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I- Jean Paul Gaultier

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La noche en la que Marina vio por primera vez a Gonzalo fue la del cumpleaños de Helena Salgado. Lo festejaban en la VIP de Pachá y estaban todas las chicas de las dos agencias y los mejores hombres de Buenos Aires. Ella estaba feliz en su vestido Jean Paul Gaultier que Max le había regalado cuando estuvieron juntos en Nueva York el otoño pasado. Era de seda y cuero negro (una combinación, por lo menos, arriesgada) que se ajustaba deliciosamente a su cuerpo y que otorgaba, a la vista de todos, un diabólico escote. Max también le había regalado el perfume que se había puesto esa noche: Escada, de Margaretha Ley. Por primera vez en seis meses abandonaba el Chanel Nº19 y se sentía exultante: como siempre cuando terminaba con una fidelidad. Apenas estaba maquillada (un poco de base Revlon compacta) y sus labios llevaban su lápiz labial favorito: Maybelline Moisture Whip, color Mocha Ice. Su ropa interior era un conjunto negro Dolce & Gabbana bastante discreto. Unas sandalias mexicanas (regalo de su madre, de su última visita al país en el que Marina había vivido su infancia y parte de su adolescencia) completaban su vestuario.

Gonzalo (ella todavía no sabía que se llamaba así) apareció como una imagen divina. Un flash los había encandilado a ella y a Max (abrazados después de un beso) y detrás del fotógrafo estaba Gonzalo, de perfil. Fue verlo y sentir que su corazón se detenía por un segundo para luego volver a sonar al ritmo de Mc Solaar. Gonzalo hablaba con Ana Paula y Lucía, que lo miraban como a un dios y parecían dispuestas, se les notaba en la mirada, a cualquier sacrificio para terminar esa noche en los poderosos brazos de ese adonis nacional. O extranjero. Tenía que averiguarlo.

—Max, ¿te gusta ese sweater que tiene el chico que está hablando con Ana Paula?

—¿Quién, Gonzalo?

Así supo su nombre y no mucho más: que había sido novio de María Vannini (como casi todos los hombres de esta tierra), que Max lo había visto jugar al rugby en Pucará o en Pueyrredón, y que se lo había cruzado en Le King Club, una disco de París. Marina no podía averiguar mucho más sin despertar sospechas, y si bien Max era poco celoso y mucho menos perspicaz, tampoco había por qué delatarse tan pronto. Porque ella no dudaba de que tarde o temprano se iba a delatar.

Y de pronto, lo esperado: Gonzalo giró la cabeza y su mirada se cruzó, se detuvo y acarició los ojos verdes de Marina. Sintió un fuego que le subía por los pies y que se detenía por debajo de la cintura. Sin pensarlo, como provocación y como calmante, besó largamente a Max. Cuando terminó el beso no solo descubrió que Gonzalo ya no la miraba, sino que ya no estaba ahí. Se había ido. No lo volvió a ver en toda la noche. Tampoco a Ana Paula ni a Lucía. Esa mañana, Max y Marina cogieron con una furia desacostumbrada en ella.

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