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Capítulo 2

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Parado en el rellano del Hospital Rawson, Bernardo aspiraba un olor peculiar, mezcla de tierra y humedad. Olor a desolación. Se alegró de haber viajado a San Juan pese a los constantes reproches de su madre por perderse la temporada veraniega. “Si ella viera esto, entendería”, pensó.

Observó a su derecha cómo un señor de unos cuarenta años con ropas desvencijadas quitaba pesados escombros para liberar una especie de puerta subterránea del edificio. No dudó un segundo, se arremangó la camisa, dejó la pequeña maleta junto con el sombrero y se dispuso a ayudarlo. No hicieron falta las palabras, comprendiendo el dolor, Bernardo lo abrazó con la mirada. Una vez finalizada la tarea, sudado y con el traje desarreglado, ingresó. Un mundo de gente iba y venía, había camas apostadas en cualquier lugar. Interrumpió a una enfermera que pasaba apresurada por su lado.

—Disculpe, señorita, ¿sabe dónde puedo encontrar al oficial Cerviño?

La cara de aquella jovencita lo impactó de golpe. Unos mechones color cobrizo caían lacios sobre los ojos verde musgo que, a pesar del cansancio, demostraban entereza. Bernardo perdió la capacidad del habla.

—Primer piso, despacho del directorio —Allegra contestó al pasar, y continuó su carrera.

Sentado en el sillón de su estudio, Bernardo Álvarez Costa recordaba con estupor lo que había presenciado en San Juan. Había decidido viajar aun antes de que el presidente del Patronato Nacional de Menores se lo sugiriera.

En sus treinta y dos años nada lo había apesadumbrado como semejante tragedia, a pesar de que estaba habituado a lidiar con situaciones adversas. Como abogado, formaba parte de un grupo reducido de especialistas del problema de la infancia “abandonada y delincuente” de la Argentina. Su espíritu inquieto y filantrópico siempre lo había llevado a la defensa de los derechos de quienes no tenían voz. Precisamente por esto era el quebradero de cabeza de su familia, una de las más renombradas de la sociedad porteña, miembro del Victory Club y con un palco exclusivo en el Teatro Colón.

Más allá de la posición, sus padres, Cristóbal Álvarez Posse y Trinidad Costa Ocampo, se profesaban un profundo cariño; era una de las pocas uniones que en su época habían contraído matrimonio por amor. Bernardo, segundo de cinco hermanos, había heredado el porte de los Ocampo y el atractivo de su padre. Con sus penetrantes ojos azules era el suspiro de varias señoritas.

Siempre recordaba su infancia con una sonrisa. Su época favorita consistía en los largos veranos paseando y jugando con sus hermanos por las playas de Mar del Plata. Allí tenían un chalet imponente de dos niveles, construido al estilo español. Desde joven había perseguido los ideales de una justicia social más equitativa, resultado de haber ingresado a los dieciséis años como pupilo en el Highfield College en Georgia, Estados Unidos, el cual se encontraba en pleno apogeo y crecimiento de sus golden years. Allí dedicaba gran cantidad de horas cátedra al servicio de la comunidad colindante y es así como Bernardo, una vez de regreso al país, se abocó de lleno a su afición, para disgusto de su padre.

La voz de Cristina lo obligó a detener su lectura.

—Doctor, disculpe la interrupción, tiene una llamada del señor López Iriarte —anunció la joven secretaria.

—Gracias, puede pasármelo.

Una vez que Cristina hubo salido del despacho, Bernardo se sirvió una medida de whisky del aparador que tenía junto a su escritorio. La verdad es que jamás bebía durante el día, pero los recuerdos lo tenían bastante inquieto. Después del primer trago, se dispuso a atender la llamada de su mejor amigo.

—Jacinto, perdón por no devolverte las anteriores llamadas, estos días no sé ni dónde estoy parado —susurró agarrándose la frente y restregándose el cansancio.

—¿Hace cuánto que no duermes? —soltó de sopetón, como si estuviera justo enfrente.

Bernardo pensó en mentirle, no solía pedir ayuda y menos aún mostrarse vulnerable. Pero era Jacinto quien, a fin de cuentas, lo iba a terminar descubriendo como usualmente lo hacía.

—Vengo con unos días complicados y ajetreados, la semana que viene tengo que ir a Mar del Plata por unos asuntos, ahí aprovecharé para descansar.

—Bien sabes que cuando te vas a la costa, tus hermanas te siguen a sol y a sombra —bufó su amigo y, conociéndolo lo suficiente, no indagó más en el tema—. No te olvides de que esta noche hay reunión en el club.

The Victory Club comprendía el selecto establecimiento situado frente al pintoresco Parque 3 de Febrero, al que pertenecían los hombres de las familias patricias y era cuna de las más grandes decisiones políticas.

Damn, lo olvidé por completo. Tenemos reunión extraordinaria del Patronato, con todo lo sucedido en San Juan no puedo faltar —cuando estaba distraído mezclaba palabras en inglés, vieja costumbre de haber vivido un tiempo afuera.

—Bah, no te olvides de descansar un poco, no quiero que nuestro próximo encuentro sea en una cama de hospital.


A las ocho de la noche en punto, enfundado en un esmoquin negro impecable hecho a medida, Bernardo ingresó al salón de la sede del Patronato Nacional de Menores, ubicada entre las calles Diagonal Norte y Libertad.

Este organismo público había sido creado en enero de 1931, haciendo eco de lo establecido por la Ley N.º 10.903, más conocida como Ley Agote. Buscaba el amparo y la protección integral de la minoridad, y organizaba sistemáticamente todos los establecimientos tutelares del Estado. Como vocal primero, Bernardo lo visitaba asiduamente, no por obligación propia de su función, sino porque su corazón se lo exigía.

Dentro de sus tareas, el Patronato actuaba como contralor de las sociedades privadas abocadas a atender el problema “de la infancia abandonada y delincuente de la Argentina”. Solía trabajar codo a codo con la Sociedad de Beneficencia presidida por las elegantes damas argentinas y perseguía la implementación de políticas sociales para la educación integral de la minoridad. Aquellos que quedaban amparados bajo la órbita del Patronato debían realizarse un estudio de sus condiciones físicas, morales e intelectuales para estructurar bases biotipológicas de clasificación y, de esta manera, se permitía una mejor organización a la hora de elegir el establecimiento de mayor conveniencia para su formación escolar y profesional. Una de las tantas prácticas con las que Bernardo no estaba de acuerdo. Reflexionaba que, para lograr un verdadero cambio en materia de niñez y avanzar como sociedad, se debía comenzar por una profunda humanización del proceso. Sin embargo, se daba cuenta de que era difícil romper con ciertos paradigmas y terminaba, muchas veces, ganándose el descontento de su círculo.

Don Juan Esteban Collot, presidente del Patronato, entregaba cuerpo y alma por el organismo, y era el principal precursor de grandes ideologías reformistas. No solo en materia de niñez abandonada o de pocos recursos, sino en la cada vez más necesaria figura de adopción.

Al ingresar al salón, un garçon recibió a Bernardo con una bandeja de habanos y whisky, que declinó con amabilidad. “Mucha bebida por hoy”, recordó. Además, el olor a cigarros en la ropa lo descomponía.

—Señores, los invito a pasar a la Sala de Juntas —tronó el vozarrón del doctor Collot y encabezó la marcha.

Tomaron asiento en la extensa mesa de roble, cuyo centro estaba repleto de bocadillos. Bernardo, tras agarrar uno de prosciutto y melón, se dispuso a escuchar a su mentor.

—Los he reunido hoy aquí porque nos urge, como organismo, resolver dos asuntos de extrema gravedad. Como todos sabrán, continúa el conflicto bélico en Europa. Solo Dios sabe su duración —expresó mientras elevaba los ojos con un visible agotamiento—, pero hasta que eso pase, sigue llegando a nuestras costas un número incontable de familias de inmigrantes. Nos encontramos con niños mal alimentados y con grandes carencias. El hospital del puerto se encuentra cubierto en su capacidad, porque muchos de esos niños no resisten la travesía desde el viejo continente. Desde el Ministerio de Justicia nos han ordenado que realicemos un relevamiento de los conventillos cercanos, como también que busquemos una alternativa hospitalaria.

—Los salesianos se ofrecieron al acondicionamiento temporal de su polideportivo —interrumpió Manuel García del Río, otro vocal—. Creo que podemos aprovechar ese espacio y concentrar todos los recursos en lo sucedido en San Juan. Tenemos a los hombres de Perón oliéndonos la nuca.

—¡Pero en buena hora que hagan algo! —de pie y con las manos sobre la mesa exclamó Bernardo—. Señores, San Juan quedó devastada, lo vi con mis propios ojos, y los del Patronato de allá apenas podían actuar; su vida, sus familias estaban en juego. Era tal la cantidad de niños que difícilmente llegaron a censar, y aquellos que no estaban heridos partían a Mendoza. Cuando llegué, más de la mitad ya había sido trasladada a distintos puntos del país. Es momento de exigir de una vez por todas la aprobación de nuestro estatuto legal y que la intervención federal nos otorgue plenas facultades, porque, de lo contrario, se van a superponer con las directivas del Patronato de la provincia y los únicos perjudicados van a ser nuevamente los niños. ¿Qué pasó con el proyecto de ley sobre adopción ingresado al parlamento? —preguntó dirigiéndose al secretario, Hilario Gretti.

—Está en fase de debate aún, ya presionamos, teniendo en cuenta especialmente la situación de los huérfanos de San Juan, y que muchos de los niños fueron colocados informalmente en distintas familias. Pero tienen mucha oposición —concluyó mirando al suelo.

A Bernardo lo ponían de un humor de perros todos los impedimentos que se presentaban. “Las cosas deberían ser más simples”, pensó. Es verdad que formaba parte de su genio la dificultad de cumplir órdenes y mandatos, pero tratándose de personas vulnerables, simplemente no comprendía la estupidez humana. “Es momento de dar visibilidad al tema”, reflexionó. Un fuerte dolor de cabeza lo empezó a molestar. Jacinto tenía razón, necesitaba dormir o, si no, ni él mismo sería de alguna ayuda. Terminada la reunión se iría derecho a su piso.

Tiam: El destello de tus ojos

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