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Capítulo 3

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Sosteniendo su pequeña maleta, Allegra se abría paso entre el gentío que se acumulaba en la estación de Retiro. No era la única que venía de la región de Cuyo, familias enteras se fundían en sollozos y abrazos eufóricos. Su metro sesenta le impedía divisar a su tío político, Alejandro Pacheco Laprida.

Se adentró en el gran vestíbulo y allí estaba, peinado a la perfección y con un empleado a sus espaldas. Se habían visto dos veces en la vida, porque su padre nunca se había llevado bien con su cuñado, y además se encontraba constantemente ocupado como para viajar a la capital. Reuniendo la compostura, se acercó.

—Eres la viva imagen de tu padre, ¿ese es tu único equipaje? —le preguntó su tío con indiferencia, haciendo un gesto para que la persona que tenía detrás lo tomara.

—Le agradezco, pero ya lo llevo yo —dijo Allegra apegándose a lo único que le quedaba. En el terremoto había perdido la mayor parte de sus pertenencias—. Permítame expresarle mi gratitud por recibirme, seguro tiene muchos asuntos que atender.

—En efecto, pongámonos en marcha. Manuel, déjame de pasada en el club y luego conduce a la señorita a la casa.

Mientras se dirigían al automóvil, le llamó la atención una bombonería apostada en una esquina. Desprendía un exquisito olor a chocolate caliente y su estómago dio un pequeño rugido. Habían pasado horas desde la última vez que había probado bocado y su cuerpo le reclamaba un poco de azúcar. No se atrevió a pedirle a su tío que se detuvieran, ya algún día volvería por uno de ellos.


El hogar de los Pacheco Laprida se erigía en uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires; ocupaba media manzana allí donde las calles Montevideo y Paraná se tocan. Se trataba de una construcción nivelada en tres pisos con una rosaleda circular en la entrada. Tres ventanales de arco rebajado al estilo Art Nouveau inundaban la fachada, y la completaba un extenso jardín trasero. Este pequeño palacete había sido construido por un renombrado arquitecto francés para un empresario de la misma nacionalidad. Fallecido este, fue adquirido por sus tíos.

En la puerta de entrada, dos mujeres la aguardaban expectantes. Su prima, la joven Elena Pacheco Laprida, salió corriendo —pese a llevar zapatos altos— y la envolvió en un abrazo.

—Allé, ¡qué alegría saber que estás bien! ¡No pude dormir desde el día que escuché las noticias, las cartas no llegaban y a duras penas me retuvieron en la costa! —parloteaba Elena y logró arrancarle una media sonrisa.

—Elena, querida, dale un respiro a la pobre, ya van a tener mucho tiempo para ponerse al corriente —susurró María del Pilar Moreno Naón, la hermana menor de su madre—. Ven aquí, pequeña… —dijo y la tomó en sus brazos.

Allegra, al observar el parecido familiar, no pudo contenerse más y estalló en sollozos quedos, como si hubieran liberado el tapón que frenaba su dolor. Diez minutos después, y con los ojos como compota, se dirigió a su tía:

—Perdóneme, tía, esto, yo no sé qué me pasó… —bajó su mirada.

—Nada que perdonar, mi niña, y, por favor, tutéame, somos familia —sostuvo mientras le acariciaba la mejilla—. Elena, dile a Luisa que prepare un baño caliente, unas tisanas y un almuerzo tardío para Allegra.

Hacía mucho que no se dejaba cuidar de esa forma, pero la verdad era que nunca había sentido tanto abatimiento y cansancio. Guiándose por su tía, ingresó. María del Pilar Moreno se caracterizaba por ser una mujer en extremo bondadosa. Desde la muerte de su madre era quien más pendiente estaba de ella y de las mellizas, jamás se olvidaba de los cumpleaños o fiestas, y se las ingeniaba para hacerles llegar pequeños presentes. Por su padre, sabía que su vida no había sido fácil. En medio de un confuso enlace, había tenido grandes dificultades para concebir. Antes del nacimiento de Elena había perdido a una niña de muy corta edad y su esposo no se jactaba de ser el más respetuoso. “Al parecer, sigue atrapada en ese matrimonio”, concluyó Allegra. Por su parte Elena, ahora de veinte años, distaba mucho de ser la niña mimada y consentida que todos creían. Por fortuna, se habían mantenido en contacto a través de extensas cartas y Allegra la sentía más cerca que nunca. Con su pelo rubio radiante, era el centro de atención en cada lugar que pisaba y dentro de esa jovencita habitaba un corazón inquieto e indomable.

Unas cuantas horas más tarde, sin saber dónde se encontraba, Allegra intentó abrir los ojos, pero estaba todo oscuro. Saltó de la cama con el corazón en la boca y tanteó el interruptor de luz porque desde esos días no soportaba encontrarse envuelta en penumbras. Se dio un tiempo para acostumbrarse, estudió la habitación. Todo era excesivamente rosa, paredes pasteles, cómoda y armario de pie decorados con pequeñas florecillas salpicadas del mismo tono y, por si fuera poco, cubrecama de seda rosa. “Dios mío, ¡qué intensidad!”, y automáticamente recordó a sus hermanas. Volvió a sentir esa opresión en el pecho y sostuvo en su puño a la Virgen Niña. “Madre mía, protégelas dondequiera que se encuentren.”

Tenía que ponerse en marcha, no había ido a Buenos Aires para reposar, cada día que pasaba era un día más en que las niñas estaban por su cuenta. Se sorprendió de la energía que la inundó, y tras vestirse con lo primero que encontró, bajó en busca de su tía. “¿Ahora adónde voy? Esta casa es tan grande y silenciosa…” Todo se veía impoluto e intocable, por primera vez en su vida el orden la perturbaba. Extrañaba el alboroto de su propio hogar.

—¡Allé! Por fin despertaste, dormiste como cinco horas seguidas y mi madre nos tenía prohibido emitir sonido —la sobresaltó Elena—. Veo que te mandaron a la habitación rosa, con solo pasar me encandila. Pero mi madre se niega a redecorarla —alzó los hombros—. Si quieres, puedes dormir conmigo.

Le bombeaba la cabeza. La euforia de su prima no contribuía en lo más mínimo, sin embargo, tenerla cerca le traía ese pedacito de paz que tanto anhelaba y no quería dormir sola, los fantasmas eran demasiado grandes.

—Por favor, pero solo con la condición de que me narres una de tus tantas historias que mencionas en las cartas, allá nos tenías embelesadas —bajó repentinamente la voz.

—Yo estoy contigo y lo sabes, nada ni nadie me detendrá. No olvides que no estás sola y, por más autosuficiente que seas, primita, no debes cargarlo todo —concluyó tomándola por la cintura—. Ahora bajemos, mi madre me mandó a buscarte y, si no aparecemos, nos quedaremos sin cenar.

Entró en una sala de estar inmensa pero acogedora, y su tía las recibió sentada en una butaca donde estaba leyendo.

—Tía, quería agradecerle… agradecerte por haberme recibido, ojalá fuera en mejores circunstancias.

Cómo le costaba hablar del tema, era todo muy reciente como para sanar, pero no podía ser descortés.

—Considera esta casa como tu hogar. No sabes el gusto que me da tenerte aquí; ahora, cuéntame, ¿qué es lo que sabes de las niñas?

Cuando se disponía a explicarle el último rastro que tenía, Luisa las interrumpió.

—Señora Laprida, disculpe la intromisión, pero el señor acaba de llegar y dice que está hambriento.

A María del Pilar le cambió el semblante, y, poniéndose nerviosa, les exigió:

—Vamos, queridas, al comedor ahora mismo.

—Ufff… —resopló Elena y puso los ojos en blanco—, ahora que se digna a venir, tenemos que salir corriendo como sus títeres.

—Te escuché, hija, no quiero problemas.

En el comedor se repetía el carácter inmaculado reparado escaleras arriba. Su tío ya estaba acomodado en la cabecera, engullendo su primer plato sin siquiera esperarlas. Tomaron asiento y un silencio incómodo inundó la estancia, solo podía escucharse el entrecruce de la fina vajilla.

—Pilar, mañana he organizado una cena aquí, necesito cerrar un negocio importante. Así que encárgate de todo —expresó Alejandro.

—Muy bien, ¿para cuántos comensales? ¿Vendrán con sus señoras?

—Pero ¡qué dices! Las mujeres son inútiles en lo referido a los negocios; seremos diez.

A Allegra se le escapó el tenedor de los dedos, el cual chocó escandalosamente con el plato. No podía creer lo que estaba escuchando, ya estaba dispuesta a replicarle cuando vio que Elena le ponía la mano en su regazo.

—No se olviden de que el sábado próximo se celebra el cumpleaños de Federico Leloir y, como es uno de nuestros principales clientes, las necesito con sus mejores galas —siguió expresando su tío—. Allegra, tú también deberías ir, ya que los próximos meses estarás viviendo bajo este techo, ¿tienes la ropa adecuada?

La furia de Allegra emanaba de cada parte de su cuerpo. Estaba acostumbrada a lidiar con situaciones similares en el hospital, no obstante, le era imposible controlarse.

—No se preocupe, tío —empezó Allegra—. Tengo mi vestuario en perfectas condiciones, sin embargo, aprecio su invitación. Si me encuentro en Buenos Aires, es pura y exclusivamente para buscar a mis hermanas, así que no causaré ninguna molestia.

Alejandro levantó los ojos del plato por primera vez y contempló a esa jovencita que se había atrevido a llevarle la contra.

—Ahí estaremos, papá —interrumpió Elena mirando fijamente a su prima.

Allegra perdió completamente el apetito. Se excusó, no podía seguir en el mismo lugar sin quedarse callada, pero tampoco quería poner en aprietos a su tía y su prima. Necesitaba calmarse, así que aprovechó y fue a cambiar sus cosas de habitación.

Media hora más tarde, Elena, abatida, ingresó al cuarto que compartirían.

—¿Cómo lo haces? Yo le hubiera partido la jarra en la cabeza —preguntó incrédula Allegra.

—Créeme que tengo deseos de lo mismo, pero si le contestamos de forma indebida es peor, y eso hace sufrir a mi madre. Así que opto por callar para evitar nuevos conflictos. Igualmente, nunca está en casa. Se la pasa en el club, así que eso nos da un respiro —y mirando el diminuto equipaje dijo—: vamos a tener que encargarte vestidos nuevos.

—No creerás que voy a asistir a todos esos eventos, ¿verdad? Elena, tengo que encontrar a mis hermanas. No puedo soportar la idea de que ellas estén ahí fuera mientras yo pierdo el tiempo en estúpidos bailes.

—Se llaman dîner dansant.

—Bueno, me da igual, bebiendo y haciendo sociales como si todo estuviera de maravilla.

—Pero ahí está el punto, Allé, es la mejor forma de obtener pistas de las mellizas. ¿Crees que visitando los hospitales, los hogares o del mismísimo Patronato vas a sacar información? Lo queramos o no, todo depende de la voluntad de aquellos que detentan el poder. Y para lograrlo hay que asistir a estos “estúpidos eventos”.

—Pero… —pensó qué replicar, porque había gran acierto en lo expresado por su prima— no quiero deberle favores a nadie. Soy perfectamente capaz de buscarlas por mis propios medios.

—Lo sé, pero llevo inmersa en estas reglas toda mi vida y si una no juega a su compás, no llega a ningún lado —dijo y desapareció en el vestidor.

Tiam: El destello de tus ojos

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