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CAPÍTULO UNO

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―Buenos días.

Emily se estiró y abrió los ojos. La imagen que le dio la bienvenida era la más hermosa que hubiese podido imaginar: Daniel, rodeado por las limpias sábanas blancas y con el halo de la luz matutina besándole el cabello revuelto. Inspiró una bocanada de aire profunda y satisfecha, preguntándose cómo había podido alinearse su vida de un modo tan perfecto. Parecía que el destino, tras tantos años de dificultades, por fin había decidido darle un respiro.

―Buenos días. ―Le devolvió la sonrisa con un bostezo.

Volvió a acurrucarse bajo las sábanas, sintiéndose cómoda, abrigada y más relajada de lo que lo había estado nunca. La calma silenciosa de las mañanas en Sunset Harbor contrastaban drásticamente con el ajetreo de su antigua vida en Nueva York. Podría llegar a acostumbrarse a aquello: al sonido de las olas rompiendo a lo lejos, al olor del océano, a tener a un hombre atractivo tumbado junto a ella en la cama.

Se levantó y fue hacia las puertas cristaleras que daban al balcón, abriéndolas para poder sentir la calidez del sol en la piel. El océano destellaba en la distancia, y los rayos de luz iluminaron el dormitorio principal que tenía a la espalda. A su llegada, hacía seis meses, había sido un desastre lleno de polvo, pero ahora era una ensenada de tranquilidad de paredes y sábanas blancas, alfombra suave, una preciosa cama con dosel y mesitas de noche antiguas cuidadosamente restauradas. En aquel momento, con el sol dándole en la cara, Emily sintió que por una vez todo era perfecto.

―¿Estás lista para tu gran día? ―dijo Daniel desde la cama.

Emily frunció el ceño, con la cabeza todavía demasiado embotada por el sueño como para comprenderle.

―¿Mi gran día?

Daniel sonrió con suficiencia.

―Tu primer cliente, ¿recuerdas?

A los pensamientos de Emily le hicieron falta un segundo para caer en la cuenta, pero enseguida recordó que tenía a su primer cliente, el señor Kapowski, durmiendo en la habitación al final del pasillo. La casa que se había pasado seis meses restaurando había pasado de ser un hogar a un negocio, y aquello significaba que tenía que preparar un desayuno.

―¿Qué hora es? ―preguntó.

―Las ocho ―contestó Daniel.

Emily se quedó paralizada.

―¿Las ocho?

―Sí.

―¡No! ¡Me he quedado dormida! ―exclamó, volviendo a entrar a la carrera al dormitorio desde el balcón. Cogió el reloj despertador y lo agitó con furia―. ¡Se suponía que tenías que despertarme a las seis, maldito cacharro!

Lo volvió a dejar con un golpe sobre la mesita de noche y después se apresuró hacia la cómoda en busca de algo de ropa, lanzando suéteres y pantalones por todas partes. Nada le parecía lo bastante profesional.; había tirado a la oficina toda la ropa que había tenido para la oficina de su antigua vida en Nueva York, y ahora todo lo que tenía era ropa práctica.

―Tranquila ―rió Daniel entre dientes desde la cama―. No pasa nada.

―¿Cómo que no pasa nada? ―gimoteó Emily, saltando a la pata coja mientras se ponía unos pantalones―. ¡El desayuno empezaba a las siete!

―Y sólo hacen falta cinco minutos para escalfar un huevo ―añadió Daniel.

Emily se quedó paralizada allí donde estaba, medio vestida y con cara de haber visto a un fantasma.

―¿Crees que querrá huevos escalfados? ¡No tengo ni idea de cómo escalfar un huevo!

En lugar de tranquilizarla, las palabras de Daniel sólo sirvieron para hundirla todavía más en el pánico. Arrancó un arrugado suéter liliáceo del cajón y se lo pasó con la cabeza, consiguiendo que la electricidad estática le encrespase el cabello al instante.

―¿Dónde está mi máscara de pestañas? ―preguntó, corriendo de un lado al otro―. ¿Y podrías dejar de reírte de mí? ―añadió, dirigiendo una mirada enfurecida a Daniel―. Esto no es divertido. Tengo a un huésped. ¡A un huésped que paga! Y no tengo más que zapatillas de deporte que ponerme. ¿Por qué tiré todos los tacones?

Las risitas ahogadas de Daniel se convirtieron en carcajadas.

―No me río de ti ―consiguió decir―. Me río porque soy feliz. Porque estar contigo me hace feliz.

Emily hizo una pausa; aquellas palabras tocaron algo en lo profundo de su ser. Lo miró, allí tumbado de manera lánguida como si fuera un Dios en su cama. Daniel tenía una cara con la que no se podía estar enfadada mucho tiempo.

Daniel apartó la vista. Aunque Emily ya estaba acostumbrada a que Daniel se encerrase en sí mismo cuando demostraba demasiado lo que sentía, aquello seguía poniéndola nerviosa. Los propios sentimientos de Emily eran tan evidentes que era como si fuera trasparente. No le cabía duda de que siempre llevaba el corazón en la mano.

Pero a veces Daniel la hacía sentirse perdida. Con él nunca estaba segura, y aquello le recordaba de manera casi dolorosa a sus relaciones anteriores y a la falta de estabilidad que había sentido en ellas, como si estuviese de pie en la cubierta de un barco que se balancease sobre el mar y nunca fuese a acostumbrarse al balanceo. No quería que aquella historia se repitiese con Daniel, quería que con él fuese distinto. Pero la experiencia le había enseñado que en la vida es muy raro conseguir lo que se desea.

Volvió a girarse hacia la cómoda, ahora en silencio, y se puso unos pequeños pendientes de plata.

―Tendrá que servir ―dijo, desviando la mirada del reflejo de Daniel en el espejo para mirarse a sí misma, y su expresión pasó de ser la de una chica llena de pánico a la de una mujer de negocios decidida.

Salió con paso firme del dormitorio y se lo encontró todo sumido en el silencio. El pasillo del segundo piso era ahora imponente, con unas preciosas lámparas de pared y una araña en el techo que atrapaba la luz del sol matutino y la reflejaba en todas partes. El suelo de madera se había pulido hasta la perfección, añadiendo un toque rústico pero glamuroso.

Emily miró hacia la puerta que había al final de dicho pasillo, la puerta de la habitación que previamente había pertenecido a Charlotte y a ella. Restaurar aquella habitación había sido lo más difícil de todo, puesto que para ella había sido como borrar a su hermana. Pero todas las cosas de Charlotte estaban ordenadas con cuidado en un rincón especial del ático, y Serena, amiga de Emily y artista local, había creado algunas obras de arte asombrosas con la ropa de su hermana. Aun así, seguía sintiendo un cosquilleo en el estómago al saber que había un desconocido durmiendo al otro lado de aquella puerta, un desconocido al que ahora tenía que servirle el desayuno. En sus fantasías de convertir la casa en un hostal nunca había llegado a imaginar cómo sería realmente, qué aspecto tendría ni cómo se sentiría al respecto. De repente le parecía que no estaba preparada en lo más mínimo, como si fuera una niña jugando a ser adulta.

Recorrió el pasillo hacia las escaleras asegurándose de hacer el mínimo ruido posible. La nueva alfombra color crema era esponjosa bajo sus pies, y no pudo evitar mirarla con adoración. La transformación de la casa había sido una auténtica maravilla que contemplar. Todavía quedaba trabajo por hacer: el tercer piso en concreto era un completo desastre, con habitaciones en las que todavía ni había entrado, y aquello sin mencionar los demás edificios de la propiedad que contenían una piscina abandonada y todo un ejército de cajas que organizar. Pero lo que había conseguido hasta el momento con una pequeña ayuda de la amable gente de Sunset Harbor todavía le sorprendía. La casa le parecía ahora una amiga, una que todavía tenía secretos que compartir. De hecho, había una llave en concreto que estaba demostrando ser todo un misterio; no importaba lo que intentase Emily, no conseguía encontrar qué era lo que abría. Lo había comprobado todo, desde los cajones de los escritorios hasta las puertas de los armarios, pero todavía no lo había encontrado.

Bajó la larga escalera que ahora contaba con unas barandillas pulidas y relucientes, la esponjosa alfombra de aspecto resplandeciente y los afianzadores de cobre que destacaban los colores a la perfección. Pero mientras bajaba admirándolo todo, se percató de que había una mancha en la alfombra: una huella de barro desdibujada. Era claramente la huella de la bota de un hombre.

Se detuvo en el último escalón. «Daniel debe tener más cuidado cuando vaya de aquí para allá», pensó.

Pero entonces notó que la huella se alejaba de ella, dirigiéndose hacia la puerta principal, lo que significaba que la persona había bajado las escaleras. Y si Daniel seguía en la cama, entonces aquella huella sólo podía pertenecer a su huésped, el señor Kapowski.

Emily se apresuró hacia la puerta y la abrió a toda prisa. El señor Kapowski había llegado con su coche el día anterior por el camino de entrada recién pavimentado y había aparcado justo allí. El coche ya no estaba.

Emily no se lo podía creer.

Se había ido.

Por y Para Siempre

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