal.
—Espero que haga un buen uso de las acciones de Gabriel —dijo Aamil, el hombre negro de casi dos metros que estaba de pie, al lado de Óliver, frente a la puerta de cristal que comunicaba con las oficinas del Registro Mercantil de Barcelona, en plena Gran Vía. Iba vestido con un elegante y ostentoso traje de color gris—. Mi hermano era socio de Everton Quality, más bien por una cuestión meramente afectiva. Para él, la amistad y la lealtad eran valores inquebrantables. —Permaneció en silencio unos segundos y dijo—: En fin, señor Segarra, creo que nuestros caminos se separan en estos momentos.
—¿Se marcha a Sudáfrica?
El hombre negó con la cabeza.
—No. Todavía tengo varios asuntos que resolver. Supongo que me quedaré un tiempo en esta maravillosa ciudad.
Se despidió de Óliver y se quedó allí mismo, quieto como una estatua, esperando a que alguien viniera a recogerle. Cinco minutos después, un Mercedes Clase S Berlina plateado, con los cristales tintados, se detuvo frente a él, en el lateral de la calle. Se montó en la parte trasera y el vehículo reanudó la marcha.
El inspector del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur aceptó recibirle a la una del mediodía en su despacho.
El encuentro con Diego Carrasco se tradujo en una conversación tirante y en ocasiones molesta, en la que, al principio, el hermano de Gabriel Radebe se mostró cauto y respetuoso; pero luego, a medida que avanzaba el diálogo, exhibió sus imposiciones, como si estuviese tratando con alguno de sus empleados. Quiso saber el número exacto de efectivos que estaban llevando a cabo la investigación; exigió celeridad en la búsqueda de pruebas; pidió conocer al mando policial que estaba a cargo de la Unidad de Investigación del Grupo de Homicidios; reclamó respeto por su familia y reivindicó su derecho a la intimidad, solicitando varias veces que no se produjeran filtraciones externas de ningún tipo a la prensa sensacionalista. En algún que otro momento del coloquio, Aamil Radebe se emocionó y ello provocó que no pudiese evitar que alguna lágrima brotara de sus ojos. Por su parte, el inspector Carrasco intentó ser lo más comprensivo posible con aquel hombre, pero, a los cinco minutos de conocerle, se dio cuenta de que sería una persona difícil de tratar. En cuanto a los efectivos, prefirió omitir cuántos agentes se encargarían de investigar el asesinato de su hermano; primero, porque creyó que era una información que solo le concernía a él y a la propia Unidad; y, segundo, porque conocer ese detalle sería irrelevante para el desarrollo de la investigación. Con respecto a las filtraciones, le explicó que existía un mínimo riesgo de que eso ocurriera, puesto que él no podía controlar a cada uno de sus agentes estando fuera de servicio. Sobre conocer al sargento Ruiz, el inspector le indicó que primero hablaría con él y si estaba de acuerdo, por su parte, no habría ningún problema.
Aamil Radebe demostró ser un hombre intimidante. Una persona que, en el día a día, muy pocas veces le solían llevar la contraria. Y, sobre todo, que estaba acostumbrado a mandar con mano de hierro; que las cosas se hacían a su manera y de ninguna otra.
Aunque el inspector Carrasco no imaginó, ni por asomo, lo que acabaría escuchando a continuación:
—Inspector, podría disponer de los mejores investigadores privados mañana mismo. Quiero que echen una mano a su equipo. Podríamos llevar la investigación conjuntamente y...
—Parece que no nos hemos entendido bien, señor Radebe —le interrumpió el inspector con el ceño fruncido—. Siento muchísimo la muerte de su hermano, de verdad, pero como es evidente, no puedo dejar que gente ajena al cuerpo de los Mossos d’Esquadra participe en una investigación en curso. Tendría que ser un juez, y repito: solo un juez, quien autorizase que su equipo de detectives privados pudiera cooperar en esta investigación. Actualmente, tengo que informarle que nuestra legislación no permite que ninguna agencia de seguridad privada lleve una investigación de forma equidistante a la de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En este caso, como Policía de la Generalitat de Catalunya, también gozamos de la competencia exclusiva para investigar esta clase de hechos delictivos. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Gabriel ha sido asesinado en extrañas circunstancias, en su propio domicilio. ¿Piensa que mi familia va a quedarse de brazos cruzados?
—No soy quién para decir a nadie lo que tiene que hacer con su vida privada. Lo único que le pido a usted, como portavoz de su familia, es que les convenza para que no se entrometan en nuestro trabajo y dejen trabajar al Grupo de Homicidios. Le aseguro que son grandes profesionales y harán todo lo posible por averiguar qué ha sucedido.
Aamil Radebe se mantuvo en silencio durante unos segundos.
—Está más que claro lo que ha sucedido, inspector.
—No me malinterprete. Haremos lo que esté a nuestro alcance para encontrar a los responsables.
Aamil Radebe observó al inspector con cara de circunstancia, tremendamente serio, como si no estuviese muy convencido de ello.
—Bueno, inspector, creo que le dejaré trabajar tranquilo. Supongo que tendrá muchas cosas que hacer —se levantó del asiento. El inspector Carrasco también se puso de pie—. Gracias por atenderme en su despacho. Ha sido muy amable.
El inspector Carrasco esperó a que el hombre hiciera el ademán de estrecharle la mano para intentar apaciguar la tensión existente entre ellos, pero no lo hizo. Se dio la vuelta y se dispuso a salir del despacho.
—Espere un momento —repuso el inspector—. Deje que le acompañe.
El hombre se mostró distante.
—No se moleste. Conozco el camino de vuelta —abrió la puerta y salió del despacho, dejándola entreabierta.
El inspector Carrasco se encogió de hombros, sin saber muy bien qué hacer. Por un momento, se le pasó por la cabeza salir al pasillo e ir en su busca. Luego, recapacitó y se echó atrás.
«¿Llevar la investigación conjuntamente?», pensó en lo que había dicho Aamil Radebe. «¡Y una mierda!», —gritó súbitamente su mente—. «Estos millonarios se piensan que pueden llegar aquí como Pedro por su casa y encima dar órdenes».
Se acercó hasta la puerta y la cerró correctamente. Luego, volvió a acomodarse en su silla.