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Capítulo 5

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Bernardo tenía que apresurarse, había quedado con Jacinto para un almuerzo ligero en el club. Su amigo había sido consultado por el gobierno nacional para una posible reestructuración de San Juan. Últimamente el tiempo parecía no alcanzarle y sus allegados no perdían oportunidad para presentar sus quejas. Sin embargo, si él mismo no se ocupaba de ciertos asuntos, no lo haría nadie más. El día anterior se había reunido con el editor de la revista Infancia y Juventud para entregarle el artículo acerca de la infancia huérfana y la necesidad primordial de una ley de adopción.

Esta revista había sido creada en 1936 para dar a conocer a la población argentina las actividades y las funciones llevadas a cabo en el Patronato. Pero no fue hasta la década del 40 que adquirió popularidad y se había posicionado, junto con la revista El Hogar, como lectura obligada.

Sabía que iba a causar revuelo, no tenía dudas. Pero era la única forma de llamar la atención a los miembros del Congreso, y por ende, a su propio padre. El estudio jurídico de Cristóbal no solo manejaba los asuntos de los más grandes estancieros del Gran Buenos Aires, sino que asesoraba directamente en los proyectos parlamentarios. Su hermano mayor, Francisco, era la mano derecha de su padre y no concebían que Bernardo se hubiese alejado del legado familiar y desperdiciase su tiempo en misiones absurdas. Lo consideraban producto de un capricho juvenil. “Capricho” que ya llevaba cinco años y cada vez estaba más fortalecido.

“Good Lord”… Hablando de ellos, se acordó de que debía ponerlos sobre aviso. Ya conocían sus ideas reformistas, pero su padre le recalcaba constantemente que prefería enterarse primero de su propia boca. Un día de estos iba a dejar la cabeza en algún lado. Ya con el sobretodo en la mano y buscando su billetera, llamó a su secretaria:

—Cristina, ¿puedes comunicarte con el Palacio Álvarez —como era conocido el hogar de su infancia— y avisarles que esta noche me esperen a cenar? Gracias. Estaré toda la tarde fuera, puedes irte cuando termines.

Sin darle tiempo a contestar, bajó rápidamente las escaleras. Por suerte el club se encontraba a pocas cuadras y las haría caminando. El tráfico era un infierno y le vendría bien tomar un poco de aire. Cuando llegó, Jacinto lo estaba esperando en la mesa habitual junto a la ventana. Los atendió un joven mozo que había estado bajo la órbita del Patronato y Bernardo, utilizando sus influencias, le consiguió el puesto. Tenía un gran cariño por todos.

—Buen día, patrón, ya se lo extrañaba por aquí, hoy hicieron los tortelletis que a usté le gustan.

—Sergio, qué alegría verte, espero que anden bien tus asuntos —palmeó con cariño la espalda—. Pues traeme un plato recargado que estoy famélico —miró a su amigo a la espera de su pedido.

—Ya ordené, gracias. ¿Qué tal las cosas por el Patronato?

—Ahí andan, cada vez estamos más colapsados, no tenemos las respuestas adecuadas. Con todo lo de San Juan se nos desbordaron las instituciones, y como no hay una figura legal que nos respalde, se cometen cualquier tipo de irregularidades. Pero, bueno, ya estoy verborrágico de nuevo, contame del proyecto.

Jacinto López Iriarte era una persona imprescindible en su vida. Habían concurrido al colegio juntos hasta su partida a Norteamérica. Posteriormente, él decidió seguir la carrera de Ingeniería. Ni siquiera eso los mantuvo apartados. Con su carácter sosegado pero de gran liderazgo, poseía una de las constructoras más importantes del país.

—¿Viste que, luego de lo sucedido, el coronel Perón convocó a una gran colecta nacional en el Luna Park para el 22 de enero?

—Sí, cómo olvidarlo, dicen que ahí se deslumbró con la actriz Eva Duarte.

—Sí, fueron muchos los artistas que se presentaron y se deslumbraron —rio—. Pero lo importante es que ahí se recaudó una suma de treinta y ocho millones de pesos, y quieren destinar parte de ello a la reconstrucción de la ciudad. Desde la órbita presidencial, me exigieron que presente un proyecto dentro de dos meses y que el mismísimo Farrell iba a supervisarlo —enmudeció repentinamente mientras se arremangaba la camisa.

Bernardo estaba acostumbrado a los silencios reveladores de su amigo. Como si en fracciones de segundos su mente encajonase cada pieza de su rompecabezas disperso.

Jacinto chasqueó los dedos.

—Ahora sí, para eso te necesito a ti, Bernardo. Me urge saber cómo eran las estructuras, de qué material estaban hechas las viviendas, ancho de calzada, ¿te acuerdas de algo? Hasta que pueda viajar.

Como si Jacinto hubiera presionado un interruptor, el recuerdo difuminado de aquella joven enfermera inundó su mente y lo distrajo por completo. Sergio, con los platos humeantes de comida, los interrumpió.

Of course —volvió en sí.

Esa jovencita lo había hechizado y había hecho que su mundo parase por unos instantes. Su figura entre mujer y niña parecía salida de un cuento de fantasías. No recordaba haber conocido nada igual.

—Te enviaré todo redactado entre esta semana y la otra. Pero recordale a Cristina, es mi agenda viviente.

—Ni que lo digas. Sé que hay algo rondando en tu cabeza, ¿temes por tus amistades americanas?

La verdad, no había pensado en ellas desde hace un tiempo, y eso le recordó que debía escribirles. Necesitaba concentrarse.

—Las últimas novedades son que se encontraban a cargo de la brigada de investigaciones, no los iban a mandar al frente, pero tú sabes, en la guerra todo puede cambiar. Sinceramente, me preocupa más la reacción de mi padre sobre un artículo que, creo, va a hacer rodar algunas cabezas.

—¿Sobre lo que viviste en San Juan? —desde su retorno, lo notaba taciturno y más despistado de lo normal—. Pero no lo haces a propósito, en esta vida no venimos a cumplir con las expectativas de nadie más que de nosotros mismos. Cada uno debe recorrer su camino y cometer sus equivocaciones. Siempre que nuestro accionar sea con buena fe, las reacciones de los demás no nos pertenecen. Como seguramente hoy lo verás, recuerda eso —Jacinto se levantó y le palmeó el hombro con cariño.

Como otras tantas veces, su amigo lo dejó meditabundo. En la aristocracia argentina este tipo de pensamientos era más bien censurado. Por este tipo de cuestiones, entre otras, Jacinto era admirado por un gran grupo de féminas y repudiado por el bando contrario.


Bajó de su Ford Super Deluxe azabache. Pese a que todos en su familia contaban con chofer exclusivo, él prefería manejar. Eso lo tranquilizaba. Antes de la cena había pasado por el Patronato y había retirado el ejemplar de la revista que circularía al día siguiente.

Volver al hogar siempre le traía grandes recuerdos y sonrisas. Escondidas y juegos de la mancha con sus hermanos, corriendo de par a par. Una explosión de cristales lo obligó a ingresar corriendo.

Good heav… Victoria, pero ¿qué pasó? —vio a una de sus hermanas con un jarrón hecho añicos en sus pies—. No te muevas.

En ese instante apareció el resto de la familia. Clara, la segunda de sus hermanas, a las corridas con Adolfito, el último del clan. La seguía doña Trinidad Costa Ocampo, que pese a los años y la crianza de cinco hijos, conservaba su figura jovial. A paso lento y pausado, se asomaron Francisco, el primogénito, con su mujer embarazada de apenas unos pocos meses. Cerraba las filas su padre. Enarcó una ceja, mientras observaba divertido la escena. Sí que su familia sabía destacarse.

—Virgen bendita —elevó los ojos su madre—. Jovencita, más vale que tengas una buena explicación.

—Venía absorta en una de las mejores escenas del libro Orgullo y prejuicio y no vi la mesita. Perdón, madre.

—Bah, “cría cuervos y te sacarán los ojos”. Pero ¿qué tengo enfrente? Al hijo pródigo. Ya era hora de que se acordase de que tiene una madre.

—Por eso te he traído esto —Bernardo sacó un ramo de jazmines resplandecientes y se lo entregó seguido de un abrazo.

—Ni pienses que vas a comprarme con esto —respondió Trinidad con su rostro enterrado por completo en las flores—. ¿Cuándo será el día en que sentarás cabeza? —dejó la frase en el aire y se perdió en los interiores.

Mientras el servicio se encargaba de levantar el estropicio provocado por su hermana, Bernardo se dedicó a saludar al resto de su bulliciosa familia. Buscó a su padre pero este ya había desaparecido. Se dio cuenta de cuánto los había necesitado cuando su cuerpo sintió una recarga automática de energía. “Tengo que venir más seguido”, reflexionó.

La voz del ama de llaves anunció que la cena estaba lista. Abrazado a Clara encabezó la marcha. Cristóbal, con un traje impecable, ya estaba sentado en la cabecera. Con su bigote característico, estaba degustando un finísimo malbec. Su madre tomó lugar a su derecha y expresó:

—Solo porque estamos en la intimidad de la familia podrás cenar con nosotros, Adolfito.

Hizo referencia a su hermano menor, de doce años de edad. El muchacho, rebosante de alegría, tomó asiento junto a Bernardo y no paraba de comentarle sobre fútbol.

—Sabes que en esta temporada hay muchas señoritas de buena familia, ¿no, Bernardo? Ya es tiempo de conocer a mi nuera. Ahora que Francisco y Valentina van a darme un nieto, bien podrías ponerte en campaña, así tendríamos la parejita. ¿Te llegó la invitación de los Leloir?

—Ya, mujer, lo agobias con tanta pregunta. Cenemos en paz. Después tendrás tiempo de sobra —sentenció su padre.

El resto de la cena transcurrió de forma muy amena. Risas espontáneas y anécdotas imborrables. Para orgullo de sus padres, el Palacio había sido elegido para ser la sede del baile de debutantes de ese año y Clara iba a hacer su gran presentación en sociedad. Incluso la revista El Hogar había dedicado una página entera para exponer las ventajas de la propiedad. Eso solo significaba que su madre iba a estar atareada durante los próximos tres meses. Thanks, God!

Una vez finalizada la comida, como de costumbre, las mujeres se retiraron al salón y su padre llamó personalmente a Francisco y a él a su despacho. Le sudaban las manos como un adolescente, temía la reacción de Cristóbal. Nunca coincidían en sus pensamientos, pero era su padre y siempre le tuvo profundo cariño y aprecio.

—Anda, Francisco, y ponme un medida de whisky. No más de un dedo porque si no tu madre me trastorna.

Se lo veía decaído, con un aire cansado; las canas poblaban su cabeza. Deseó poder ahorrarle la discusión, pero recordó las palabras de Jacinto. Era para beneficio de millones de niños vulnerables. Era ahora o nunca, de lo contrario se pondrían a debatir sobre la gran guerra, y lo que pasaba en Argentina era más urgente.

—Papá, ¿mañana hay sesión? —esperó aun sabiendo la respuesta—. Seguramente te llegará a tu despacho esto —y le puso el artículo sobre el escritorio. Muchas veces usaba seudónimos, pero esta vez necesitaba del poder de su nombre para causar el efecto deseado—: En San Juan viví cosas como nunca lo hice en mi vida y no soporto que se queden de brazos cruzados. Entiendo los contratiempos que pueda generar, pero…

—Ya sabía yo que no era una visita al azar. Ahora déjame juzgarlo por mí mismo.

Bernardo se sirvió también un vaso. Presentía que lo iba a necesitar para lo que se venía. Haciendo eco de lo que decía su madre, si ya estaba en el baile, pues había que bailar.

—Francisco, concierta una reunión urgente con el senador Hidratti por la mañana —soltó con una seriedad preocupante—, ve y manda un telegrama ahora mismo.

Una vez que su hermano mayor dejó el despacho, su padre se quitó los lentes y lo miró fijo durante unos segundos.

—Ya sé, padre, lo que piensas, pero es el tercer proyecto de adopción que se presenta y no hacen más que encajonarlos, los menores no esperan, y…

—No sé a quién saliste tan locuaz —pausó y exhaló—. Sé que no digo esto con frecuencia pero estoy orgulloso de ti, hijo. No cualquiera tiene tus agallas. Sí, no te voy a negar que se armará una buena y eso no sé dónde nos dejará parados. Pero vale la pena enfrentarlo. Ahora ve, que tu madre es capaz de derribar esta puerta con tal de verte.

—Ejemmm, sí, gracias, papá —carraspeó porque en su garganta se había formado un nudo y temía largarse a llorar como un chiquillo.

Tiam: El destello de tus ojos

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