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II- Moschino

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Marina podía recordar perfectamente la forma, el estilo y la marca de todos sus corpiños, podía recordar sin equivocarse el nombre de todos los fotógrafos, los asistentes, las maquilladoras y las peinadoras con las que había trabajado, podía enumerar todas las calles de todas las ciudades en las que había vivido (el Córdoba de su primera infancia, el México de su adolescencia, el Buenos Aires actual), podía recordar el nombre de todas las discos de Europa y de Estados Unidos en las que había estado, pero se olvidaba muy rápidamente de los hombres que la habían calentado sin que llegara a ocurrir nada más. Tal vez porque habían sido muchos, tal vez porque creía que solo merecían recuerdo aquellos con los que sí había pasado algo, lo cierto es que a Marina le resultaba imposible recordar a aquellos hombres que, en su momento, habían despertado algún tipo de furor. Por esa razón, al día siguiente del cumpleaños de Helena ya no pensó más en Gonzalo.

Y probablemente nunca habría vuelto a pensar en él si no se lo hubiera vuelto a cruzar en el estudio de Vicky Levín, cuando iban a realizar la publicidad de Moschino. Esta vez sin luces confusas, sin estridencias, sin la locura de la disco, sin Lucía ni Ana Paula, sin Max. Ahí, a dos metros, estaba Gonzalo.

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