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Capítulo 1

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Rumbo a Buenos Aires, junio de 1944

Tenía cerrados los ojos, pero no podía dormir. En la mente de Allegra Ortiz Moreno sucedían una y otra vez las escenas transcurridas en los últimos meses. Los apretó aún más fuerte, como tratando de olvidarlas. Fue en vano, no podía controlarlas. Trató de concentrarse en el paisaje que veía a través de la ventana del tren mientras una lágrima bajaba por su mejilla. Se acercó a la ventana rozándola con su nariz, intentando que la pareja de ancianos que tenía enfrente no la notara. ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde estarían Aurora y Alanna? Afuera las hojas empezaban a caer, señal de que se avecinaba el otoño, y eso no ayudaba a su estado de ánimo, parecía que la naturaleza conspiraba en su contra.

Se secó rápidamente esa lágrima solitaria, decidiendo poner una pausa al dolor, sin embargo, volvió a cerrar los ojos y las escenas reaparecieron. Esta vez las dejó fluir y, como siempre, comenzaron con el acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de los sanjuaninos.

El sábado 15 de enero de 1944, a las 20:45, una jauría alertaba lo que sucedería segundos después. Un ruido ensordecedor sacudió a la provincia, todo empezó a temblar y a desvanecerse. Del ánimo festivo de un típico sábado de verano se pasó a la oscuridad. San Juan se revelaba rodeada de escombros y dolor.

Ese día había amanecido totalmente despejado, el verano empezaba a agobiarla con sus temperaturas, el cantar de los pájaros anunciaba que no sería la excepción. Por suerte, tenía la mañana libre antes de ir al hospital. Había ascendido a enfermera principal, algo muy inusual con sus veintidós años, y podía gozar de ciertos privilegios. Sin embargo, esa noche le tocaba el turno nocturno por haberle cambiado a su compañera Lucía, ya que ella tenía una boda. Tampoco le importó, a fin de cuentas, nunca le gustaron mucho las fiestas porque la sensación de ser sapo de otro pozo no dejaba de perseguirla. Prefería encerrarse en el estudio de su padre y perderse en uno de los tantos libros de anatomía.

Pedro Ortiz Toledo se había ganado con los años la fama de ser uno de los mejores médicos de San Juan; no solo era respetado, sino que constantemente buscaba capacitarse y su inquieta sangre española le impedía quedarse sereno; y Allegra, deseosa de seguir sus pasos, no perdía oportunidad para husmear en su extensa biblioteca.

Sabiendo que no iba a dormir durante la noche, Allegra se permitió unos minutos más en la cama. Además, sabía que en el preciso momento en que bajara a desayunar, sus hermanas mellizas, Aurora y Alanna, la emboscarían para meterla en unas de sus travesuras, que, para sus ocho años, eran bastante ingeniosas; a menudo se preguntaba de dónde sacaban las ideas. Al morir su mujer, Pedro debió hacerse cargo de tres muchachitas, dos de ellas recién nacidas. Su gran vocación muchas veces le impedía estar en casa y ser partícipe de la educación de las niñas, por lo que las envió al colegio privado de las Hermanas del Huerto de Jesús, la mejor institución de señoritas existente en la provincia. Allegra, una muchacha más bien reflexiva y responsable, creció prácticamente cuidando a sus dos hermanas menores.

En la casona de los Ortiz Moreno reinaba el caos porque a las mellizas, por mucho que les enseñaran las normas sociales y la etiqueta de la época, no había manera de llevarlas por el camino “correcto”, y Allegra ya se había resignado.

Unos golpes en su habitación la sacaron de su descanso y la obligaron a levantarse:

—Señorita Allegra, ya se encuentra servido el desayuno y su padre la está aguardando —anunció Sara, apenas asomada en la puerta.

—Muchas gracias, Sara, enseguida bajo.

Observó cómo la mujer de unos cincuenta años, regordeta y con un moño bien tirante que sujetaba su cabello, abandonaba la habitación. Sara, jefa del servicio doméstico, trabajaba en la casa familiar desde que Allegra había llegado al mundo y, con el correr de los años, más que una empleada se había convertido en una confidente y lo más parecido a una abuela. Allegra contempló su habitación y se alegró mentalmente de contar con ese lugar sagrado en el que ni sus hermanas se atrevían a hacer de las suyas. Todo perfectamente ordenado con cada cosa en su sitio. Eligió un vestido floreado con mangas cortas, ya que el día lo ameritaba y, además, necesitaba algo ligero que combinara con su uniforme blanco impoluto que reposaba perfectamente doblado en la esquina del tocador. “Gracias, Sara”, pensó, “siempre pendiente de los detalles”.

Bajó las escaleras de la residencia ubicada sobre la calle San Martín, que ocupaba una de las esquinas emblemáticas de la provincia de San Juan. Los Ortiz Moreno contaban con una excelente posición social. Por parte de María Isabel Moreno Naón, madre de Allegra, tenían parientes en el Gran Buenos Aires que formaban parte de la alta cuna argentina. Sin embargo, luego de la muerte de su esposa, Pedro se distanció e instauró en el seno de su familia más bien una vida sencilla sin tantas distinciones sociales, suavizando sus estrictas normas. En el fondo, Allegra agradeció el estilo que su padre les hacía llevar, de lo contrario, jamás habría podido ingresar a la escuela de enfermería y mucho menos seguir la carrera de Medicina en un futuro, tal como lo tenía planeado. Ya su entorno se encontraba bastante escandalizado y no concebían que una señorita de buena familia, a sus veintidós años, no estuviera casada, y por si fuera poco, deseara estudiar el cuerpo humano. No era bien visto que una señorita de su estirpe se dedicara a ello. “Menos mal que no estoy en Buenos Aires”, pensaba Allegra.

—Buenos días, papá. ¿Qué estás leyendo? —preguntó, y se sentó frente a su padre en la gran mesa del comedor.

—Hola, hija —respondió Pedro sin levantar la vista del periódico que tenía enfrente y con la taza de té en mano—. Un artículo sobre los trabajadores rurales; se acerca la vendimia y aquí sostienen que si los empleadores no les ofrecen mejores condiciones, están considerando una huelga —contestó con gesto serio.

—¿Y qué dice la Secretaría de Trabajo y Previsión al respecto? —dijo mientras se servía unas cuantas tostadas.

Su padre levantó por fin la vista, acostumbrado a la inteligencia y el manejo de información de la joven.

—Por lo que afirma el licenciado Puente, todavía no se han pronunciado, quedará analizar si la Junta la aprobará —comentó cerrando el diario y dando por finalizada su lectura—. ¿Realmente tienes que ocuparte del turno nocturno, hija? —La miró con cariño—. Estamos invitados al casamiento de los Acosta Garmendia, ¿no habías sido compañera de la hermana menor de Gabriela Garmendia?

—Sí, en efecto, pero debo regresar al hospital, hay numerosos asuntos de los que debo encargarme si deseamos inaugurar la nueva sala. Además, debo asistir al doctor Pizarro en una intervención —puntualizó la joven, haciendo referencia al colega de su padre.

—Pues muy bien, dale mis recuerdos al doctor —concluyó él, y se levantó y le dio un pequeño beso en la frente a su hija para luego abandonar el comedor.

Quién hubiera dicho que ese sería el último recuerdo de su padre. Habría dado todo lo que tenía para que se repitiera. Otra lágrima volvió a caer y ya no se molestó en apartarla. Fijó la mirada en el campo abierto e interminable que se reflejaba a través del vidrio y sus pensamientos retornaron a donde los había dejado.

Después de un almuerzo ligero, en el cual apenas probó bocado porque, siendo honesta con los calores que hacía, no podía disfrutar a pleno de las exquisiteces de doña Eulogia, se dirigió al living, que hacía a la vez de sala de juegos de sus hermanas. Y allí estaban Aurora y Alanna, corriendo de un lado al otro, incordiando a la pobre Sara, que, ya entrada en años, no podía perseguirlas como antaño.

—Señorita Aurora, se lo suplico, venga a practicar esta partitura, después la hermana del Socorro se la va a exigir una vez que retornen las clases —rezongó.

Se esperaba que todas las señoritas de buenas familias fueran hábiles en el arte de los quehaceres domésticos, que tocaran algún instrumento musical y supieran en detalle dos o más idiomas. El temperamento con el que habían salido sus hermanas no concordaba con estas reglas. Allegra, por su parte, dominaba el italiano y el inglés, y sabía bordar y coser a la perfección; la diferencia es que ella lo hacía sobre una base bastante distinta de la esperable: la piel de los seres humanos, lo que resultaba peculiarmente escandaloso.

—¡Ay, Sara! ¿Para qué debo realizar esas actividades aburridas? Con solo escucharla me entra un sueño terrible, y dormirme arriba del piano no vendría a ser muy propio de una “señorita” —replicó Aurora en tono de burla con el ceño fruncido—. Además, Alanna está otra vez con los dedos llenos de carbonilla y a ella no le dices nada.

—¿Y permitir que ensucie el pianoforte traído de España? —respondió Sara dirigiéndose a la otra niña—. ¿Y se puede saber por qué tiene los dedos negros? Se va a manchar todo el vestido.

Alanna, con las manos detrás, dirigiendo su mirada a Allegra, preguntó con su voz más inocente:

—Allé —diminutivo con el que la habían bautizado las niñas—, ¿podemos salir a jugar al patio, por favor? Ya el sol no está tan fuerte y acá nos sofocamos. Además, estamos de vacaciones y en el colegio las monjas apenas nos dejan salir —y puso su mejor cara.

Aurora y Alanna se destacaban por ser unas niñas llenas de alegría, sus ojos color verde esmeralda compraban a cualquiera. Reinas de las travesuras, de las que su padre se enteraba de la mitad, eran apañadas tanto por Sara como por Eulogia. Allegra hacía otro tanto: no faltaba oportunidad en que se presentaran en el hospital para que su hermana les diese algún que otro punto en una ceja o en el mentón, sin mencionar los dolores de cabeza que provocaban a las Hermanas del Huerto. Pese a ser mellizas, tenían diferencias notables. Aurora conquistaba con su pelo lacio interminable color café y ese lunar tan característico sobre su mejilla derecha, mientras que Alanna lo hacía con una cabellera poblada de rizos castaño claro.

Sabiendo de primera mano los comportamientos exigidos en el colegio, Allegra fue a abrazarlas. Se agachó para estar a la misma altura:

—¿Será que se lo tienen merecido, pequeñas diablillas? Vayan, disfruten del aire puro y diviértanse. ¡No se olviden de ponerse las capelinas! —gritó Allegra ya cuando las niñas estaban en plena carrera.

—Cada día están más ocurrentes. —Con una sonrisa se volvió—. Sara, hoy tienes la noche libre, ¿alguna nueva función de radioteatro?

—Por ahora no, seguramente saldré a dar una vuelta a la plaza con Eulogia, señorita Allegra, y aprovecharemos el aire fresco; pero antes tengo que pasar por el correo a despachar unas cartas.

Por más que llevaba toda una vida al servicio de los Ortiz Moreno, Sara jamás dejaba el trato formal hacia sus patrones.

—Las niñas van a estar en la casa de los Núñez —se refirió al matrimonio amigo de la familia, quienes tenían una hija de la edad de las mellizas y también compañera de sus aventuras—. Su padre las dejará camino a la fiesta —concluyó Sara, mientras recogía las muñecas y el desorden que habían dejado las pequeñas a su paso.

A las seis de la tarde, Mario, el chofer de la familia, dejó a Allegra en la puerta del hospital. Con una sonrisa, el uniforme impecable y la convicción de saberse útil, se dirigió a realizar su labor.

Sara no se había equivocado, la noche estrellada y la refrescante brisa que corría invitaban a disfrutarla. Allegra, aprovechando que había terminado de ordenar la nueva sala, se permitió tomar un descanso. Se sentó en un banco de mimbre blanco en el patio del hospital, dirigió la vista al cielo y contempló las distintas constelaciones mientras a la lejanía se podían escuchar los acordes de una tarantela emitida por una radio a todo volumen.

No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. Se agachó deprisa para ver si algún animal se había metido bajo el banco, escuchó que la tarantela se cortó súbitamente y tomó su lugar un bramido ensordecedor, como si de una explosión se tratase. El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.

El sonido amplificado sobresaltó a Allegra.

—Buenas tardes, pasajeros, desde la compañía ferroviaria Unidas del Sud nos complace informarles que en un cuarto de hora arribaremos a la capital de la república.

Agradecida por la distracción, Allegra se arregló el sobretodo y se colocó el sombrero que había dejado sobre su regazo. Tomó en su mano la cadenita de oro de la Virgen Niña, respiró hondo y con una determinación desconocida en los últimos tiempos, afirmó: “Las voy a encontrar, así me deje la vida en ello”.

Tiam: El destello de tus ojos

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