Читать книгу Tiam: El destello de tus ojos - Sofía Goytia Morillo - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеSentada en el descansillo del jardín, Allegra redactaba la carta que le enviaría a Sara. Con todos los altibajos de su llegada no había podido comunicarse y seguro que estaba loca de preocupación. Las conexiones eléctricas en San Juan quedaron fuera de servicio, por lo que habían acordado que el remitente fuese el hospital. Se sobresaltó con la presencia de su tía y tiró la lapicera.
—Pequeña, nos ha llegado una invitación del taller de madame Henriette para la presentación de la nueva colección. Me gustaría que nos acompañaras, solo serán unas horas y podrás probarte algunos modelos.
Había meditado toda la noche cómo iniciar su búsqueda y, por mucho que le pesara, Elena tenía razón. Tendría que tragarse el disgusto y convertirse en la mejor socialité.
—¿Crees que todo esto vale la pena? ¿Que voy a lograr algún avance?
—Por supuesto que sí, debes saber que los Leloir son una de las familias insignia de Buenos Aires, si hay alguien que mueve poderosos hilos, son ellos. Además, nadie se pierde su agasajo porque es el evento que da inicio a la temporada. Querida, ayer me ibas a referir qué información tienes.
En ese instante apareció Elena a paso ligero. Allegra se preguntó cómo se las ingeniaba para hacerlo con semejantes zapatos. Extrañaba sus botines de enfermera. Elena se sentó al lado de Allegra y abrió un cuaderno de notas de cuero marrón.
—Ahora sí, somos todo oídos. No me mires así, no se nos tiene que escapar detalle.
—La verdad, no tengo mucha información, ni tampoco sé de qué utilidad. Luego de lo acontecido, trabajé en el hospital por casi cuatro días seguidos sin dormir, no podía ausentarme para ver qué había sido de todos porque no dábamos abasto y los heridos llegaban a montones. En el primer descanso que tuve salí desesperada. Jamás voy a olvidarme de lo que vi… en fin. Iba a ser en vano dirigirme a casa porque todos habíamos salido, me acordé de que las niñas iban a estar con unos amigos de mi padre en su domicilio cerca del centro. Cuando llegué, si bien una de las paredes estaba destruida, la casa se mantenía en pie. Sin embargo, no había ningún tipo de actividad ni se veía a nadie. Volví corriendo a la plaza principal a buscar en las distintas carpas que se habían instalado, pero tampoco tuve suerte. En la Escuela Normal Sarmiento se habían ubicado los comandos militares y de ahí se impartían todas las órdenes importantes, por eso cuando me presenté era todo bastante caótico, igualmente supieron decirme que días antes habían salido varios convoyes con niños de diferentes edades para Mendoza. Pregunté por registros e informes, pero se amparaban en la confidencialidad. Para ese momento se había terminado el descanso y debía volver al hospital —prefirió omitirles el detalle de que, por el cansancio y producto de no haber ingerido nada, se había desmayado y despertado veinticuatro horas más tarde—. Como habían llegado médicos y enfermeras voluntarias de distintos puntos del país, pude organizar un viaje a Mendoza con uno de los camiones de abastecimiento. Una vez en el Hospital Central, me guiaron hasta el primer piso, que habían acondicionado para recibir a todos los niños que no revestían urgencia médica o simplemente como refugio. Me había imaginado la sala a rebosar, pero solo unas cuantas camas estaban ocupadas, aunque ninguna de ellas por Aurora y Alanna. Una enfermera de planta, con mucha gentileza, me comentó que todos los días salían trenes hacia Buenos Aires y que había escuchado de su jefe que algunos iban dirigidos a Mar del Plata o Necochea. Otra vez, no tenían ningún tipo de registro o censo. “Esos se los llevan quienes los trasladan, señorita, aquí no quedó nada.” Le describí a mis niñas y no supo decirme por qué cambiaban de turno todos los días.
Las lágrimas caían solitarias mientras jugueteaba con su medallita. Se las secó rápidamente y recobró la compostura.
—Toma —Elena le extendió una botella minúscula con brandy en su interior—, bébelo de una sola vez.
—Elena, por el amor de Dios, de dónde sacas esas cosas. No es propio de una jovencita. —“Esta muchacha algún día me sacará canas verdes o me ‘salvará’”, dijo para sus adentros Pilar—. Todo va a estar bien pequeña, ten por seguro que la Virgen las protege.
El alcohol le quemó el interior, pero sirvió para reanimarla y centrarse nuevamente en su objetivo.
Cuando llegó al taller, no esperaba semejante despliegue. Había imaginado unos cuantos vestidos exhibidos y pocos asistentes, pero lo que veía la dejó atónita. El barullo de charla superpuesta la aturdía, hombres de traje servían champagne y unas confituras. Sus ojos volaron a la bandeja y se posaron en unos cuadraditos bañados en coco, no pudo negarse y, atenta a que nadie la observara, sacó dos. Siempre había tenido debilidad por las dulzuras; todas las noches, Eulogia le dejaba su frasquito de jalea de membrillo.
Pilar y Elena la condujeron a unos asientos que formaban un extenso camino alrededor de todo el taller. Estaba confundida.
—¿Para qué nos ponen mirándonos enfrentados a otra hilera de asientos? —preguntó Allegra con su característica racionalidad.
—Ya verás. De esta forma podemos apreciar mejor las prendas sin tener que amontonarnos como vacas. Ya sé, mamá, no debemos comparar a las personas con animales.
Allegra largó una carcajada, la ocurrencia y la frescura de su prima eran caricias para su alma. En ese momento un montón de jovencitas ataviadas en sus mejores galas empezaron a caminar frente a ellas y Allegra entró en una especie de trance. Los detalles de las prendas, los movimientos y las luces propias de las telas la tenían embelesada. Necesitaba tocar esos géneros. Una voz las presentaba acorde a la ocasión. Se sucedían atuendos de día, ideales para el campo, y otros que destellarían en eventos nocturnos. Un vaporoso vestido blanco recubierto de encaje cerraba las filas. Unos aplausos sutiles la sacaron de su ensueño y en su mente quedó grabado un vestido nocturno de muselina mostaza.
—¿Nos dejan probarnos los mismos vestidos que acabamos de ver?
—Esos y muchos más. Hay uno en especial que quiero regalarte.
—No hace falta, tía, puedo permitírmelo.
Cuando salió de San Juan, había llevado consigo los ahorros de un año fruto de su trabajo, además de una buena suma que su padre guardaba en la caja fuerte.
—No tengo dudas, pequeña, pero concédeme ese capricho. Vamos, Elena, el azul marfil te irá estupendo para el sábado.
—¿En un cuarto de hora estaremos desocupadas? Quiero asistir a mi clase. Si quieres, puedes acompañarme, Allé, es en la Biblioteca Nacional.
—¿Ahí hay una hemeroteca?
El corazón de Allegra dio un brinco, necesitaba estudiar todos los artículos que habían publicado para la época del terremoto, seguro habría información valiosa.
—Mmm… Sí, creo que está ubicada en el último piso.
—Perfecto, entonces voy contigo. ¿No quieres venir, tía?
—Vayan ustedes tranquilas, debo volver para ultimar detalles de la cena de Alejandro.