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Capítulo III


¿Ha destronado el dinero a la eudemonía?

Espero que todo el mundo pueda llegar a ser rico y famoso, y que puedan comprar todo aquello que siempre soñaron, para que así se den cuenta de que esta no es la respuesta”.

Jim Carrey.

Una vez recorrido el trasfondo filosófico y científico de la felicidad, es necesario detenerse a analizar cómo hemos estado viviéndola en las últimas décadas. A veces siento como si fuésemos pelotas de tenis que chocan contra un frontón, una y otra vez, dominando la técnica pero sin llegar al otro lado de la cancha. Entrenamos, nos perfeccionamos pero nos quedamos en eso, en lugar de arriesgarnos y jugar el partido.

Lo que sucede en la sociedad de consumo en la que vivimos, es que hay un desequilibrio cada vez mayor entre lo que se cree y lo que es realmente la felicidad. Pensamos que tener más es lo que nos hará felices, y nos vemos atrapados en una dicotomía que hace que nos centremos en nosotros mismos, en querer, poseer y acumular más, alejándonos de lo que en verdad necesitamos.

Este escenario nos lleva necesariamente a revisar nuestra relación con el dinero y cómo, si bien puede ayudarnos a alcanzar nuestra felicidad, también puede alejarnos de ella.

Es innegable que existe una importante relación entre el dinero y el bienestar, pues es el medio que utilizamos para intercambiarnos bienes y servicios desde hace más de diez mil años16. Esta convención nace para suceder al antiguo sistema de trueque, y da paso a los consiguientes circuitos financieros y transacciones entre desconocidos, entre muchos otros beneficios. Por eso mismo, el dinero nos ha permitido potenciar las interacciones humanas, satisfacer las necesidades y aumentar significativamente nuestro bienestar, llevándonos finalmente a ser más felices.

Pero esta premisa, que puede sonar muy obvia y redundante, se ha ido desvirtuando en los últimos siglos. El dinero ha pasado a ser un fin en sí mismo más que un medio. El principio rector pasó a ser “mientras más dinero acumulo, más puedo consumir, y mientras más consumo, mayor debería ser mi bienestar”. Es tan absurdo como pensar que vivimos para respirar, para alimentarnos o para dormir.

De lo anterior surgen las preguntas:

- ¿Desde cuándo comenzamos a considerar el dinero como la unidad de medida de nuestro bienestar?- ¿Cómo ha repercutido esto en nuestra felicidad?

Veamos algunas explicaciones que nos pueden dar luces para responder estas preguntas:

El afán de acumular

Volviendo a la mirada de la evolución del ser humano, en los tiempos en que éramos cazadores y recolectores, la acumulación de alimento era crucial para nuestra supervivencia17. Resistir al invierno dependía de la cantidad de comida que se había logrado reunir durante el resto del año. Así, acumular se volvió parte de la estrategia de sobrevivencia.

Este hábito se ha mantenido hasta ahora. Sin embargo, si bien seguimos acumulando, ya no lo hacemos como un medio para asegurar la sobrevivencia. El dinero se ha convertido en el medio que nos asegura la sobrevivencia, pero en lugar de acumular para poder vivir, hemos pasado a adquirir el hábito de vivir para acumular.

De acuerdo al estudio realizado por Easterlin y Sawangfa18, el dinero aumenta el bienestar de las personas hasta el punto de satisfacer necesidades básicas. No obstante, una vez que estas están cubiertas, nuestro bienestar ya no aumenta conforme lo hacen nuestros ingresos. Un incremento en los ingresos de aquellas personas que ganan entre seis mil y diecisiete mil dólares al año, implica un aumento correlativo de su bienestar, pero superado el umbral de los diecisiete mil dólares, dicha correlación comienza a disminuir, y ganar más dinero pasa a ser cada vez menos importante para la sensación de nuestro bienestar19.

Nuestra errática capacidad de simular experiencias

En la charla TED “La sorprendente ciencia de la felicidad”, Dan Gilbert, psicólogo de la Universidad de Harvard, explica cómo nuestras creencias sobre aquello que nos hace felices son generalmente erradas20. Relata que la corteza prefrontal de nuestro cerebro tiene, entre otras funciones, la capacidad de crear un simulador de experiencias que nos permite imaginarlas o visualizarlas antes de que sucedan en la vida real. Es una facultad que, en ocasiones, puede resultar muy útil, pues nos inhibe de situaciones que pueden ser potencialmente perjudiciales (como evitar que nos lancemos a nadar en un río en pleno invierno), pero en otras, nos puede inducir a cometer errores.

Para demostrar lo anterior, Gilbert invitó al público presente en su charla a realizar el siguiente ejercicio. Les mostró en la pantalla gigante del estudio dos escenarios distintos: el primero de una persona que se ha ganado la lotería, y el otro de una persona que ha quedado parapléjica tras un accidente automovilístico. El ejercicio consistía en que el público tenía que elegir rápidamente a quien creían que era más feliz, comparando a los individuos en ambos escenarios. Para ello, solamente contaban con la información de este hito en sus vidas y con el dato de que ambos personajes poseían el mismo nivel de felicidad, comparativamente, antes del episodio.

A primera vista, era predecible que el público elegiría la vida del ganador de la lotería como aquel más feliz y, de hecho, así fue. Pero cuando Gilbert procedió a mostrar la vida de los sujetos un año después del evento, las percepciones del público cambiaron radicalmente: ambos gozaban de exactamente el mismo nivel de bienestar que mantenían antes del suceso de la lotería o del accidente.

Gilbert explica que esto se debe a que los momentos de placer o hedonismo —como ganarse la lotería o comprar una casa nueva— aumentan nuestro bienestar solo por un corto lapso de tiempo. Según sus estudios, la sensación de alegría de un evento placentero, dura máximo un mes, y eso explica cómo, luego de un año, ambos personajes volvieron al mismo estado de bienestar que tenían antes del suceso21. Si el ganador de la lotería era una persona infeliz antes de ganarla, lo más probable es que siga así. Lo que concluye Gilbert, es que el peso relativo que tienen este tipo de momentos de altas descargas de placer no son lo suficientemente poderosos como para modificar nuestra realidad, aunque el simulador de experiencias nos quiera hacer creer que sí.

Esto nos sucede constantemente, por algo existe el dicho “el pasto del vecino siempre es más verde”. También es un problema para quien está en la otra cara de la moneda, es decir, para quien es juzgado de acuerdo a su situación económica. Conozco el caso de Alan, un joven de veintiocho años que heredó una importante fortuna de su abuelo. El monto que es considerable y, en la práctica, no necesitaría trabajar un día más de su vida para mantener su nivel de gastos. A los ojos de todos, su situación parece envidiable. Si bien es cierto que tiene su “vida asegurada”, él igualmente quiere ser productivo, tal como sus amigos, pero su entorno no lo toma muy en serio, ya que no entienden para qué quiere trabajar si no tiene necesidad de hacerlo.

Quienes conocen a Alan asumen que vive una vida feliz, sin embargo, él no piensa lo mismo. Él solo quiere tener una vida normal, algo por qué levantarse cada mañana y sentirse orgulloso de sus propios logros. Siente un vacío enorme y, dado que nadie lo toma en serio, ha llegado a dudar de sus propias capacidades. No se atreve a intentar nada nuevo y se siente frustrado. Me cuenta que, a veces, hubiese preferido seguir viviendo la vida que tenía antes, y que nadie notara la herencia que recibió. A diferencia de lo que todos imaginan, en el caso de Alan, el dinero ha generado un mayor vacío que otra cosa.

Ingenuidad comunicacional

Esa misma voracidad de tener dinero y poder consumir más y más, ha sido también alimentada por toda la información que recibimos en los medios de comunicación y redes sociales. Creemos en todo aquello que nos dicen, como por ejemplo, cuando nos muestran que existe un acondicionador que dejará nuestro cabello como nuestra actriz favorita, la bebida energética que nos convertirá en los mejores futbolistas y las vacaciones perfectas que resolverán todos nuestros conflictos familiares. Estamos dispuestos a pagar por prácticamente cualquier producto que nos prometa alcanzar la anhelada felicidad… y los que se dedican al marketing lo tienen muy claro.

Hemos dejado que el contenido publicitario dicte las pautas de nuestra felicidad, aun cuando sabemos que estos comerciales no tienen por objeto educarnos, sino vender algún producto, cualquiera que este sea. Lo mismo sucede con las redes sociales: no tienen por objeto mostrarnos la realidad de la vida de nuestros amigos o cercanos, sino que solo aquellos pequeños y maquillados extractos de cotidianidad en los cuales todos quieren verse o aparentar estar de maravilla cuando no lo están. Mientras más carentes estamos, más queremos demostrar lo contrario. Sabemos que es así, porque caemos en hacer el mismo engaño. Aun así, sabiendo que es todo una farsa, nuestra inseguridad nos lleva a alimentar un nivel de ansiedad y frustración que nos agobia.

Los colaterales del dinero

Lo que muchos no han interiorizado aún es que el consumismo y el materialismo, en general, pueden ir en nuestro propio desmedro. Su efecto en nosotros no es indiferente. Una serie de estudios ha puesto en evidencia cómo las aspiraciones materiales pueden incluso disminuir nuestro nivel de satisfacción con la vida22. Una investigación realizada por Seligman y Diener en Estados Unidos durante 2004, demuestra que las personas materialistas tienden a restarle importancia a sus relaciones interpersonales y a estar constantemente disconformes con su nivel de ingresos23.

Un estudio de similares características, en el cual se investigaron los casos de distintos ganadores de la lotería, evidenció que aquellas personas con poder adquisitivo prácticamente ilimitado tendían a disminuir su disfrute de las cosas simples de la vida24, pues van de a poco perdiendo su capacidad de asombro. A eso se le suma el hecho de que suelen dar por sentado cada privilegio que gozan, perdiendo la gratificación propia que genera el ser agradecido.

Otra investigación del psicólogo estadounidense Tim Kasser, demostró que las personas con valores aspiracionales (los relativos al dinero, el estatus social y el poder) acarrean un riesgo superior de depresión y son más propensos a trastornos mentales25. Kasser afirma que el materialismo produce menores niveles de bienestar porque se asocia a bajos niveles de autoestima, empatía y motivación intrínseca, así como a altos niveles de narcisismo y de comparación social, que traen aparejados mayores conflictos en las relaciones interpersonales26.

Como se puede apreciar, los estudios en esta línea abundan, y aun así la creencia social de que el dinero es lo que nos hace felices, sigue profundamente arraigada en nuestra cultura. Muestra de ello es que, a pesar de que cada generación ha sido más rica que la anterior, los índices de bienestar no hacen más que empeorar27.

El reconocido psiquiatra chileno Ricardo Capponi, busca dar una explicación a este fenómeno humano por el cual siempre queremos más, aunque esto no nos haga más felices, que denomina “adaptación hedonista”. Capponi señala que nuestros órganos sensoriales, los que nos permiten sentir placer, están hechos para que un estímulo repetido pierda fuerza en el tiempo. Es como si el órgano se cansara y dejara de estimularse con cada repetición. Por mucho que nos encante el chocolate, si lo comemos todos los días, a toda hora, dejaría de producirnos el mismo nivel de placer que inicialmente.

Eso mismo ocurre con las posesiones materiales. Añoramos tener nuestro propio auto y, luego de que lo conseguimos, queremos cambiarlo por otro de mejor marca o por un modelo más nuevo. Si nos encantan las zapatillas, no basta con tener tres pares distintos, siempre deseamos comprar el último modelo. No nos basta con salir de vacaciones, estas tienen que ser cada vez más sofisticadas y lujosas para que nos generen adrenalina.

La adaptación hedonista hace que nos acostumbremos con rapidez a lo bueno. A medida que vamos acumulando, las expectativas aumentan, y aquello por lo que se ha luchado tanto ya no nos brinda la misma satisfacción que solía darnos. Para obtener el mismo nivel de placer que en la experiencia inicial, se necesita ir acrecentando la dosis de aquello que dio satisfacción y, por lo tanto, más dinero.

Y tener que ganar más para gastar más conlleva importantes costos personales: menos tiempo con la familia, angustia, estrés y deudas, entre otros males.

La situación que describimos nos lleva a sentirnos cada vez menos libres. Lo único que queda es seguir comprando para aplacar la angustia que produce la abstinencia. Creemos que comprar es lo que llenará ese vacío, pero lo único que logramos con eso es llenar espacio físico, en circunstancias que el vacío es espiritual.

Para Eckhart Tolle28 la gran liberación del materialismo viene con el reconocimiento de nuestro propio ego o de ese “falso yo” que nosotros mismos hemos creado para protegernos de las agresiones del mundo. Para Tolle, la fuerza que motiva el comportamiento del ego es siempre la misma: la necesidad de sobresalir, de tener poder, de recibir atención y poseer más. Además, el ego nunca es autosuficiente, siempre desea algo de los demás o de las situaciones. Utiliza a las personas y los contextos para obtener lo que desea, pero la brecha entre lo que desea y lo que se tiene nunca se elimina, por lo que se convierte en una fuente constante de desasosiego y angustia.

En nuestra cultura, vivir para poseer más es una realidad cotidiana y se ha vuelto el estado normal de muchas personas. La vida es vista como una contrariedad, y vivimos en un constante resolver problemas para alcanzar, en un futuro, la tan anhelada felicidad que, finalmente, nunca llega.

Volveremos a este tema más adelante, pero lidiar con este “otro yo” o “sombra” que todos tenemos, en menor o mayor medida, no es algo simple. ¿Puede el dinero comprar nuestra felicidad?

La publicidad de la tarjeta de crédito Mastercard quedó grabada en la cabeza de muchos que, como yo, seguro la recuerdan hasta el día de hoy. Decía: “La felicidad no se puede comprar... para todo lo demás, existe Martercard”. Qué sabias palabras.

La felicidad no se puede comprar, eso es seguro, pero eso no quita que la forma en cómo invertimos o gastamos nuestro dinero sí pueda incidir en ella. De hecho, si lo gastamos en experiencias compartidas con otros o con el objeto de mejorar la vida de los demás, nuestra felicidad probablemente sí aumentará29.

Esta hipótesis se confirma si observamos el creciente aumento que ha tenido en los últimos cincuenta años la filantropía y otras conductas altruistas que fomentan la solidaridad, así como nuevas formas de hacer negocios más conscientes de sus impactos y de la ética empresarial. Ejemplo de ellos son el movimiento The Giving Plegde30, las inversiones de triple impacto, fondos de inversión social, empresas B y la banca ética, entre muchas otras.

Es difícil demostrar que lo anterior es cierto, ya que no tenemos forma de medir con exactitud hasta qué punto los actos altruistas aumentan nuestro nivel de felicidad. En cambio, medir utilizando el dinero como parámetro es mucho más fácil. Por ejemplo, es más simple calcular el valor de mi casa por su precio de venta que por el bienestar que me genera a mí y a mi familia vivir en ella. Lo mismo sucede con el trabajo: es más sencillo evaluar una oferta de trabajo por el sueldo que nos pagan que por la calidad humana de nuestros futuros colegas. Y es justamente este análisis simplista de la vida el que nos ha llevado a medir el éxito, la felicidad y la vida, en general, a través del dinero.

Pero, ¿qué pasaría si pudiésemos medir el nivel de nuestra salud, cuánto nos quieren nuestros amigos o la calidad de nuestra relación de pareja? ¿Admiraríamos más a las personas que ostentan altos indicadores de estos atributos o a quienes tienen más dinero?

Imaginémonos por un minuto la escena en la que un grupo de excompañeros de colegio —que ahora bordean los sesenta y cinco años— se reúne a repasar su vida, prometiéndose absoluta honestidad en lo que van a compartir con sus compañeros de la vida. Para efectos de este ejercicio, vamos a suponer que los atributos realmente importantes para el bienestar son cuantificables numéricamente en una escala que va de uno a mil.

Comienza el encuentro y estas son las conversaciones que surgen:

1) César, comerciante, casado, el más alegre del grupo, cuenta que se siente plenamente realizado en la vida. Tiene cuatro hijos y diez nietos. Con sus ahorros, más la venta de su minimarket, se compró un campo en las afueras de la ciudad en la cual lo visita su familia fin de semana por medio. Además, en verano todos van a instalarse con él y su señora durante un mes completo. Tiene un grupo con el que sale cada jueves por la mañana a hacer caminatas al cerro, y participa activamente en los programas para adultos mayores que ofrece la junta de vecinos. La salud de César está en perfectas condiciones, por lo que está planeando emplearse en algo.

2) Ester, ingeniera, soltera, era la más coqueta e interesante del curso. Hizo una carrera brillante en una empresa multinacional de cosmética. No pudo tener una relación amorosa estable, pues su profesión le demandaba viajar fuera del país constantemente. Cuenta que hace dos años decidió finalmente adoptar dos hermanos haitianos. Tenían cinco y siete años cuando los recibió. La maternidad la llenó de vitalidad, y con eso comenzó una vida diferente, llena de actividades y amistades nuevas. Con las apoderadas del curso se turnan para ir a buscar a los niños al colegio, salen religiosamente todos los jueves a un happy hour, y cada tanto organizan un viaje en conjunto fuera del país. Además, hace unos meses participa en un equipo de runners en el que conoció a un hombre más joven que ella, y aunque le dio algo de pudor, aceptó su invitación a salir. Ahora está muy activa buscando a alguien que la ayude en el cuidado de sus hijos, ya que con la hernia que tiene en la espalda le resulta casi imposible seguirles el ritmo.

3) Rafael no terminó sus estudios, pues decidió emprender muy joven. Es buen amigo pero algo soberbio, por lo cual, cuando le toca hablar, no escatima en partir contando lo que ya todos saben por la prensa: que su imperio del retail sigue expandiéndose, por lo que ahora abrirá nuevas tiendas también en Perú. Su nombre es recurrente en las listas de los hombres más acaudalados de la región y, cada tanto, aparecen fotos de sus propiedades en Nueva York o Milán en las revistas de decoración. Se ha casado y divorciado tres veces, y se acaba de comprometer con una mujer treinta años menor. Cuenta que por ningún motivo quiere tener más hijos. Le basta con los cinco que ya tiene, y que solo lo llaman para pedirle dinero. Agrega que, más que eso, lo que le molesta es que ninguno se comprometa con el futuro del negocio y está pensando en amenazarlos con desheredarlos si no se comportan con seriedad. El próximo mes tendrá que viajar a hacerse chequeos a Atlanta, ya que su diabetes sigue avanzando con bastante mal pronóstico.

Ahora que conocemos las historias de César, Ester y Rafael, veamos cómo son los resultados de bienestar para cada uno de ellos, tomando en consideración solo aquello que han dicho en la reunión:


Si miramos el indicador del dinero de manera aislada, sin duda, Rafael tendría la vida más deseable. Pero si sumamos al indicador del dinero, el de salud y relaciones, el escenario cambia por completo: Rafael no sería tan admirado como lo es actualmente. César y Ester tendrían un bienestar casi el doble que el de Rafael.

Pero, ¿necesitamos realmente una medición cuantitativa para darnos cuenta de qué vida es mejor para nosotros, o podemos arribar a la misma conclusión si nos conocemos mejor y usamos la consciencia para orientar nuestras decisiones? Quizá podremos responder a esta pregunta más adelante.

¿Y ahora qué?

Estaba muy contenta de estar respondiendo a varias de mis preguntas. Ya tenía más claro el “por qué” de la vida, y sentía que esta felicidad que buscaba se parecía muchísimo más a la eudemonía que a cualquier otra cosa.

Si bien sentía los avances, tenía la sensación de que esto era solo el comienzo. Si el dinero, el poder y la fama no me conducirían a la felicidad que estaba buscando, ¿qué tenía que buscar? ¿A qué se refería Aristóteles cuando hablaba de la felicidad del alma? Todo parecía indicar que estaba a punto de encontrarme con un nuevo mundo, hasta entonces absolutamente desconocido para mí. Algo menos racional y más espiritual estaba por venir.

El propósito no era lo que yo creía

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