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CAPÍTULO V Lugar: Escuela Nacional de Comercio de la ciudad de Rafaela – Año 1979

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Era el horario de la clase de matemáticas a cargo de la Profesora Pérez, cuando entre ecuaciones y logaritmos, a las 17:10 de la tarde se le anuncia a la sala que deben presentarse en el salón de actos para asistir a una charla sobre educación, responsabilidad y respeto a cargo de un cuerpo militar preocupados en decisiones delicadas que pudisen llegar a tomar los jóvenes en esa edad tan jodida como la adolescencia.

En la segunda fila de bancos desde la entrada, a la puerta, y en el segundo banco de la fila, nuestra protagonista ahora, ya evidentemente grandecita, que a este momento ya no podemos seguir nombrando como a la niña, se levanta de su plaza y conjuntamente con sus amigos y celadores, después de formar ordenada fila mediando tomar distancia de por medio se dirige con todos a la parte alta del salón de actos, lugar reservado sólo para alumnos de 5º año.

Cuando todo pronto, el corazón parece salírsele de un golpe del cuerpo al ver ingresar por la puerta doble del frente a su admirabilísimo alto mando ejecutivo internacional noviecito Osea.

Se lo vio entrar altísimo como venido del país de los gigantes, rubio prolijamente desmelenado con su cabello dorado ondeando por la fuerza de sus pasos como si fuese al viento, la piel bronceada seca y con algunas pecas, los ojos más amarillos que marrones, su eterna sonrisa cínica que dejaba ver su dentadura inferior partida, seguramente por algún culetazo de fusil en algún enfrentamiento. Y justamente lo que dejaba ver en su interior, su sonrisa, era lo que le hacía temblar cada una de sus fibras en una sensualidad incomprensible; a ella, la niña de la F-100 celeste aluminio.

¿Cómo se jugó él con las dos banderas una?, cuando solamente fue en ese momento que podríamos enterarnos señores lectores, que estaban unidos por el mismo sentimiento. Él no conocía el miedo, y en caso de sí, lo transformaba en furia, ella, lo sufría todo y la exposición al sufrimiento no conoce límites. Ella lo amaba por eso, él la idolatraba por lo mismo. Una vez ante el micrófono, él no quitaba la vista de la adolescente. Cuán grande sería su entusiasmo cuando las profesoras del establecimiento comenzaron a coquetear, dándole pie a hablar sobre la menor sin quitarle jamás los ojos de encima y regocijándose de la oportunidad que las mismas profesoras le daban sobre la menor. Empezó a hablar de ella diciendo que de todo el establecimiento ahí veía a una Yanqui y a la única Yanqui que veía. Cada profesora en su coqueteo preguntaba sobre ella misma, si ahí también entre ellas podía reconocer a otra Yanqui, no porque les interesase lo de Yanqui, sino para quitarle a ella lo de única dicho por semejante seductor.

Cuanto más insistían en su coqueteo las profesoras, más se alegraba de fijar fijamente sin mover la mirada sobre la menor diciendo “No; es la única yanqui, una yanqui hecha y derecha en todo lo que se la ve. No hay otra, es la única. Todas ustedes son alemanas”. “¿Y yo?” iban preguntando una a una. “Alemana” “Alemana” “Alemana”. Alemana y siempre alemanas; les dirigía la respuesta. Y para finalizar dijo que era muchísimo el entusiasmo de las “señoras” en otro tema por lo cual era imposible dar la charla y alzando el brazo derecho en un extendido saludo a todos se retiró del salón de actos manteniendo siempre el brazo en alto en el saludo hasta que desapareció por la misma puerta doble del frente por la cual se lo vio entrar.

Noviecito Osea y doce cuentos para leer despierto

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