Читать книгу Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez - Страница 7

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A la mañana siguiente, en el despacho de John Everton.

—Óliver ha comprado las acciones de Gabriel —dijo—. Ayer se reunió con uno de sus hermanos y materializó el acuerdo. Es oficial. Ahora mismo, Óliver cuenta con una participación directa del 49% de Everton Quality.

Brian sintió una gran crispación al enterarse de aquella noticia.

—¡Te lo dije! —exclamó Brian, señalándole con el dedo.

—Lo sé. Pero no he podido hacer nada para evitar que se produjera ese encuentro.

—Ya...

—La muerte de Gabriel ha sido... me ha dejado en fuera de juego. Quería esperar un par de semanas para tratar el tema con sus hermanos. Sé que hubiese llegado a un buen acuerdo con ellos. —Se quedó callado unos instantes—. Conozco a la familia de Gabriel desde antes de que tú nacieras. Por eso he creído conveniente que tenía que darles cierto margen y dejar que pasaran el duelo en la intimidad.

—Pues Óliver no ha perdido el tiempo. De hecho, ha actuado con tremenda rapidez.

—Sí —dijo John Everton, asintiendo con la cabeza—. Así es. Pero desde un punto de vista legal, no podemos reprocharle nada. Ha realizado una transacción económica que le reportará grandes beneficios en el futuro; ¡punto! Mal que nos pese, es libre de actuar como mejor le convenga.

Brian le miró, sin estar muy convencido.

—¿Eso es lo que realmente piensas?

—Todavía soy el accionista mayoritario de Everton Quality —manifestó el señor Everton—. Que no se te olvide.

—No lo hago —replicó Brian—. Lo que sí es cierto es que Óliver está resultando ser un gran estratega. Primero, se adueñó del Departamento Comercial, tu departamento; ese al que ni siquiera pude optar de ninguna de las maneras —esto último lo dijo con un tono celoso, que no pudo evitar mostrar delante de su padre—, poniendo patas arriba la gestión que realizaste durante tantos y tantos años. Poco después, Gabriel y tú le disteis plenos poderes, convirtiéndolo en el administrador único de la compañía. Esto significa que, en cualquier momento, podría tomar decisiones unilaterales, sin tener en cuenta la intercesión de ninguno de nosotros. En definitiva, papá, las decisiones más importantes serán tomadas y ejecutadas exclusivamente por él, relegándonos a un segundo plano. La realidad es cruda, pero es la que es. Si no actúa fuera de lo que estipula la ley, será muy difícil cesarle del cargo.

John Everton miró seriamente a su hijo.

—Esta tarde tengo una reunión con él. Supongo que querrá explicarme los últimos acontecimientos. En el hipotético caso de que no haga mención alguna a la compra de las acciones de Gabriel, créeme si te digo que no lo voy a pasar por alto. De igual modo, si deseas estar presente, ya sabes que siempre puedes venir.

Brian negó con la cabeza.

—Esta vez voy a pasar. Prefiero mantenerme al margen. Al fin y al cabo, legalmente no pertenezco a la Junta General de Accionistas, ya que no poseo ni una sola acción de la empresa.

—Tu opinión siempre la he tenido en cuenta.

—Últimamente, no está siendo así, papá. En los últimos meses, ha habido demasiados cambios, demasiadas presiones. Por si fuera poco, hemos firmado un convenio colectivo en el que no estábamos de acuerdo. Y todo, para contentar a Óliver.

John Everton negó con rotundidad.

—Todo para evitar que los sindicatos convocasen una huelga y parasen la producción, que es muy diferente. ¿O hubieses estado dispuesto a correr ese riesgo? ¿Lo estarías ahora? ¿Sabes lo que supondría para nosotros si eso ocurriese?

—Perderíamos dinero.

—Perderíamos mucho dinero —le corrigió—. Cada asiento que no sale de nuestro Departamento de Producción supone un gran lastre a la hora de ser puntuales en la entrega. Imagínate un parón de 24 horas, el equivalente a tres turnos sin producir un solo asiento —inspiró profundamente y soltó el aire muy despacio—. No, sería muy difícil poder llevar la situación. Han pasado cuatro meses y, de momento, Óliver está gestionando bien el funcionamiento de la empresa. Hoy en día, puedo decir que hicimos bien en llegar a un acuerdo.

—¿Y qué me dices sobre lo de captar a nuevos clientes?

—De momento, ese proyecto está en proceso. Y todo proyecto se ha de apoyar en unas directrices a seguir. Como te he dicho antes, esta tarde me reúno con él. Veamos lo que tiene que decir. Si trae algo interesante y positivo para el crecimiento de Everton Quality, por supuesto que lo tendré en cuenta. Y espero que tú también hagas lo mismo. —Hizo una pequeña pausa y añadió—: Puede que me haya equivocado en trabajar para una sola empresa.

—¿Eso crees? Hasta ahora nos ha ido bien con Neissy.

—Cierto —admitió John Everton—. Pero, cuando te enfrentas a otro proveedor que ofrece lo mismo que tú a menor precio, la cosa cambia. Por suerte, Neissy no solo ha tenido en cuenta ese detalle. En este caso, ha primado la confianza que tiene depositada en nosotros, por encima de todo. Una confianza que nos la hemos ganado a pulso a lo largo de todos estos años, aunque hay algo que me tiene mosqueado desde hace un tiempo.

—¿El qué?

—Que tardasen tanto en decidirse. Nuestra fábrica, geográficamente, está ubicada a menos de ochocientos metros de la suya. Y, aun así, se les pasó por la cabeza la posibilidad de cambiar a un proveedor de Marruecos.

Brian tragó saliva.

—No quiero ni imaginarme lo que hubiera pasado —manifestó.

—Pues que hubiéramos tenido que cerrar —dijo su padre sin tapujos—. Quizás, ahora no, pero probablemente sí, dentro de un par de años. Es por esto por lo que no veo tan disparatada la idea de Óliver.

Brian odiaba a Óliver y todo lo que estuviera relacionado con su persona, hasta las propuestas que salían, de vez en cuando, por su boca; aunque dichas propuestas fuesen positivas para Everton Quality. Era indiferente. La cuestión estaba en hacerle la puñeta de cualquier forma. No soportaba que fuese más inteligente que él. No entendía que ahora llevase la voz cantante ni que su padre le hiciera más caso a él, que a su propio hijo.

Pensó, por un momento, en las consecuencias que hubieran derivado de no producir los asientos de un nuevo modelo. Las deudas se hubiesen hecho notables con el paso del tiempo, provocando una terrible situación de insolvencia, que se traduciría en la presentación de una solicitud de concurso de acreedores. Y no solo eso. Todo lo que vendría después. Tendrían que vender toda la maquinaria, dar salida al stock por un precio irrisorio. Plantearse vender el terreno o ponerlo en alquiler. Hasta hubieran tenido que hacer frente a una indemnización millonaria para los trabajadores que componían la plantilla de Everton Quality. Y lo peor de todo, la empresa que había fundado su padre, con el sudor de su frente, desaparecería. Volvió a tragar saliva ante la gravedad de esa imaginaria situación. Le costaba reconocer el trabajo de Óliver, pero puede que su padre tuviese razón, aunque no se lo diría ni a él ni a su padre.

—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó John Everton.

Brian miró a su padre y no pudo evitar sonreír.

—He quedado con una amiga para comer —respondió—. Supongo que luego iremos al cine. Me gusta de verdad. En realidad, llevo saliendo con ella casi cuatro meses.

—Es una gran noticia, hijo.

—Gracias —dijo. Luego, consultó el reloj. Eran las doce menos cuarto de la mañana—. Voy a intentar terminar el trabajo que tengo atrasado en esta hora y cuarto que me queda.

—Está bien —dijo John Everton.

Se dio la vuelta y caminó hacia su despacho, no sin antes dar un rodeo para pasar un momento por el Departamento de Producción. Al comprobar que la jornada estaba marchando sobre ruedas y que todo el personal estaba donde tenía que estar, Brian soltó una sonrisa pícara, llena de alborozo y satisfacción.

Diego Carrasco y el sargento Ruiz se encontraban sentados en el despacho del primero, envueltos en un entorno silencioso y reposado, uno enfrente del otro. El inspector le observaba con detenimiento. Aitor Ruiz tenía en la mano un recorte de periódico que databa del año 1989, que hacía mención del asesinato de una joven llamada Ariadna Badía.

—¿Tiene ganas de hablar sobre ello? —preguntó el sargento.

—Quizás sea el momento de hacerlo —dijo, con una sonrisa.

Aitor Ruiz dejó el recorte encima de la mesa.

—Ha pasado mucho tiempo, inspector.

—Nunca el suficiente para poder olvidarlo.

El sargento Ruiz notó la tristeza que describía cada una de sus palabras.

—Siento mucho que le afecte tanto.

Diego Carrasco se encogió de hombros.

—No se preocupe. Desgraciadamente, a los que nos dedicamos a esto, en ocasiones nos toca vivir a cuestas con un sentimiento de culpa, repleto de luces y sombras.

Aitor Ruiz lo miró fijamente durante unos segundos. Sus últimas palabras le parecieron que denotaban, como mínimo, cierto grado de ambigüedad. Ciertamente, deseó indagar un poco más y averiguar el significado exacto de «luces y sombras». Pero, al final, desistió de llevar la conversación por esos derroteros.

—¿Cree que ha vuelto a actuar desde la muerte de Ariadna Badía?

—No tengo ni idea. Al menos, no por esta zona.

—¿En qué se basa para pensar de ese modo? —preguntó.

—Bueno, el asesino de Ariadna siempre utilizaba un todoterreno para cometer las violaciones. Actuaba de noche y siempre en lugares retirados. Las tres víctimas afirmaron ver un vehículo de las mismas características minutos antes de ser atacadas.

—El muy cobarde se cercioraba de que estuvieran solas.

El inspector asintió con la cabeza.

—Las abordó por detrás y las durmió con cloroformo. Las violó y cuando se cansó, cuando consiguió satisfacer sus repulsivas necesidades, las abandonó a su suerte. Siempre en la misma playa; en el mismo lugar; a la misma hora.

—¿A qué se refiere con lo de a la misma hora?

—Cuando recobraron el conocimiento, llamaron a emergencias entre las 03:17 y las 05:24 de la madrugada. Imagínese, despertar en la playa, solo, dolorido y sin saber por qué demonios está ahí. Piense un momento en lo que le digo. —Respiró profundamente—. Ese hijo de puta no tuvo contemplaciones en dar rienda suelta a su imaginación.

Aitor Ruiz lo miró fijamente a los ojos, pensativo.

—¿Robó a las víctimas?

—No. Por extraño que parezca, el secuestrador no se hizo con las pertenencias de ninguna de ellas.

—Pero, con Ariadna...

—Con ella fue diferente. En este caso, creo que al sujeto se le fue de las manos. Creo que su intención no era matar. —Hizo una pausa y luego continuó—. Pero algo pasó. Puede que Ariadna opusiera resistencia o que tal vez consiguiera ver su rostro. Me inclino más por la segunda opción.

El sargento Ruiz se inclinó hacia delante.

—Y la única manera de conseguir sellar su silencio fue acabando con su vida.

Diego Carrasco asintió.

—Sin duda. No podía arriesgarse a ser reconocido.

Inspector y sargento se miraron en silencio. Al cabo de un momento, Diego Carrasco dijo:

—Ariadna Badía, ¡pobre chica! La mataron en una fría noche de hace veintiún años. Por aquel entonces, yo era subinspector en la Policía Nacional. Un vecino que paseaba a su perro encontró el cuerpo sin vida... —Cogió aire y comenzó a hablar. Se sentía muy incómodo recordándolo—. Una joven de tan solo veinte años, que fue secuestrada, violada y asesinada. Desde el principio, pensamos que el asesinato estaba relacionado con otras violaciones que se habían producido por la zona; y no nos equivocamos.

—¿Cómo se produjo el crimen?

—Cuando llegamos al lugar de los hechos, la víctima presentaba diversos hematomas en el rostro, los brazos y las muñecas, como también varios mordiscos en la zona de la entrepierna —contestó el inspector Diego Carrasco—. Asimismo, tenía una marca alrededor del cuello, de tres centímetros de grosor, provocada por un elemento constrictivo, como una cuerda, con capacidad para oprimir con saña y provocar la asfixia en poco tiempo.

—¿Interrogó a algún sospechoso?

—Alberto Mora. Pero tuvimos que descartarlo. La noche del crimen trabajó en una discoteca como portero, hasta altas horas de la madrugada.

—Veo que se acuerda.

—Así es. Interrogamos a mucha gente. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance.

—Pero no fue suficiente.

Diego Carrasco asintió con resignación.

—Por desgracia, no —lamentó—. El hermano pequeño siempre mantuvo que vio a un hombre llevarse a Ariadna en un todoterreno.

—¿Me está diciendo... que fue testigo del secuestro?

—Sí, eso es lo que afirmó. Y yo le creo.

El sargento Ruiz se quedó en silencio unos segundos, perplejo.

—¿Y la familia? ¿Cómo afectó a la familia de Ariadna?

Diego Carrasco esbozó una leve sonrisa.

—Veo que tiene especial interés en el caso, sargento. Y no me extraña. La triste noticia se hizo eco en televisión y acaparó todas las portadas de los periódicos, a principios de los noventa. La aparición de un violador en serie causó mucho daño al Cuerpo Nacional de Policía. La gente reclamaba a gritos justicia. Querían la cabeza del responsable. Y, desgraciadamente, no pudimos apresarlo. —Bebió un trago del vaso de agua—. Respecto a la familia Badía-Nogués... los padres de Ariadna no aguantaron la presión mediática a la que fueron sometidos, vendieron la casa y se marcharon a vivir a las afueras de Barcelona.

—¿Ha vuelto a tener contacto con los padres de Ariadna?

—No.

—¿En serio?

—Hasta el día de hoy no he mantenido comunicación con ninguno de ellos. Tampoco con su hijo. Supongo que, ahora, será un hombre hecho y derecho. Me atrevería a decir que hasta tendrá su propia familia. Pero, claro..., es hablar por hablar.

—¿Qué piensa sobre el posible paradero del homicida?

—Eso es muy difícil de responder. Quizás el asesino haya pasado a mejor vida o puede que esté esperando el momento perfecto para volver a cometer un crimen. Nunca se sabe lo que puede pasar por la mente de un psicópata.

Aitor Ruiz se quedó en silencio y se recostó en su silla.

Diego Carrasco miró hacia la ventana.

Leyes de fuego

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