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Capítulo IV.

Un tenebroso ritual ancestral

«Porque la guerra del hombre no es contra seres de carne y hueso, sino contra altas jerarquías celestiales infernales que tienen mando y autoridad sobre este mundo oscuro y confuso».

Efesios 6,12

Al legar al Museo Arqueológico de Roma, Esperanza preguntó en las oficinas por el doctor Nicola Manarelli, que era la persona con la que tenía que contactar para tener acceso a la Piedra de Palermo. La secretaria, una señora de unos sesenta años con el cabello teñido de rojo y gafas años 60, la atendió y le pidió que esperara porque el curador del museo, el doctor Manarelli, estaba en el extremo opuesto del local supervisando la colocación de una antigua estatua romana recuperada de una cloaca y que acababa de ser restaurada después de varios meses de tratamiento del mármol.

Al cabo de quince minutos se acercó un hombre alto, muy delgado y encorvado con una larga bata blanca, de unos sesenta y cinco años, con gafas, pelo blanco alborotado, bigote también blanco y algo de barba descuidada. Parecía una versión más alta y delgada de Albert Einstein.

–¿Doctora Esperanza Gracia? ¡Mucho gusto! Soy el Dr. Manarelli. La estaba esperando con impaciencia y entusiasmo. Nos honra con su presencia en este museo.

–¡Gracias, doctor Manarelli! También para mí es un gusto conocerle.

–Llámeme Nicola, querida doctora.

–Muy bien, Nicola; y tú me puedes llamar Esperanza.

–Bueno, Esperanza, sé que tu tiempo es precioso y ya me has tenido que esperar largo rato, por lo cual me disculpo. ¿Me acompañas?

–¡Claro que sí! Vamos.

Fueron caminando por largo pasillos de paredes blancas y escaleras de mármol blanco hasta que llegaron al salón de exposiciones.

–Quisiera saber, Esperanza, ¿cuán de familiarizada estás con la Piedra de Palermo y con la escritura jeroglífica?

–Pues he leído algo acerca de esta piedra. Sé que hasta hace un tiempo se encontraba en el Museo Antonio Salinas de Palermo en Sicilia y que ha sido trasladada para una exposición temporal aquí a Roma, pero por mi escasa familiaridad con la escritura jeroglífica necesito de todo tu conocimiento y experiencia, estimado Nicola.

–¡Está bien, es bueno saberlo!

»Llegamos. Estamos delante de la vitrina que contiene la piedra. No impresiona mucho porque este fragmento de basalto negro solo tiene cuarenta y tres centímetros de alto por treinta de ancho, y es uno de los siete fragmentos que existen. Originalmente debió ser una losa de dos metros de largo por sesenta centímetros de alto, tallada en el siglo XXV antes de Cristo, esto es en el Imperio Antiguo, y al parecer se encontraba en Heliópolis. Este fragmento que tenemos delante está en el Museo de Palermo desde 1877, y de ahí fue trasladado para su exposición aquí. Cinco fragmentos se encuentran en El Cairo, tres de ellos encontrados y adquiridos entre 1903 y 1910, y uno más en Londres en el Museo Petrie del University College, que fue adquirido en el mercado de antigüedades en 1917.

»Como puedes ver está escrita por ambos lados en registros dobles. En la parte superior aparece el listado de los reyes que gobernaron Egipto desde las épocas predinásticas hasta la V dinastía, y luego los hechos relevantes de sus gobiernos, divididos y marcados por el jeroglífico ‘renpet’, que significa año, y que aparece aquí, Esperanza, como una línea vertical que se curva al final, destacando las crecidas del Nilo, de las cuales dependían la prosperidad y supervivencia del país.

»En resumen, el texto estaba dividido en tres registros horizontales. El superior que, como te dije, muestra el nombre del faraón de ese período; la franja intermedia destaca los acontecimientos importantes, como las fiestas, los censos de ganado, etc. Y la franja inferior, que indica el mayor nivel de la inundación anual, porque si llegaba demasiada agua o si, por el contrario, esta era escasa, eso suponía la hambruna de Egipto.

–¿Cómo hacían los egipcios para medir las crecidas del Nilo, Nicola?

–En los templos existían los llamados «nilómetros», que eran una suerte de pozos tubulares construidos al lado del río. Dependiendo de cómo se incrementara el nivel en su interior se podía calcular el volumen de agua, la cantidad de cosechas, y por ende el monto de los impuestos a cobrar a la gente.

–¿Qué hay en el contenido de la Piedra de Palermo que la hace tan especial?

–Si te fijas bien, en la franja superior se pueden distinguir los nombres de los reyes predinásticos correspondientes al Imperio arcaico del Bajo Egipto, como Seka, Jaau, Tiu, Tvesh, Neheb, Uadynar y Mejet. Los reyes predinásticos parecían sacados de los mitos y leyendas, hasta que los encontraron en las excavaciones del francés Émile Amélineau y el inglés Flinders Petrie en el cementerio de Umm el-Qaab («la madre de las vasijas» en árabe) en la zona de Abydos. En 1988, los arqueólogos alemanes Werner Kaiser y Gunter Dreyer, excavando en la misma zona, hallaron el nombre del rey Horus Escorpión, datado en la cultura Naqada III, y posteriormente dieron con la tumba de ese rey en una mastaba semi-enterrada.

»En la piedra se habla de 120 reyes que gobernaron Egipto antes de que la civilización se consolidara en la primera dinastía con el rey Menes Narmer. Eran reyes y a la vez dioses y semidioses.

–¿Dirías tú, Nicola, que coinciden con las genealogías reales que se mencionan en el Papiro del Canon Real de Turín?

–¡Sí, Esperanza; coinciden incluso con los cartuchos reales de los primeros soberanos que se mencionan en Abydos de la época de Seti y Ramsés! Pero no solo eso; también coinciden con las listas de los reyes sumerios de Mesopotamia. Como bien sabes, Sumeria fue antes que Egipto, pues la civilización de los faraones deriva de Sumer. En las listas reales de Sumer se dice que la realeza vino del cielo y que esos reyes predinásticos gobernaron miles de años.

–¡Qué importante es eso que dices! Entonces la Piedra de Palermo, el Canon de Turín y las listas sumerias coinciden en que los dioses vinieron del cielo a la Tierra y se asentaron aquí.

–¡Así es, y que gobernaron por miles de años! En la Piedra de Palermo se observa el gran desarrollo logrado por los egipcios tanto en metalurgia como en diversas ramas del saber. Y como prueba de la realidad de sus aseveraciones, ahí se registra la construcción del primer edificio de piedra durante el reinado de Neka, que es muy anterior a la pirámide escalonada de Zoser en Sakkara, construida por el arquitecto Imhotep.

–Entonces estarás de acuerdo, Nicola, en que la Piedra de Palermo, así como el Canon de Turín, habrían sido las fuentes de las que Manetón, el historiador y sacerdote egipcio, tomó información.

–¡Cierto, Esperanza! Manetón, sacerdote de Ra en Heliópolis durante el reinado del faraón Ptolomeo I, era originario de Sebenitos. Él reunió la más extensa y completa historia del Antiguo Egipto en su obra Aegyptiaca. Allí ordenó las cronologías de los reyes dividiéndolas en dinastías desde los tiempos míticos hasta la conquista de Alejandro de Macedonia.

»El que la Piedra de Palermo esté tan fragmentada da la impresión de que había alguien deseoso de destruirla, de querer acabar o hacer desaparecer esta información. Hay comentarios de colegas que dicen que la piedra por ignorancia fue reutilizada como una puerta, pero yo creo que allí en Heliópolis era por sí misma una puerta a esta y otras realidades.

–¿Cómo es eso?

–En el Antiguo Egipto se conocía muy bien el poder de la palabra creadora. Había fórmulas aparentemente mágicas con las que se abrían o cerraban portales entre dimensiones y que te conectaban con otros planos. La palabra correcta en el momento correcto, en el lugar preciso, funcionaría como el «Ábrete sésamo».

–Entonces, Nicola, cuando rompieron la piedra probablemente hicieron desaparecer la parte de las fórmulas secretas que posibilitarían esta tarea.

–¡Es muy probable, Esperanza!

–¡Gracias mil, Nicola! No te imaginas cuán ilustrativo ha sido lo que me has enseñado y las claves que me has aportado.

–¡Me alegra haber podido serte útil, Esperanza!

Cuando la arqueóloga se iba a retirar del museo, la secretaria la llamó y le dijo:

–¡Doctora, al poco rato de que llegara y se fuera con el Dr. Manarelli, llamaron por teléfono de la embajada británica en Roma preguntando por usted!

–¿Por mí? ¿Cómo sabían que estaba aquí y en Roma? Deben haber intentado llamarme al móvil, pero lo tenía apagado para que nadie nos interrumpiera. Sí, aquí tengo las llamadas; han llegado todas juntas con los WhatsApps cuando he encendido el teléfono.

Esperanza devolvió la llamada al número que figuraba en su pantalla.

–¡Hola! ¿Con quién hablo?

–¡Está usted llamando al consulado británico de Roma! ¿Con quién desea hablar?

–Es que he recibido varias llamadas de este número. Soy la doctora Esperanza Gracia y en este momento me encuentro en el Museo Arqueológico de Roma.

–Ah sí, espere un momento, doctora Gracia, que la cónsul necesitaba comunicarse urgentemente con usted. Le paso con la señora Elizabeth Morris.

–¿Hola? ¡Doctora Esperanza Gracia? Aquí le habla la cónsul británica Elizabeth Morris. Mucho gusto. Aaron Bauer, que es un amigo común, me llamó ayer y me dijo que vendría usted a Roma y me pidió que la ayudara en todo lo que necesitara, por lo que estamos a su disposición en lo que pueda requerir.

–¡Ah, caramba; muy gentil, señora Morris!

–¡Llámeme, Elizabeth, en confianza!

–¡Muy amable. Entonces, si lo desea, me puede llamar Esperanza!

–¡Genial! Esperanza, ¿nos honrarías con tu presencia mañana en una cena de gala que ofrece la embajada británica con motivo del cambio de embajador? Nuestro nuevo embajador es Lord William Bentinck. Estará presente todo el cuerpo diplomático y gente muy bien relacionada que te podría ayudar en muchas de tus investigaciones. Y Aaron quería que tú vinieras.

–Gracias, Elizabeth, pero no he venido preparada en este viaje para asistir a este tipo de eventos. No he traído la ropa adecuada.

–Creo que Aaron ya arregló eso. En tu hotel te entregarán un vestido, zapatos y algo de joyería para que puedas asistir.

–¡Si es así, cuenta conmigo!

–¡Perfecto! Mañana a las 19.00 h en punto pasará un taxi de la embajada a tu hotel a recogerte.

–¡Muy bien!, nos veremos mañana entonces.

Al salir del Museo Capitolini Esperanza se encontró con la Plaza del Campidoglio, diseñada por Miguel Ángel, por lo que dirigió sus pasos a un lado de la magnífica estatua ecuestre del emperador romano Marco Aurelio. Estaba tan fascinada con el arte y la arquitectura que no se fijó en que a cierta distancia, detrás de unas columnas, estaba siendo seguida por John Robertson, individuo alto y grueso, de origen norteamericano y pelo rubio, de unos cuarenta y cinco años, miembro de la revista National Geographic en expediciones anteriores a Isla de Pascua y el Paititi, pero sobre todo hombre de confianza y enlace de los Illuminati.

Esperanza bajó por las impresionantes escalinatas flanqueadas por colosales esculturas clásicas, disfrutando como una niña pequeña.

Descendió hasta la avenida para tomar un taxi y de inmediato llegó un coche negro con lunas polarizadas que estacionó al lado de ella, del cual bajó raudo un chófer bien vestido de traje negro, camisa blanca y corbata azul. Era un hombre joven de cabello rubio y delgado.

–Buon pomeriggio, signorina Esperanza! Sono la tua mobilità per portarti al tuo hotel (¡Buenas tardes, señorita Esperanza! Soy su medio de transporte para llevarla al hotel).

»Perdón, quizás usted no entiende el italiano. Mi nombre es Carlo y estoy a su servicio.

–¿Quién le envía, Carlo? ¿Cómo supo que me iba a encontrar aquí y a esta hora?

–A mí solo me contrataron para que la llevara adonde usted necesite. Trabajo en una compañía de limusinas. Seré su chófer mientras esté en Roma.

–¿Pero cómo sabía dónde y cuándo buscarme?

–¡Al parecer la gente que la apoya está pendiente de todos sus movimientos y calcularon bien sus tiempos!

–¡Parece que sí! Bueno, vayamos al hotel.

John Robertson, que seguía a la doctora, bajó las escaleras bastante extrañado porque no se le había avisado de la existencia de ese vehículo, pero ya había fotografiado con una cámara profesional con teleobjetivo el coche, la matrícula del mismo y el rostro del chófer, para avisar y consultar sobre el hecho.

Ya en el hotel, Esperanza fue informada de que le habían llegado unos paquetes y que estos habían sido dejados en su habitación. Al entrar en su cuarto vio sobre la cama dos cajas de regalo, una grande y otra como del tamaño de una caja de zapatos. Dentro de la grande encontró un vestido dorado escotado muy sexy, con una abertura lateral y una bolsa de terciopelo negro con joyas. Había allí un collar de oro y brillantes, unos aretes largos también dorados y, para completar, una bellísima pulsera dorada que combinaba con todo lo anterior. En la otra caja había unas sandalias doradas de diseño de tacón alto. Sorprendida al ver que todo era exactamente de su talla, encontró dentro una nota firmada por Aaron Bauer que decía:

«Querida Esperanza: Ya tienes al mundo a tus pies, ¿qué más deseas? ¡Dilo y te lo daremos! La invitación sigue vigente: puedes ser una de nosotros y tener el mundo en tus manos y mucho poder.

Tú eres como el símbolo de Atenas, el búho, que también es símbolo de la noche. Representas la sabiduría que sabes irradiar; de ahí el dorado de tu atuendo.

Que esta reunión a la que queremos que asistas te permita conocer y disfrutar de tus pares.

Firmado: Aaron».


Al día siguiente, temprano por la mañana, Esperanza aprovechó para ir a conocer lo más posible la cuidad, visitando el Coliseo, el Foro Romano y todas las recientes excavaciones. En su viaje anterior a Roma Esperanza no había tenido tiempo para visitas de placer o de interés personal. En el Coliseo se sorprendió al encontrar una exposición de culturas del Mediterráneo, en cuya entrada habían colocado una estatua de bronce dorado del dios Baal, dios cananeo al que se le sacrificaban niños en épocas antiguas. Era un ser alado con los brazos flexionados y rostro de becerro con cuernos. En su pecho se multiplicaban los símbolos esotéricos, algunos típicos de los Illuminati como el triángulo con el ojo y el hexágono. La llevaba el chófer, que esperaba pacientemente a la puerta del hotel.

Por la tarde llegaron al hotel dos mujeres que se identificaron como la maquilladora y la peluquera que la iban a ayudar a arreglarse para la cena. Vestida y arreglada estaba despampanante.

Al bajar a la recepción del hotel, le informaron de que había llegado su chófer. Se extrañó mucho de no hallar a Carlo, pues era otra persona. Así que le preguntó:

–¡Buenas tardes! ¿Dónde está Carlo?

–Mi dispiace, signorina. Non conosco a Carlo; mi hanno mandato dall'ambasciata a prenderla! (¡Lo siento, señorita. No conozco a ese tal Carlo; a mí me enviaron de la embajada a recogerla!).

–¡Qué extraño! Quería decirle que no se preocupara. Bueno, vamos.

En los alrededores de la embajada británica de Roma había un gran despliegue policial. Los carabineros (la Policía) tenía apostados motociclistas y policías de a pie, desviando el tránsito para que solo llegaran a esa calle las limusinas de los invitados y de las diversas representaciones diplomáticas.

El tráfico de la gran metrópoli no es fácil, y menos cuando hay un evento importante, pero pudieron llegar sin contratiempos. En la puerta de la embajada había una mujer de mediana edad, no muy alta, de pelo corto y rojizo, vestida con un traje largo negro, esperando para recibirla. Era la cónsul Elizabeth Morris. Estaba acompañada de tres personas jóvenes, al parecer empleados de la embajada o del consulado, muy bien vestidos también.

–Admirada Esperanza Gracia, sé bienvenida a esta recepción. Eres más bella de lo que me había imaginado.

–¡El maquillaje hace maravillas, Elizabeth!

–Pasa, por favor, y permíteme presentarte al señor embajador Lord William Bentinck.

Ingresaron en un inmenso salón abarrotado de gente elegantemente vestida. El lugar estaba maravillosamente iluminado por gigantescas arañas de cristal. Por entre los grupos de personas pasaban los camareros con bandejas llenas de copas de champagne o de vino, así como de canapés.

Ambas mujeres se acercaron a un grupo de hombres vestidos de etiqueta, entre los que destacaba uno más alto, como de setenta años, muy bien conservado, de pelo canoso. Hablaban animadamente bebiendo una copa cuando la cónsul los interrumpió brevemente.

–¡Señor embajador, le presento a la doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga peruana!

Todos se giraron, quedando admirados por la belleza de la espigada sudamericana.

–¡Doctora Esperanza Gracia, le presento al excelentísimo señor embajador Lord William Bentinck!

–¡Mucho gusto, señor embajador! –dijo cortésmente Esperanza dándole la mano.

El embajador tomó la mano de la arqueóloga y se la besó.

–¿Doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga? Me habían hablado mucho de usted. Disculpará que no haya leído su libro sobre Rapa Nui y la selva amazónica, pero sí leí alguno de sus artículos en el National Geographic. Realmente impresionante. Y puedo asegurar que los comentarios sobre su persona no le hacen justicia; es usted muy bella y muy joven para ostentar ya un doctorado. Y no tiene rasgos peruanos.

–¡Gracias, señor embajador, muy gentil! Mi padre es de descendencia española y mi madre norteamericana; de ahí mi piel blanca y mis pecas.

»Han sido muy amables al invitarme a este evento.

–Alguien de su trayectoria engalana esta reunión; gracias a usted por acompañarnos. Si me toma del brazo alardearé de su belleza y presencia ante los demás diplomáticos e invitados. Soy viudo y estoy solo, por lo que la compañía de una belleza joven y lozana como usted es un lujo que satisface la vanidad varonil.

Esperanza estuvo acompañando al embajador durante no menos de una hora saludando a diversas personalidades, hasta que el embajador dio su discurso de bienvenida y se multiplicaron los aplausos y los brindis. Allí fue nuevamente requerida por Elizabeth Morris.

–¡Esperanza, Aaron Bauer tenía especial interés en que conocieras a otro de los invitados especiales de esta noche, el señor Ludovico Sforza, noble, millonario y filántropo! Precisamente aquí viene. Permíteme presentártelo.

Era un hombre no muy alto, ligeramente grueso, con abundante pelo negro peinado a la moda. Vestía elegantemente para la ocasión con traje de etiqueta, llevando a dos bellas mujeres del brazo, una a cada lado. Daba la impresión de ser un playboy.

–Buona sera. Grazie per averci invitato a questo importante ricevimento e grazie anche per essere venuti nella mia patria. (Buenas noches. Gracias por invitarnos a esta importante recepción, y gracias también por venir a mi patria).

»E questa bella ragazza chi è lei? (¿Y esta bella chiquilla quién es?) –dijo soltando el brazo de sus dos acompañantes.

–¡Buenas noches, Ludovico! Esta joven es la doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga peruana –dijo la cónsul británica.

–¿Una arqueóloga peruana? ¡Qué interesante! He estado en su país, señorita, y conocí el Machu Picchu y las líneas de Nazca; muy impresionante todo. ¿Sabías, Elizabeth, que Machu Picchu desde el cielo tiene forma de cóndor?

»Pero yo me imaginaba a una arqueóloga con gafas gruesas y mal vestida, sin gracia alguna, nada femenina. Pero usted es todo lo contrario; es guapísima y muy elegante.

–¡Gracias, señor Sforza!

–Llámame Ludovico, querida. Diciéndome señor Sforza me haces sentir viejo.

–Querido Ludovico, la doctora Esperanza Gracia es una invitada muy especial. Ha sido autora de descubrimientos sensacionales en Chile, Perú y México. A pesar de ser muy joven ha escrito un bestseller y ha publicado artículos en muchas revistas de gran prestigio.

»En la actualidad se encuentra investigando la localización de la Puerta de Orión.

–¡Perdón! ¿Aaron Bauer se lo comentó? –preguntó, algo sorprendida, Esperanza.

–Nos mantenemos bien informados de todo, querida. Nosotros reportamos a la reina y a toda la corte –dijo Elizabeth.

–¡Vaya, vaya! Así que esta chiquilla va a ser la «Key Master» o guardiana de la puerta y de la llave. Realmente me sorprendes, niña; debes ser muy buena investigadora para que se te haya encomendado semejante tarea –intervino Ludovico acercándose y colocándole la mano en la cintura a Esperanza.

Ella dio un paso a un lado cortándole la iniciativa al italiano. En ese momento sonó la música y Ludovico la tomó de la mano, llevándosela a bailar al centro del salón.

–Espero que no te haya molestado que te sacara a bailar. Prometo no propasarme–le dijo a Esperanza mientras sujetaba su mano izquierda, la miraba fijamente a los ojos y mantenía su otra mano entre la espalda y la cintura de ella.

–Al parecer las mujeres no suelen resistirse a tus encantos, Ludovico.

–Disculpa si te molestó que intentara abrazarte delante de todos. Mi apellido Sforza significa fuerte; deriva del apodo del fundador de la dinastía, Muzio Attendolo, capitán de la Romaña, al servicio de los reyes de Nápoles. Nosotros venimos de la Casa Visconti.

–Si no recuerdo mal, a algunos de sus antepasados se les llamaba «déspotas distinguidos».

–¡Jajá! Me olvidaba de que eres historiadora. Hace cinco siglos Ludovico El Moro, mi antepasado, fue mecenas de Leonardo Da Vinci, querida; tenemos tradición de filántropos, apoyando las artes y todo aquello relacionado con la belleza.

»Por si no lo sabías, estás delante del heredero del ducado de Milán, el marquesado de Caravaggio y el condado de Cotignola. Soy noble y una persona importante.

–¡Sí, estoy realmente impresionada!

–Veo por el anillo de tu mano que estás comprometida. Eres una romántica de gustos clásicos, como buena arqueóloga.

–Me has descrito tal cual; eres buen observador. Me voy a casar en unos meses.

–¡Ah, qué bien, te felicito! Y antes de que dejes la soltería definitivamente ¿no te gustaría una noche de pasión? Soy un buen amante, bastante experimentado y sé muy bien cómo complacer a las mujeres.

–¡Mi novio también, Ludovico! Y es más alto y joven que tú.

–¿Cómo una mujer tan bella y aparentemente dulce puede ser tan impertinente, Esperanza? Pero veo que tu novio es tu debilidad...

–¿Cómo alguien tan importante como tú, Ludovico, puede estar jugando a seducir a una chica como yo insistiendo tercamente? Hace rato he marcado distancias porque no estoy interesada.

–Vale, entendido, cambiemos de tema. ¿Cómo llegaste a ser tú la designada para hallar el portal secreto? ¡Eres demasiado joven e impetuosa! ¿Has estado antes en Egipto? ¿Eres también egiptóloga?

–¡No, no he estado en Egipto ni mi especialidad es la egiptología!

–¡Jajá! ¿Entonces, cómo es que te han encargado semejante tarea?

–Porque en otras partes he encontrado lo que nadie antes encontró; porque he llegado donde otros no han podido llegar jamás, y porque he visto y recibido secretos y revelaciones con los que la mayoría no soñaría nunca. Esto lo he logrado sin que nadie me guiara o advirtiera. Además, me he enfrentado a peligros que muchos hombres preparados en las fuerzas especiales no superarían. Y durante mis expediciones he conectado y contactado con diversas sociedades secretas, que han pedido mi ayuda y colaboración. Hasta el papa me invitó por propia iniciativa a una entrevista privada, al igual que el superior de los jesuitas.

»¿Quieres que siga?

–¡No, no ya es suficiente! Me estás abrumando, querida. ¡Ya veo que no eres solo un rostro bonito y un buen par de piernas!

»¿Pero tienes claro de qué lado te encuentras? ¿Sabes bien qué intereses estás protegiendo ahora?

–¡Me estás volviendo a subestimar, Ludovico! Trabajo para los patrocinadores que financian mis proyectos.

»Sé quiénes son, sé lo que buscan y de lo que son capaces, pero yo soy científica y lo que me interesa es llegar al conocimiento profundo de las cosas a cualquier costo. Si ellos me proporcionan las herramientas, yo atiendo sus requerimientos, y el beneficio es mutuo.

–¡Qué chica tan práctica! Qué pena que no seas igualmente pragmática y liberal respecto al sexo, porque hubiésemos disfrutado mucho los dos.

–Lo que ocurre, Ludovico, es que he tenido la fortuna de hallar un amor que llena todos los espacios y aspectos de mi existencia, y me inspira para seguir adelante. Es una fortuna que muchos con todo el dinero del mundo no son capaces de alcanzar. Y ese amor real y verdadero solo requieren mi lealtad y comprensión. Algo sencillo de otorgar por toda la felicidad que me aporta.

–¿Te han ofrecido hacerte de los Illuminati? Porque te escucho y no logro compaginar tu forma de ver la vida con el ambiente en el que te has metido.

–¡Sí lo han hecho, pero yo solo he aceptado trabajar con ustedes el tiempo que sea necesario!

–¡Tu aplomo y seguridad para desenvolverte me impresionan! Pero te han informado mal; esto es igual que la mafia: una vez que entras no puedes abandonar.

»Mañana daré una fiesta en mi mansión de Ostia, a las afueras de Roma. Quiero invitarte. Allí estarán los más importantes miembros de la jerarquía de Europa, y aprovecharemos para hacer un ritual que nos fortalecerá y asegurará que tu tarea se vea coronada con éxito. Será muy interesante para ti que nos conozcas por dentro. Además, Aaron Bauer quería que participaras.

»Si te parece bien mandaré la limusina a por ti para que te recojan en tu hotel a las 19.00 h. ¿Aceptas?

–Mañana es el último día que estoy en Roma porque sigo viaje para Turín, pero no hay problema en acompañarlos. ¡Claro que sí! ¡Gracias por la invitación!

–¡Excelente! Nos vemos mañana, querida.


Al día siguiente, Esperanza aprovechó para visitar la Biblioteca Pública de Roma, donde leyó todo lo que pudo sobre los Sforza, sorprendiéndose con lo que halló. El escudo heráldico representa a una serpiente comiéndose a un niño. El Biscione (en italiano, La Gran Culebra), llamada también Vipea (víbora), es el personaje principal del escudo, que ha sido el emblema de la familia italiana Visconti durante más de 1.000 años. Además, los Sforza se consideraban a sí mismos los «Hijos de la Serpiente», orgullosos herederos de aquel que desafió a Dios mismo.

Cerca del hotel había algunas tiendas y allí pudo conseguir otro elegante vestido para la reunión nocturna; era un vestido corto de color celeste pastel que combinaba con las sandalias de la noche anterior.

Por la tarde, se maquilló y arregló ella misma, preparándose para la invitación de Ludovico Sforza. Hacia las 18.45 h la llamaron a su habitación desde la recepción, diciendo que ya había llegado su coche. Ella se extrañó de que llegaran temprano a por ella, pero bajó. Allí estaba Carlo, el chófer.

–Buona sera signorina!

–¡Hola Carlo! ¿Has venido a por mí para llevarme a casa de Ludovico Sforza?

–¿A casa de Ludovico Sforza, en Ostia? ¡Sí, claro! Allá vamos.

Ya en la carretera, el chófer buscó entablar conversación.

–Señorita Gracia ¿sabía que el escudo de la familia Sforza, que es a la vez el de la Casa Visconti, «la serpiente comiéndose al niño», es el escudo de los coches Alfa Romeo y hasta del Inter de Milán?

–¡Muy interesante! ¿Y por qué una serpiente comiéndose a un niño?

–¡Yo no sé mucho, doctora, solo soy un chófer! Pero la serpiente representa a Orión y el conocimiento, así como a los que guardan ese conocimiento y se benefician de él.

–Pues para ser solo un chófer sabes mucho. Se ve que sabes más de lo que aparentas.

–No mucho, pero lo necesario, señorita. De Orión llegó a la Tierra un grupo de seres reptilianos que en su momento fueron guardianes y vigilantes de la Tierra, pero con el tiempo las emociones les hicieron perder la perspectiva, y, arrastrados por el miedo a que la humanidad llegara a ser más que ellos y pusiera en peligro el orden cósmico imperante, se rebelaron y tras cruentas luchas fueron exiliados aquí por haberse opuesto a la continuación del Plan Cósmico.

Esperanza, bastante sorprendida, trató de sonsacarle más información.

–¿Son ellos los que generaron las guerras cósmicas?

–¡Así es! Estos seres han venido conspirando contra la humanidad a lo largo de la historia, tratando de evitar que crezca, como en la historia de Jesús, cuando quisieron asesinarlo al poco tiempo de haber nacido y terminaron acabando con todos los niños menores de dos años en Belén.

–¡Al parecer esto continúa en la actualidad! ¿No, Carlo?

»¿Quién eres realmente? ¿Cómo sabes todo eso que me estás diciendo? No creo que seas solo un chófer de agencia. Manejas información del más alto nivel.

–¡Sin duda, señorita! Actualmente hay quienes quieren acabar con la humanidad. Pero también existen otros extraterrestres que en su momento fueron deportados a la Tierra por diferentes transgresiones, que quieren cambiar y reivindicarse como individuos y como civilización. Algunos de estos seres somos de origen pleyadiano, de la constelación de Tauro, y hemos logrado reencarnar en la Tierra con cuerpos terrícolas a través de nuestra descendencia, resultado del mestizaje y la hibridación con los humanos; eso nos ha terminado de cambiar.

–Tú no estás al servicio de Ludovico Sforza, ¿verdad?

–¡No, señorita! ¡Los pleyadianos y los oriones estamos enfrentados! Como le decía, caímos en este planeta por razones diferentes y con actitudes distintas.

–¿Y llegaste a por mí quince minutos antes de que llegara el coche que debía recogerme?

–¡Así es, señorita!

–¿Adónde me estás llevando ahora, Carlo?

–¡A casa de Ludovico Sforza, señorita! Pero si por cualquier motivo tuviese que salir de allí apresuradamente, sepa que yo estaré fuera esperándola ante cualquier eventualidad.

–Entonces los Illuminati no te han encargado que fueras mi chófer, ¿verdad?

–¡No, no han sido ellos! Ni tampoco los jesuitas, doctora.

–¿Y cómo sabías que hoy tenía esta reunión?

–¿Recuerda a una de las dos mujeres que estaban en la recepción de la embajada acompañando a Sforza? Una iba vestida de rojo y tenía cabello rubio y la otra iba de azul con el cabello largo pelirrojo. La de azul es de los nuestros.

–¡No estaba nada mal para ser extraterrestre! –comentó Esperanza.

»¿Cómo han hecho para lidiar con los Illuminati?

–¡Hemos sabido escabullirnos porque suelen darnos caza; tratan de capturarnos y eliminarnos porque nos consideran un gran peligro para su causa! Nosotros, a diferencia suya, llegamos a amar al ser humano en todos los aspectos.

–¿Y son muchos ustedes?

–¡No, realmente no somos muchos pero sí los necesarios!

–¿Y por qué se han acercado a mí?

–Porque percibimos en usted una luz diferente. Es una energía o vibración que funciona como un puente entre ustedes y nosotros. Consideramos que hace honor a su nombre, «Esperanza», y es eso lo que percibimos en su persona. Además, en el Paititi usted activó la Puerta de Pléyades, que ha empezado a liberar a nuestros congéneres.

–¡Gracias por decirlo! Pero cuando estuve en las selvas del Manu y en las ruinas del Paititi no me imaginé que nuestra acción atrajera esas consecuencias.

Al cabo de media hora, fuera del tráfico de la metrópoli romana, recorriendo carreteras muy modernas flanqueadas por cantidad de árboles de pino piñonero típicos de esa parte de Italia, se encontraban ya en las inmediaciones de Ostia de Lido, localidad cercana a las ruinas de la Ostia Antigua, en el Latium, que funcionó en el pasado como puerto de la Roma imperial, en la boca del río Tíber. Estaban a veintiocho kilómetros por carretera de la capital de Italia y al borde del mar Tirreno.

Ostia Antigua habría sido fundada por Anco Marcio en el siglo VII a.C. La mayoría de los edificios visibles en la actualidad en la zona arqueológica son del siglo III a.C., y de una época más tardía destacan en el área de su Capitolio los restos de los templos de Júpiter y Minerva.

Este puerto romano tuvo una vida muy azarosa, ya que siempre se vio envuelto en medio de guerras de distintas facciones políticas, así como de ataques e invasiones de piratas de todo el Mediterráneo.

El chófer tomó una salida separándose de la carretera principal, ingresando por caminos secundarios que llevaban a una zona rural. De pronto, a distancia, rodeada de árboles estaba la soberbia mansión de verano de Ludovico Sforza. Fueron bordeando una alta y muy larga muralla hasta llegar a unas grandes puertas de hierro forjado. Tras identificarse en la entrada, abrieron las puertas y les dejaran pasar. Hacia donde uno mirara se multiplicaban campos de cultivo, hasta que llegaron a una inmensa explanada empedrada delante de la mansión en cuyo centro destacaba una impresionante fuente de agua con esculturas de mármol de tritones y sirenas. Alrededor había una veintena de automóviles de lujo, algunos de ellos limusinas.

Al bajarse del coche, Carlo le dijo a Esperanza:

–No se preocupe, doctora; para cualquier cosa que necesite estoy aquí aguardando.

–¡Gracias, Carlo!

Ella se fue caminando grácilmente con sus tacones altos sobre aquel suelo irregular de piedras grises adoquinadas, siendo recibida por un mayordomo y un ama de llaves.

–¡Doctora Esperanza Gracia, sea usted bienvenida! ¡El señor Sforza la está esperando!

Entró a un gran salón circular lleno de ventanas, inmensas cortinas blancas y espejos, con muchas esculturas clásicas griegas o romanas y también grandes jarrones. Los techos eran bastantes altos y de ellos colgaban impresionantes arañas de cristal de estilo clásico.

Había allí reunidas una treintena de personas, algunas de las cuales reconoció de la recepción del embajador. Entre las personas conocidas estaban Elizabeth Morris y el embajador Bentinck.

La arqueóloga se acercó de inmediato a saludarles.

–¡Señor embajador, Elizabeth! Un placer volverlos a encontrar.

–¡Somos nosotros los que celebramos tu presencia aquí! ¡Aquí es adonde perteneces! –comentó la cónsul.

–¡Así es, Esperanza Gracia; esta será tu vida de ahora en adelante, compartiendo y departiendo con los hermanos de esta gran logia! –dijo el embajador.

De pronto de entre la gente salió Ludovico Sforza. Se le veía sumamente emocionado.

–¡Esperanza, querida! Bienvenida, cariño; estás en tu casa y entre tu gente. Llegaste temprano; había calculado que llegarías en unos veinte minutos, pero no importa. Ya estás aquí y eso es lo que cuenta. Qué guapa estás con ese minivestido celeste, estás muy sexy.

»Hagamos un brindis por ti, por tu misión y por la Gran Logia Iluminada.

Entraron en el inmenso salón, donde una multitud de mozos servían copas a los presentes. Todos brindaron y luego se dirigieron al inmenso comedor, donde fueron desfilando los platos más variados en una verdadera orgía gastronómica.

Mientras comían, Ludovico se mantenía muy locuaz con Esperanza sentada a su lado, e interactuaba también con los más cercanos a ellos, pues toda la larga mesa era un murmullo generalizado donde todos hablaban con todos. Se conversaba de cualquier cosa, la mayoría temas intrascendentes. Parecía que estuvieran haciendo tiempo, ya que la expectativa iba en aumento.

Después de los postres, todos se pusieron de pie, volvieron al salón principal y los mayordomos y criadas hicieron salir a los asistentes al jardín posterior, donde había una gran piscina y a los costados, tanto a derecha como a izquierda, unas escaleras que descendían a una especie de gigantesco subterráneo. A las mujeres las hicieron bajar por el lado izquierdo y a los hombres por el derecho. Una vez dentro llegaron a un gran vestuario, donde las doncellas ayudaron a desnudarse a todas las mujeres, quitándoles hasta la ropa interior y entregándoles unas capas con capirotes que les cubrían la cabeza. Eran como de satén negro por fuera y rojas por dentro. Lo único que se les permitió llevar fueron sus propios zapatos, en el caso de Esperanza sus sandalias. Ella dejó todo envuelto en forma de bolsa por si tenía que salir de allí apresuradamente.

La arqueóloga se mantenía en silencio observando; estaba a la defensiva, atenta a cualquier cosa que pudiese escapar de los límites éticos y morales. Una vez estuvieron listas todas las mujeres –las había de toda edad–, fueron invitadas a cruzar una puerta que descendía aún más, ingresando a un salón igualmente circular iluminado con antorchas, percibiéndose en el ambiente un fuerte olor a incienso. Ellas accedían por un lado y los hombres por otro, pero se veía que ellos también iban solo vestidos con las capas. Entre ellos destacaba el embajador por su altura.

En el centro del salón se hallaba una estatua hueca de bronce con figura humana y cabeza de becerro, con los brazos flexionados y las palmas de las manos hacia arriba, como dispuesta a recibir un holocausto. Se encontraba sentada en un trono con un báculo al lado. Dentro había un fuego encendido que se alimentaba continuamente. Se veía que la estatua estaba articulada por medio de cadenas laterales que se levantaban para que la ofrenda ingresara en su interior incandescente y fuera consumida. Era como una reproducción de los antiguos rituales cananeos de cuarenta siglos atrás, donde se sacrificaba a los hijos primogénitos al dios Baal, o cuando, según la mitología griega, Cronos o Saturno se tragaba a sus hijos. Esperanza recordó entonces la estatua de la exposición del Coliseo romano.

Un grupo de hombres y mujeres se juntaron delante de la estatua y con instrumentos musicales, como flautas, panderetas y tambores, comenzaron a generar mucho ruido como queriendo acallar otros sonidos.

En ese momento irrumpió en el recinto el que sería el sumo sacerdote, todo él vestido de un púrpura intenso o morado. Alzó la voz y empezó a clamar con fuerza:

–¡MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… MOLOCH… BAAL, BAAAAAAALLL!

Moloch no era un dios sino un verbo, «el rito», y era el ritual que se ofrecía al dios Baal. También se utilizaba para decir «el rey». Y Baal era «el amo», un dios cananita que simbolizaba el fuego purificador, la lluvia, el trueno y la fertilidad.

Esperanza se preocupó gravemente pues asoció semejante espectáculo con un tenebroso ritual ancestral, lo que podría desembocar en un sacrificio de niños, por ser ellos los seres impregnados con la energía más pura de la Creación y estar más y mejor conectados con otras dimensiones.

Al parecer, reviviendo este antiguo ritual de culto se buscaba controlar por medio del dolor y el sufrimiento a la humanidad. Un niño simbolizaba a la humanidad del tiempo alternativo y del Plan Cósmico, y el que fuera sacrificado frustraba su destino o su vida impidiendo que llegara a consolidarse la reconexión de los tiempos.

De pronto, a Esperanza le pareció reconocer bajo el atuendo del sumo sacerdote y de un maquillaje algo exagerado que le hacía parecer tenebroso, a Ludovico Sforza.

En ese momento entró en el salón una joven mujer ataviada solo con la capa como todos, cargando entre sus brazos a un bebé de no más de un mes, llevándolo a pocos metros del altar. Inmediatamente otras personas presentes le quitaron a ella la capa y, ya desnuda, la portadora entregó al niño en los brazos al sacerdote, quien lo elevó al cielo gritando:

–Non permetteremo all'umanità di sopravvivere al cambiamento dimensionale, né impediremo il nostro felice ritorno a casa. L'umanità è destinata a scomparire o rimanere esclamata. (No permitiremos que la humanidad sobreviva al cambio dimensional, ni que impida nuestro feliz retorno a casa. La humanidad está condenada a desaparecer o a permanecer esclavizada).

A continuación, el sacerdote se giró y dos hombres agarraron las cadenas laterales para abrir la gran boca de la estatua en cuyo interior había un fuego vivo y adonde iba a ser arrojado el niño.

Entonces Esperanza, improvisando, reaccionó con la intención de salvar al niño a riesgo de su propia vida, y, alzando la voz, gritó:

–¡ALTO, NO LASTIMEN A ESE NIÑO!

Se hizo un profundo silencio y el sacerdote se giró para ver quién había elevado su voz interrumpiendo aquel importantísimo ritual de los Illuminati. Todos los ojos se volcaron entonces hacia Esperanza, retirándose quienes estaban a su lado, dejándola sola.

–¿Cómo te atreves a interrumpir el ritual, insensata? ¿Quién te crees que eres para impedirlo? –dijo el sacerdote.

Armándose de valor y procurando coordinar sus ideas, Esperanza dijo:

–¡Ustedes representan a los dioses antiguos, seres de jerarquías muy elevadas que fueron injustamente exiliados en este mundo porque con su gran capacidad mental anticiparon el peligro potencial que la humanidad representaba para el orden cósmico. Pero también fue el temor al cambio lo que les llevó a oponerse a que el Plan Cósmico continuara.

»¡Sí!, fue el miedo, que es un sentimiento de desconfianza que nos lleva a creer que algo va a ocurrir opuesto a lo que se desea. Pero el deseo también es en parte pasión y sentimiento. Y las pasiones y los deseos nublan la mente racional, llevándonos muchas veces a cometer errores.

»Ustedes nos crearon, son nuestros padres. Nosotros somos su simiente. Y todo cuanto ha venido ocurriendo en este mundo ha sido consecuencia de sus acciones. Si ahora estamos más cerca que al principio de conectarnos con otras realidades y acceder a la gran revelación, que es el haber sido parte de un tiempo alternativo capaz de crear un tercer tiempo o un nuevo tiempo reformador de los procesos del universo, ha sido gracias a ustedes. Cuanto más se han opuesto a nuestra evolución, más nos han acercado a ella. Ustedes, como fuerza antagónica dispuesta para generar resistencia y superación conforme al principio o ley universal de ‘polaridad’, nos han venido puliendo como el diamante, grabando como con un buril, templando nuestro acero a golpes en la fragua. Aunque no quieran admitirlo, algún día se sentirán orgullosos de lo que hemos logrado gracias a ustedes.

»Y ahora nosotros podemos ayudarles a volver a casa y en paz, agradeciéndoles lo que han hecho por nosotros, aunque inicialmente ni ustedes ni nosotros entendiéramos la trascendencia de semejantes acciones. Podemos intentar perdonarnos todos mutuamente y corregir nuestros desaciertos.

Mientras iba hablando, Esperanza daba tímidos y calculados pasos hacia adelante, hasta que estuvo frente al sacerdote y le quitó el bebé de los brazos.

–A través de actos como este, y de otros muy graves como son inducir a la guerra, a la esclavitud, al exterminio, sumir a gran parte de la humanidad en el sufrimiento, el dolor, el miedo, la desesperanza y la ignorancia, destruyendo todos los archivos del conocimiento u ocultándolos, ustedes han creado «egregores», entidades que se alimentan del pensamiento colectivo, una suerte de entes con personalidad propia; almas atormentadas y doloridas tan poderosas que hasta ustedes las temen, y por ello quieren acabar con su creación, como pasó con Frankenstein. Pero todo se podría neutralizar y transmutar con un cambio de actitud y un acto de amor, reconociendo los errores y perdonándose, y pidiendo perdón.

»Yo sé que me necesitan y sinceramente quiero ayudarles. Me comprometí con ustedes a localizar la Puerta de Orión, y lo voy a cumplir. Y ahora me comprometo decididamente a colaborar con ustedes para atravesar el umbral de retorno a casa. Pero tienen que confíar en mí como humana y terrícola que ha entendido su aflicción y resentimiento, como también he comprendido su dolor y frustración. Ya no se puede llorar por la leche derramada; debemos reaccionar y mirar hacia adelante, adaptándonos a los cambios.

Habiendo dejado al sacerdote boquiabierto con sus planteamientos y a todos los demás sumidos en el silencio, Esperanza se retiró hacia los camerinos con el bebé en brazos; tomó sus cosas de inmediato del guardarropas sin tiempo de vestirse y, solo cubierta por la capa, salió de la casa abordando el coche de Carlo, que se la llevó apresuradamente de la mansión y sus alrededores.

–No le voy a preguntar cómo le fue, señorita Esperanza, aunque me lo supongo –comentó Carlo–, porque con el bebé en brazos y casi desnuda me imagino que debe haber sido algo complicado e intenso. ¿Adónde quiere que llevemos al bebé?

–Al orfanato más cercano, por favor, y mira hacia adelante que me voy a vestir.

En el orfanato, Esperanza les explicó a las monjas por encima la situación del bebé que había sido rescatado de un posible asesinato, sin hacer mayores precisiones ni acusar a nadie en particular, y dio sus datos y teléfono para hacer cualquier declaración posterior a la Policía.

Poco antes de llegar al hotel, Esperanza y Carlo intercambiaron las últimas palabras.

–¿Te volveré a ver, Carlo?

–¡Quizás alguna otra vez después de mañana! Pero no faltarán otros de mis compañeros y compañeras que se le acercarán.

Aquella noche en el hotel, antes de dormir, Esperanza buscó consuelo en Jürgen hablando y descargando por teléfono todo su nerviosismo. Su novio se preocupó tanto que quería viajar de inmediato para estar con ella, pero la arqueóloga le hizo desistir. Pasó un largo rato con su novio comunicándose en la distancia.


Al día siguiente partiría sobre las 9.00 h a la estación Termini de Roma para ir a Turín, y Jürgen viajaría a Londres para cumplir el encargo del National Geographic de fotografiar en la zona de Salisbury, muy cerca del monumento megalítico de Stonehenge, las recientes excavaciones de un conjunto similar.

Temprano, Carlo la recogió del hotel y se encargó de llevarla a la estación central de trenes y verificar que embarcaba sin novedad. La estación, la más transitada de Italia, moviliza alrededor de 480.000 personas con 800 trenes a diario.

Al llegar no se percataron de que estaban siendo fotografiados. Una vez que acompañó a Esperanza y la dejó en su andén, el chófer volvió a su limusina y, cuando iba a arrancar, desde el asiento de atrás se le abalanzó un hombre con guantes y una especie de cuerda metálica cortante con la que empezó a ahorcarlo, sin dejarle oportunidad de reaccionar. Era John Robertson y ya le estaba cortando la piel del cuello a Carlo cuando aflojó un poco para que hablara y contestara a sus preguntas:

–¿Quién eres? ¿Quién te envió a trasladar de un lado a otro a la doctora?

–¡Solo soy un chófer! ¡No sé nada!

–¡Eso no se lo cree nadie! Si no hablas aquí termina tu vida.

Desesperado y asfixiándose, Carlo trataba de poner los dedos por debajo de la cuerda, que le iba cortando la piel hasta los huesos.

–¡Confiesa o morirás aquí mismo!

–Está bien, pero no me mate. Aunque no va a creer lo que le voy a decir.

–¡A ver, pruebe!

–¡Mi alma no es de este mundo!

–¿Eres acaso un místico religioso?

–¡No, no es eso! Soy parte de una sociedad secreta a la que pertenecemos aquellas almas de seres de otros mundos, guardianes y vigilantes pleyadianos que hemos encarnado en la Tierra. Con los siglos, hemos reconsiderado nuestra presencia aquí y queremos ayudar a que el Plan Cósmico se cumpla, ahora más que nunca, a través de la humanidad.

»Queremos ayudar a la doctora Gracia impidiendo el triunfo de los Illuminati.

–¡Qué pena porque yo sirvo a los que piensan diferente a ustedes! ¡Muere tú, enemigo de la causa iluminada!

Robertson terminó de ajustar la cuerda y no solo le cortó los dedos de las manos, que cayeron sobre el asiento, sino que terminó decapitándolo limpiamente. Rápidamente trató de evitar dejar cualquier posible evidencia y le robó la cartera al chófer para que pareciera un asesinato por asalto. Tras colocar el cuerpo en el maletero, dejó el coche abandonado aprovechando que en esa zona no habían cámaras.

Se dirigió de inmediato hacia un café cercano donde entró y a continuación se sentó pidiendo un café capuchino como si nada hubiese pasado. Con total frescura llamó a Aaron Bauer para informarle, revelando la presencia en escena de otros protagonistas que no estaban previstos.


Egipto, la Puerta de Orión

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