Читать книгу El propósito no era lo que yo creía - Sharoni Rosenberg - Страница 9
ОглавлениеCapítulo I
Las preguntas que no encontraban respuesta
La mente es como un paracaídas: solo funciona si la abres”. Einstein.
Cuando partió mi investigación, de lo que todos hablaban era del concepto japonés ikigai y del Golden Circle de Simon Sinek (puedes profundizar sobre estos conceptos en el Apéndice I). Leí y estudié cada uno de estos conceptos tratando de encontrar las respuestas a tantas preguntas que tenía, pero si bien ambos me sirvieron para inspirarme y adentrarme en el asunto, no lograba atar todos los cabos sueltos. Sinek desarrolla la importancia del por qué de lo que hacemos y lo conecta con la parte emocional de nuestro cerebro. El ikigai habla de aquello que amamos, en lo que somos buenos, la contribución al mundo y por lo que nos pueden pagar.
Pero tenía la sensación de que el propósito debía también comprender conceptos tan importantes como la intención, la consciencia de uno mismo, nuestra identidad, el correcto actuar o la virtud, nuestros valores y la motivación. Tampoco lograba entender bien si el propósito y el sentido de la vida eran lo mismo o no. Al mismo tiempo, tenía dudas respecto a la relación del propósito con el amor y el concepto que manejamos sobre lo que es el éxito y la felicidad. Lo otro que no acababa de comprender es a lo que se referían cuando hablaban de trascendencia: no me bastaba con saber que era algo más grande que nosotros mismos. Seguro había mucho más por indagar y que se relacionaba, en alguna medida, con la espiritualidad (otro concepto que me costaba procesar).
Después de darle muchas vueltas y de tratar de ordenar todas las dudas que merodeaban en mi cabeza, llegué a la conclusión de que el asunto del propósito lo tenía que abordar respondiendo a dos grandes preguntas:
- ¿Qué es el propósito?
- ¿Cómo descubro el mío?
La primera pregunta la desarrollaremos en este capítulo, mientras que a la segunda responderemos ulteriormente.
El significado de la palabra
Para definirlo usaremos, en primer lugar, buscaremos qué dice el diccionario de la Real Academia Española (RAE), una costumbre que me quedó arraigada de mis tiempos de abogada. Según éste, el propósito (del latín proposĭtum, término integrado por el prefijo pro, que indica una dirección, y positum en el sentido de poner hacia adelante) se puede definir de tres maneras:
1. Intención o ánimo de hacer o de no hacer algo.2. Objetivo que se pretende conseguir.3. Asunto, materia de que se trata. |
Las dos primeras definiciones son centrales: el propósito puede ser una intención y un objetivo. La tercera no la utilizaremos, pues se usa para hacer referencia a otra cosa, es sinónimo de “razón de algo” como, por ejemplo, a propósito de este libro.
Si bien la definición de la RAE es algo escueta (como suelen ser las definiciones) nos brinda un buen punto de partida. Por un lado, la intención es la determinación de nuestra voluntad hacia un fin, y un objetivo es aquello a lo que se dirige o encamina una acción. Esto puede sonar muy abstracto y filosófico, pero la realidad es que hay “algo” dentro de nosotros que quiere expresarse en el mundo exterior. Y pareciera ser que cuando hay coherencia entre lo que somos genuinamente y lo que hacemos en nuestro día a día, sentimos que estamos viviendo nuestro propósito. Veremos más adelante que no son excluyentes, y que la intención y el objetivo representan las dos caras de un mismo concepto.
Esta intención que se dirige hacia un objetivo es algo que Aristóteles ya había observado. Para el filósofo griego, todo en la vida se orienta a un fin último, y utilizó el concepto de teleología —que proviene del griego telos, que significa propósito— para referirse a la doctrina que estudia la finalidad de las cosas por sus causas u objetivos. Aristóteles tenía la absoluta convicción de que si queremos entender qué es una cosa, debemos comprenderla en relación a su fin último. Para él, todos los seres vivos en este mundo, ya sean personas, animales o plantas, tienen un fin hacia el cual dirigirse y, por lo tanto, un camino hacia el cual perfeccionarse.
Este ya era un gran avance en mi investigación. Tenía claro que todas las cosas que existen en la tierra tienen un propósito, algo a lo cual aspiran llegar a ser. Por ejemplo, Aristóteles decía que el propósito de una bellota es convertirse en roble, y el de una oruga el de transformarse en mariposa. En definitiva, lo que propone es que el propósito de cada especie sería el mismo: la razón por la cual existe o por la cual vino al mundo.
Pero, si todas las especies tienen su propio propósito, ¿cuál sería el de los seres humanos? En este momento mi búsqueda se vio en un punto de inflexión. Ya les contaré por qué. Volvamos un poco hacia atrás.
Lo que creía cierto
Antes de hacerme esta pregunta, y basándome en la información que tenía disponible, mi idea era la opuesta. Me había hecho la imagen de que cada ser humano tenía su propio propósito en la vida. Uno que es único para cada uno y que debiese guiarnos para toda la vida. Después de haber realizado decenas de encuestas online —que suelen prometer cosas como “encuentra tu propósito en cinco pasos” o “resuelve tus inquietudes existenciales en menos de treinta minutos”—, todo indicaba que el propósito se trataba en encontrar esa única frase que definiría mi vida para siempre.
Lo único en lo que podía pensar en ese momento era en encontrar esa frase, que aconsejaban debía ser breve como si fuese un post de Twitter (ojalá en no más de cuarenta caracteres), y contuviera aquello que estaba llamada a hacer en este mundo. Tenía que lograr formar una oración de este estilo:
- Hacer del mundo el mejor lugar para la humanidad.
- Salvar el mundo a través de la educación.
- Ser compasivo conmigo mismo y con el resto del universo.
- Terminar con la pobreza en África.
Si lograba redactar esa frase, la promesa que hacían estos blogs era que mi felicidad despegaría como un cohete sin que nada ni nadie pudiese arruinarla, y que nunca más ni por ningún motivo sentiría el vacío que me estaba consumiendo por dentro. Era la invitación a alcanzar el nirvana.
Ahora lo puedo contar con algo de distancia y sentido del humor. Pero hace unos años todas las explicaciones y soluciones simplistas sobre lo que para mí era un tema crucial, me producían mucha frustración e impotencia. Estuve entrampada en la búsqueda de la “frase perfecta” por largo tiempo, y por mucho que quise encontrarla, esto no sucedió.
En un momento sentí que la presión y ansiedad de resumir en una sola frase mi propósito, aquello que marcaría el resto de mi vida, era algo que no podría soportar por mucho tiempo. La angustia de no saber quién era yo se tornó tan fuerte, que sentía pudor de compartirlo con otros por miedo a que no reflejase bien mi identidad o parecer insegura si decidía ajustar mi propósito más adelante. En otros casos de personas cercanas, creo que la obsesión se volvió aún más severa: no faltaba quien no quisiera compartir su frase con el grupo por temor a revelar más de la cuenta sobre sí mismo o a que algún oportunista decidiera copiárselo, como si al hacerlo le estuviesen robando parte de su identidad.
A pesar de la confusión e inseguridad que tenía, logré redactar mi primera frase de propósito. Recogiendo lo feliz que me había sentido trabajando en proyectos sociales y basada en los ejemplos que había visto en blogs sin mucha sustancia, mi frase resultó ser: ayudar a las personas vulnerables para lograr disminuir la pobreza en el país. Al comienzo fue muy gratificante, creía que finalmente había conseguido el objetivo. Por un instante me sentí como un pez en cautiverio que había sido devuelto al río. Pero tras unas semanas, la frase que había redactado y que me hacía sentir tan libre, ya no me convencía tanto.
Traté de no tomármelo tan a pecho. Después de todo, ¿quién no se equivoca la primera vez? Si bien una parte de mí se sentía identificada con el propósito que había declarado originalmente, no podía dejar de pensar dónde quedaba mi familia en todo esto. Se supone que el propósito es uno solo y para toda la vida. Entonces, ¿cómo dejar fuera lo más importante de mi vida?
En ese momento, la reflexión y los ejercicios de meditación me llevaron a concluir que la frase debía ir orientada a lo que más disfrutaba hacer: conectar con los demás y entregarles lo mejor de mí. No importaba si era mi hija, una niña que acababa de conocer en un hogar o un practicante de la oficina. Cualquiera fuese el contexto, y guardando las diferencias entre los tipos de vínculos, sentí que mi propósito era “entregar amor a todas las personas de manera incondicional”.
Estaba tranquila con esta declaración. Lo que más me reconfortaba era que incluía los dos ámbitos de la vida que eran más importantes para mí: mi familia y un trabajo en el cual pudiese contribuir. Pero, a los pocos meses, nuevamente me pasó lo mismo: algo no me hacía sentido. En ese momento me estaba dedicando a ayudar a muchas fundaciones a resolver problemas legales y, muchas veces, no llegaba ni a conocer a las personas detrás de cada proyecto. Me hacía muy feliz el simple hecho de saber que les había simplificado la vida y que mi conocimiento estaba sirviendo para algo que me parecía importante.
En ese minuto sentía que había fracasado, lo que me llevó nuevamente al cautiverio. Me preguntaba: “¿Será que nunca descubriré mi propósito? Sabía que tenía que volver a adaptarlo, y eso me dejó muy confundida. Solo tenía una cosa clara: algo no estaba funcionando de la forma en que los blogs presentaban las cosas. Algo dentro de mí me decía que el propósito no podía ser uno solo para toda la vida, único e inmutable. Me parecía que la vida era demasiado compleja como para reducir el propósito a eso: a una sola frase perfecta.
Seguí intentando durante un tiempo. Sentía que muchas frases podían reflejar mi esencia, aquello para lo cual había venido al mundo. Por un lado, verbos como contribuir, ayudar, inspirar y mejorar; y por el otro, palabras tan comunes como amar, crear, hacer feliz a otros se sentían apropiadas. Otros conceptos más sofisticados, como consciencia, espiritualidad y trascendencia también me hacían sentido. Todas ellas me interpelaban para mi frase de propósito. Al mismo tiempo, preguntando a mis amigos más cercanos, todos parecíamos tener declaraciones muy similares. Algo como lo que ocurre a las empresas cuando declaran su misión o visión: es difícil distinguir una de la otra, en el papel son todas similares. Lo importante no eran las palabras, sino que debía haber algo más.
Todo este recorrido parecía un zapato chino. Me estaba dando vueltas en lo mismo sin llegar a ningún lado. Esta situación me llevó a cuestionarme firmemente si encontrar el propósito se trataba de hallar esa única frase, o era algo más profundo que eso. Llevaba mucho tiempo tratando de buscar mi propósito en base a lo que hacía, a mis proyectos, a mi trabajo, y una voz interior me decía que el propósito no era algo que se buscase afuera, en el mundo exterior, en una actividad, sino más bien algo más personal e íntimo, como un llamado a conocerme mejor, a descubrir realmente mi identidad y que solo entonces podría realmente vivir mi propósito.
Estaba empezando a perder la esperanza cuando me volví a topar con una frase de Aristóteles que tantas veces leí, pero que solo entonces cobró real sentido:
Y volviendo al comienzo, después de ese recorrido logré responder a la pregunta acerca de cuál sería el propósito de los seres humanos.
Así como Aristóteles había señalado el propósito de las bellotas y de las orugas, también lo había hecho respecto a la especie humana. Si lo que él decía era cierto, pensaba, el ejercicio de la frase perfecta no tenía sentido alguno. Ya no se trataría de buscar el propósito de cada uno, pues todos los seres humanos compartiríamos el mismo: ser felices. Es decir, la eudemonía, como la llamaba él.
Ser felices
Tras pensarlo unos días, me pareció bastante lógico y me encontré que varios otros filósofos, psicólogos o referentes espirituales, como el Dalai Lama, afirmaban lo mismo.
Para quienes somos padres, esto no debiera ser nada sorpresivo. No es de extrañar que en los momentos de conversaciones más profundas les digamos a nuestros hijos que lo más importante para nosotros es que sean felices. Lo mismo nos decían nuestros padres. Al fin y al cabo, ¿quién no quiere ser feliz?
Me hacía mucho sentido todo lo que estaba descubriendo. Todos queremos ser felices, de eso no hay duda alguna, el problema es que, por alguna razón, hemos dejado de tomarle el peso a esa palabra. A pesar de lo importante que es para nuestras vidas, muchas veces nos referimos a nuestra felicidad casi mecánicamente, como quien pregunta a otro al saludar “¿cómo estás?”, solo por costumbre, sin realmente querer saber la respuesta. Hablamos de la felicidad, pero no nos damos el tiempo para pensar qué es realmente, su importancia para nuestro bienestar y cómo podemos alcanzarla.
Se podría decir que, hasta esta parte de mi búsqueda, ya tenía dos cosas claras y me servirían para responder la primera de las preguntas planteadas en un comienzo:
1. El propósito de todos los seres humanos es el mismo
2. Ese propósito es ser feliz.
Lo anterior, nos lleva a hacernos una pregunta clave: