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CAPÍTULO CUATRO

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A la mañana siguiente Emily se despertó temprano, decidida a no volver a fallar en la preparación del desayuno. Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio de invitados a las siete en punto, cerrándose de nuevo con suavidad y seguido por el sonido de los pasos del señor Kapowski bajando la escalera. Emily salió de dónde había estado haciendo tiempo en el pasillo y esperó al pie de los escalones, mirándolo desde abajo.

―Buenos días, señor Kapowski ―lo saludó con confianza y una sonrisa agradable en el rostro.

El señor Kapowski se sobresaltó.

―Oh. Buenos días. Estás despierta.

―Sí ―dijo Emily, manteniendo el tono confiado a pesar de que no se sentía así ni por asomo―. Quería disculparme por lo de ayer, por no estar preparada para hacerle el desayuno. ¿Ha dormido bien? ―Notó las ojeras que le rodeaban los ojos.

El señor Kapowski dudó un segundo y se metió las manos en los bolsillos del traje arrugado con aire nervioso.

―Um… en realidad no ―contestó al fin.

―Oh, vaya ―dijo Emily, preocupada―. Espero que no haya sido por la habitación.

El señor Kapowski se agitó incómodo y se frotó el cuello como si tuviera algo más que decir pero no supiera cómo hacerlo.

―De hecho ―logró pronunciar―, la almohada tenía bastantes bultos.

―Lo siento muchísimo ―se disculpó Emily, frustrada consigo mismo por no haber probado la almohada de antemano.

―Y, um… las toallas son ásperas.

―¿De verdad? ―dijo inquieta―. ¿Por qué no viene a sentarse en el comedor ―le propuso, luchando para que el pánico no se le reflejase en la voz― y me dice qué no ha sido de su agrado?

Lo llevó hasta el gran comedor y descorrió las cortinas, dejando que la pálida luz de la mañana llenase la habitación e hiciera destacar los lirios de Raj, cuyo olor flotaba en la sala. La superficie de la larga mesa de caoba de estilo banquete reflejó la luz. A Emily le encantaba aquella habitación; era tan opulenta, tan sofisticada y ornamentada. Había sido la habitación perfecta en la que hacer lucir la vajilla antigua de su padre, y la había colocado en una vitrina tallada con la misma oscura madera caoba de la que estaba hecha la mesa.

―Así está mejor ―comentó, manteniendo un tono animado y ligero―. Y ahora, ¿qué tal si me habla de su habitación para que podamos solucionar los problemas?

El señor Kapowski pareció incómodo, casi como si no quisiera hablar.

―En realidad no es nada. No son más que la almohada y las toallas. Y puede que el colchón sea muy duro y, eh… un poco demasiado fino.

Emily asintió, actuando como si aquellas palabras no le estuvieran llenando el corazón de angustia.

―Pero en realidad está muy bien ―añadió el señor Kapowski―. Es que tengo el sueño ligero.

―Bien, de acuerdo ―dijo Emily, comprendiendo que forzarlo a hablar era peor que dejarlo insatisfecho con su habitación―. Bueno, ¿qué puedo prepararle de desayuno?

―Huevos y beicon, si no es mucho pedir ―solicitó él―. Fritos. Y unas tostadas. Con champiñones. Y tomates.

―Sin problemas ―contestó Emily, preocupada por si no tenía todos los ingredientes que había mencionado.

Se apresuró hacia la cocina, despertando al instante a Mogsy y Lluvia. Ambos perros empezaron a ladrar pidiendo su desayuno, pero Emily ignoró sus gimoteos y corrió hacia la nevera, comprobando lo que había dentro. Se sintió aliviada al ver que tenía beicon, aunque no había ni rastro ni de champiñones ni de tomates. Al menos tenía en la panera pan excedente del que Karen, la mujer de la tienda de ultramarinos, había traído el otro día y podía conseguir huevos gracias a Lola y Lolly.

Lamentando los zapatos que había elegido ponerse, Emily cruzó a toda prisa la puerta trasera hasta salir a la hierba húmeda de rocío y se acercó al gallinero. Lola y Lolly estaban paseándose por su jaula, y las dos ladearon la cabeza al oír cómo se acercaban sus pasos, seguramente esperando que les ofreciera maíz fresco.

―Todavía no, mis pichoncitos ―les dijo Emily―. El señor Kapowski va primero.

Las gallinas la picotearon para mostrar su frustración mientras Emily iba a la caseta en la que ponían los huevos.

―Tienes que estar bromeando ―musitó cuando miró dentro y no encontró nada. Se giró para mirar a las gallinas con las manos en las caderas―. De todos los días en los que podíais no poner huevos, ¡tenía que ser hoy!

Entonces recordó todos los huevos escalfados con los que había practicado el día anterior. ¡Debía de haber usado al menos cinco! Alzó las manos con impotencia. «¿Por qué hizo Daniel que me pusiera a escalfar huevos?», pensó frustrada.

Volvió dentro, decepcionada ante la perspectiva de no ir a poder ofrecer tampoco hoy el desayuno que quería el señor Kapowski, y empezó a freír el beicon. Parecía ser incapaz de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas, bien fuera por su ansiedad o por la falta de experiencia: derramó el café sobre la encimera y después dejó el beicon al fuego demasiado tiempo, por lo que los bordes quedaron demasiado hechos y ennegrecidos. La tostadora nueva, que sustituía a la que había explotado y había dejado la cocina hecha un asco, parecía tener unos ajustes mucho más sensibles que la anterior, y Emily hasta consiguió quemar las tostadas.

Cuando miró el producto de su trabajo, por fin colocado todo en un plato, no se sintió nada satisfecha. No podía servir aquel desastre, así que fue al lavadero y echó todo el plato en los cuencos de los perros. Al menos al darles de comer se ocupaba de una de sus tareas pendientes.

De nuevo en la cocina, intentó una vez más preparar el plato que había pedido el señor Kapowski. Aquella vez el resultado fue mejor: el beicon no estaba demasiado hecho y la tostada no se había quemado. Sólo esperaba que su huésped perdonase los ingredientes que faltaban.

Miró el reloj y vio con un sobresalto que habían pasado casi treinta minutos.

Volvió corriendo al comedor.

―Aquí está, señor Kapowski ―dijo, entrando con la bandeja del desayuno―. Lamento mucho la espera.

Al acercarse a la mesa se dio cuenta de que el señor Kapowski se había quedado dormido. Sin saber muy bien si sentirse aliviada o molesta, Emily dejó la bandeja en la mesa e hizo el gesto de salir en silencio.

El señor Kapowski levantó bruscamente la cabeza.

―Ah ―dijo, mirando la bandeja―. El desayuno. Gracias.

―Me temo que no tengo huevos, tomates ni champiñones hoy.

El señor Kapowski pareció decepcionado.

Emily salió al pasillo y respiró profundamente. La mañana había resultado estar llena de trabajo considerando el dinero que acabaría sacando de todos sus esfuerzos. Tendría que volverse algo más eficiente si quería que el negocio se mantuviera, y necesitaba un plan alternativo en caso de que Lola y Lolly volvieran a no poner huevos de nuevo.

Justo entonces su huésped salió del comedor; había pasado menos de un minuto desde que Emily le había servido la comida.

―¿Va todo bien? ―preguntó―. ¿Necesita algo?

Una vez más, el señor Kapowski pareció reacio a hablar.

―Um… La comida está algo fría.

―Oh ―dijo Emily, entrando en pánico―. Deje que se la caliente.

―En realidad no pasa nada ―repuso el señor Kapowski―. De hecho tengo que ponerme en marcha.

―De acuerdo ―accedió Emily, sintiéndose desanimada―. ¿Tiene algún plan para hoy? ―Estaba intentando sonar como la anfitriona de un hostal en un lugar de como una mujer invadida por los nervios, aunque ella misma encajaba más en la segunda descripción.

―Oh, no, quiero decir que vuelvo a casa ―la corrigió él.

―¿Quiere decir que se va? ―Emily estaba sorprendida. Sintió cómo la recorría un escalofrío―. Pero tiene reservadas tres noches.

El señor Kapowski pareció incómodo.

―Yo, eh, tengo que volver. Pero pagaré toda la reserva.

Parecía tener prisa por marcharse, y cuando Emily sugirió no cobrarle el precio de los dos desayunos que no había comido, él insistió en pagarlo todo y marcharse en aquel preciso momento. Emily se quedó de pie en la puerta, mirando cómo se alejaba su coche y sintiéndose como una fracasada.

No supo cuánto tiempo estuvo frente a la puerta lamentándose por el desastre que había sido su primer huésped, pero al cabo de un rato oyó cómo sonaba su teléfono dentro de la casa. Gracias a la mala señal que recibía la vieja casa, el único sitio en el que tenía cobertura era junto a la puerta principal. De hecho tenía una mesita especialmente para el teléfono, una preciosa antigüedad que había rescatado de uno de los dormitorios que todavía estaban cerrados. Se acercó a ella, preparándose mentalmente para quién podría ser.

No había muchas opciones agradables. Su madre no había vuelto a ponerse en contacto desde aquella emotiva llamada bien entrada la noche en la que habían hablado sobre la verdad de la muerte de Charlotte y, más concretamente, sobre el papel o la falta del mismo que había interpretado Emily en su muerte. Amy también había mantenido las distancias desde su caballeroso intento de «rescatarla» de su nueva vida, aunque ya habían hecho las paces. Ben, su exnovio, la había llamado muchas veces desde que Emily se había marchado, pero ella no había respondido a ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.

Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.

Contestó a la llamada.

―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!

Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.

―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.

―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.

La voz de Emily se volvió débil y adoptó un tono de disculpa.

―Um, bueno, unos seis meses.

―¡Dios, tengo que llamarte más a menudo! ―jadeó Jayne.

Emily podía oír el tráfico de fondo, los cláxones de los coches y el sonido sordo de las zapatillas de deporte de Jayne mientras ésta corría por la acera. Aquello dibujó una imagen muy familiar en su mente; ella misma había sido aquella persona hacia tan solo unos meses. Siempre ocupada, sin descansar nunca, con el teléfono siempre pegado a la oreja.

―¿Y qué tienes que contar? ―dijo Jayne―. Cuéntamelo todo. Supongo que Ben ha desaparecido de escena.

A Jayne, al igual que al resto de sus amistades y familia, Ben nunca le había gustado. Habían podido ver algo frente a lo que Emily había estado ciega durante siete años: que no era el adecuado para ella.

―Completamente desaparecido ―contestó.

―¿Y ha entrado alguien nuevo? ―le preguntó Jayne.

―Puede ―repuso Emily con falsa modestia―. Pero todavía es algo nuevo y no muy seguro, así que prefiero no gafarme hablando de ello.

―¡Pero yo quiero saberlo todo! ―exclamó Jayne―. Oh, espera. Me están llamando.

Emily esperó mientras la línea permanecía en silencio. Tras un momento los ruidos de la ciudad de Nueva York por la mañana volvieron a llenarle los oídos cuando Jayne reconectó su llamada.

―Lo siento, cariño ―se disculpó―. Tenía que contestar. Cosas del trabajo. Bueno, mira, ¿Amy me ha dicho que has abierto un hostal por allí?

―Ajá ―respondió Emily. Se sintió un poco tensa hablando del hostal, especialmente cuando Amy había mostrado tan abiertamente que le parecía una idea estúpida tanto aquello como el cambio total que había hecho Emily en su vida.

―¿Tienes alguna habitación disponible ahora mismo? ―preguntó Jayne.

Emily se quedó sorprendida. No se había esperado una pregunta como aquella.

―Sí ―dijo, pensando en la habitación ahora vacía del señor Kapowski―. ¿Por qué?

―¡Porque quiero ir! ―exclamó su amiga―. Después de todo, es el fin de semana del Día de los Caídos, y necesito desesperadamente salir de la ciudad. ¿Puedo reservarla?

Emily dudó.

―Sabes, eso no es necesario. Puedes venir y visitarnos.

―Ni hablar ―fue la respuesta de Jayne―. Quiero experimentarlo todo: las toallas limpias cada mañana, el desayuno con huevos y beicon. Quiero verte en acción.

Emily se rió. De entre toda la gente con la que había hablado sobre su nueva aventura, Jayne estaba siendo la que más le estaba apoyando.

―Bueno, entonces deja que haga la reserva de manera oficial ―pidió―. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

―No sé, ¿una semana?

―Perfecto ―repuso, sintiendo cómo algo se agitaba en su estómago―. ¿Y cuándo llegarás?

―Mañana por la mañana ―dijo Jayne―. Alrededor de las diez.

La felicidad de su estómago creció.

―De acuerdo, dame un momento mientras te introduzco en el sistema.

Algo mareada por el entusiasmo, Emily puso el teléfono en espera y fue corriendo hacia el ordenador que había en la mesa de la recepción, donde abrió el programa de reservas e introdujo la información de Jayne. Se sintió orgullosa por haber llenado técnicamente el hostal todos los días desde su inauguración, incluso si no tenía más que una habitación y había abierto el negocio hacía dos días…

Se apresuró de vuelta al teléfono y recuperó la llamada.

―De acuerdo, tienes una reserva durante una semana.

―Muy bien ―dijo Jayne―. Has sonado muy profesional.

―Gracias ―contestó Emily con timidez―. Todavía me estoy acostumbrando a todo. Mi último huésped ha sido un desastre.

―Me lo puedes contar todo mañana ―dijo Jayne―. Será mejor que cuelgue; voy a llegar a mi décima milla y será mejor que ahorre el aliento. ¿Te veo mañana?

―Me muero de ganas ―repuso Emily.

La llamada se cortó y Emily sonrió para sí. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a su vieja amiga hasta que había hablado con ella. Ver a Jayne sería un antídoto magnífico para el desastre que había resultado ser el señor Kapowski.

Por y Para Siempre

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