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CAPÍTULO SIETE

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Aquella cita había sido exactamente lo que necesitaban tanto Emily como Daniel. A veces los dos se veían completamente engullidos por el trabajo en el hostal que resultaba fácil dejar escapar aquellas cosas, así que a ninguno les sorprendió cuando no se despertaron con la alarma de las ocho de sus despertadores. Emily en concreto tenía mucho sueño que recuperar.

Cuando por fin se despertaron a las nueve, una hora que ahora les parecía absurdamente tardía, decidieron que lo mejor sería disfrutar de un rato más en la cama, especialmente teniendo en cuenta lo bien que se lo habían pasado la noche anterior entre las sábanas.

Acabaron levantándose alrededor de las diez, e incluso entonces se regalaron un largo y relajado desayuno antes de admitir por fin que tenían que volver a la casa para continuar trabajando en las habitaciones nuevas.

―Ey, mira ―dijo Daniel mientras cerraba la puerta de la casa cochera y echaba la llave cuando salieron―. Hay un coche en la entrada.

―¿Otro huésped? ―preguntó Emily.

Echaron a andar juntos y cogidos de la mano por el camino de grava. Emily echó un vistazo a la casa y distinguió a una mujer de cabello negro brillante de pie en el porche, rodeada de varias maletas y llamando una y otra vez al timbre.

―Creo que tienes razón ―dijo Daniel.

Emily jadeó, comprendiendo de repente quién era.

―¡Oh, no, me he olvidado de Jayne! ―exclamó. Se miró el reloj; eran las once. Jayne había dicho que llegaría a las diez. Esperaba que su pobre amiga no llevase allí de pie una hora llamando al timbre.

―¡Jayne! ―la llamó, corriendo por el camino―. ¡Lo siento muchísimo! ¡Estoy aquí!

Jayne se dio la vuelta al oír su nombre.

―¡Em! ―gritó, saludándola con la mano. Entonces vio a Daniel acercándose unos pasos más atrás y arqueó las cejas como diciendo: «¿Y ése quién es?».

Emily la alcanzó y las dos mujeres se abrazaron.

―¿Llevas aquí de pie una hora? ―preguntó Emily, preocupada.

―Oh, venga ya, Emily. ¿Acaso no me conoces? Claro que no he llegado a tiempo; ¡he llegado como cuarenta y cinco minutos tarde!

―Aun así ―se disculpó Emily―. Quince minutos es mucho tiempo para pasarlos de pie en un porche.

Jayne dio una pequeña patada sobre el suelo de madera con el tacón de la bota.

―Es un porche sólido y recio. Ha hecho un buen trabajo.

Emily se rió, y en aquel momento Daniel las alcanzó a ambas.

―Jayne, éste es Daniel ―se apresuró Emily, a sabiendas de que no le quedaba más elección que presentarlos.

Daniel le dio la mano con cortesía a Jayne aun cuando ésta lo miraba como si fuera un buen corte de carne.

―Un placer conocerte ―la saludó―. Emily me ha hablado mucho de ti.

―¿Ah, sí? ―preguntó Jayne, arqueando todavía más las cejas―. Porque a ti no te ha mencionado. Eres un secreto muy bien guardado, Daniel.

Emily no pudo evitar sonrojarse; Jayne no era una persona dada a las sutilezas, ni tampoco a mantener la boca cerrada cuando tendría que hacerlo. Esperó que Daniel no buscase un significado oculto a sus palabras ni llegase a conclusiones erróneas.

―¿Quieres que te ayude con las maletas? ―se ofreció éste.

―Sí, por favor ―contestó Jayne.

En cuanto Daniel se inclinó para recoger los bultos, Jayne estiró el cuello para verle mejor el culo. Cruzó una mirada con Emily y asintió con aprobación. Emily hizo una mueca.

―Deja que me ocupe de eso ―se apresuró a decir, apartando a Daniel y recogiendo las maletas―. ¡Guau, Jayne, esto pesa! ¿Qué has metido dentro?

―Oh, ya sabes ―dijo su amiga―. Dos conjuntos por día, uno para las horas de sol y otro para la noche, además de algo más formal, por si acaso. Y lencería, por supuesto. Mascarillas faciales e hidratantes, la bolsa del maquillaje y las brochas, la laca de uñas, la plancha para el pelo, el rizador…

―¿De verdad necesitas traer tanto la plancha como el rizador? ―la interrogó Emily, cruzando la puerta con las maletas y entrando al pasillo.

―Además de la plancha para ondular ―añadió Jayne―. Nunca sabes qué te puede apetecer. ―Le dirigió una sonrisa traviesa a Emily.

―Emily ―intervino Daniel―, parece demasiado peso para ti. ¿Qué tal si dejas que lleve todo eso a la habitación de Jayne?

―Gracias, Daniel ―dijo Emily, asegurándose de situarse estratégicamente para que Jayne no pudiese mirarle el culo a Daniel cuando éste se inclinó―. ¿Podrías llevarlas a la Habitación Uno?

La habitación de huéspedes original, la Habitación Uno, había sido bautizada de manera afectuosa como «la del señor Kapowski» por Daniel y ella, pero ahora mismo no le apetecía contar esa historia en concreto. Sabía que había sonado extrañamente rígida y formal al pedirle a Daniel que llevase las maletas a la Habitación Uno, pero en aquel momento no le importaba; su único objetivo era alejar a Daniel de Jayne lo más rápido posible, preferentemente sin que ésta se le quedase mirando el culo cuando Daniel subiese las escaleras. La habitación más alejada de la casa parecía ser distancia suficiente.

Se giró hacia Jayne.

―Deja que te enseñe la casa. ―Y con aquello llevó a su amiga hacia el salón.

―¡Oh, Dios! ―chilló ésta antes incluso de que la puerta se cerrase a sus espaldas―. ¿Ése es el nuevo hombre en tu vida? ¡Dime que no! ¿En serio? ¿Cómo has podido mantenerlo tan en secreto? ¿Cómo logras no ponerte a llamar a todo el mundo que has conocido en tu vida, incluidos a tu profesora de guardería y al cartero, para decirles que estás saliendo con un leñador que está para mojar pan?

Jayne hablaba increíblemente deprisa y muy alto; era algo que podía hacerte sufrir dolor de cabeza después de estar cinco minutos en su compañía.

―No es un leñador ―susurró Emily, sintiéndose avergonzada. ¿Cómo había podido olvidarse de lo brusca que llegaba a ser Jayne? ¿Qué demonios le había hecho pensar que sería buena idea invitar a su vieja amiga para que fuera al hostal cuando al hacerlo se sometería al escrutinio de su relación? No quería que ahuyentara a Daniel; de aquello ya se había ocupado ella personalmente al soltarle el día anterior que lo amaba.

―Pero amiga mía ―continuó Jayne―, sí que está para mojar pan. Eso lo ves, ¿verdad? Quiero decir, sabía que tus gustos se habían vuelto locos en los últimos meses, pero al menos todavía reconoces a un hombre atractivo cuando lo tienes delante, ¿no?

―Sí ―susurró Emily con los ojos en blanco―. Por favor, actúa normal con él. Lo nuestro es nuevo, bastante nuevo.

―¿Qué quieres decir con que actúe normal?

―Quiero decir que no te pongas a hablar de bebés ni de casarse. Y no menciones a Ben, ni a ninguno de mis exnovios. Ni a mi madre. Por favor, Dios, no digas nada de lo loca que está mi madre.

Jayne se rió.

―Te gusta de verdad, ¿no? No te había visto tan nerviosa en mucho tiempo.

Emily se retorció.

―Pues sí, me gusta. Creo que estoy enamorada.

―¡No me digas! ―chilló Jayne, alzando la voz varias octavas―. ¿Estás enamorada?

Justo en aquel momento Daniel entró en el salón. Emily se quedó paralizada y Jayne abrió los ojos de par en par antes de apretar los labios con fuerza.

―Ups ―dijo en voz alta, mirando de un rostro mortificado al otro―. Bueno, Daniel ―añadió, rompiendo la tensión que había empezado a llenar la habitación como un globo―, cuéntamelo todo sobre ti.

Daniel miró de Emily a Jayne y tragó saliva.

―Eh, en realidad creo que os dejaré con vuestras cosas. Tengo que pasear a los perros. ―Y salió del salón a toda prisa.

Emily suspiró, notando cómo se deshinchaba. Le dolía que Daniel actuara de manera tan incómoda con todo el tema de que estuviese enamorada de él. Se giró hacia Jayne.

―¿Podemos salir de aquí un rato? Podría enseñarte un poco Sunset Harbor. No has venido nunca, y de niña pasaba gran parte de los veranos en el pueblo. Estaría bien enseñarte los lugares más interesantes.

―Cariño, dime qué tipo de zapatos necesito y me apunto. ¿Algo tipo botas de montaña? ¿Zapatillas de deporte?

Desde luego que Jayne había traído consigo toda clase de zapatos.

―En realidad, no he salido a correr desde que me fui de Nueva York ―contestó Emily―. Podría ser divertido. Hace un día demasiado bonito como para pasarlo en el coche, y desde luego cubriríamos más terreno que si vamos andando. Podemos ir por el camino que pasa junto al océano.

―Me parece genial ―dijo Jayne―. Ayer, después de acabar de hablar contigo, recibí tantas llamadas que tuve que dejar el entrenamiento durante la milla doce. Me iría bien correr como es debido.

Emily tragó saliva. Para ella correr como es debido nunca se había prolongado más de cinco millas, y ahora mismo, tras seis meses de indolencia, se sentiría satisfecha si llegaba a cubrir dos.

―Voy a cambiarme ―dijo.

Se apresuró escaleras arriba, dejando el hostal a merced de Jayne. Al llegar al dormitorio se encontró a Daniel tumbado en la cama y con la vista fija en el pecho.

―¿Estás bien? ―le preguntó indecisa―. Creía que ibas a sacar a los perros.

―Tenía que salir de esa habitación ―contestó Daniel.

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