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CAPÍTULO TRES

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Emily miró cómo Trevor se alejaba entre la gente.

En cuanto hubo desaparecido Daniel se giró hacia ella con un marcado ceño en el rostro.

―¿Estás bien?

Emily no pudo contenerse; se dejó caer contra su amplio pecho, apretando la cara contra su camisa.

―¿Qué voy a hacer? ―jadeó―. Los impuestos me arruinarán el negocio antes incluso de empezar.

―Ni hablar ―dijo Daniel―. Eso no pasará. Trevor Mann nunca ha mostrado interés alguno en tu propiedad hasta que apareciste y la convertiste en algo de deseable. Simplemente está celoso de que tu casa sea mucho mejor que la suya.

Emily intentó reírse de su broma, pero lo único que consiguió fue emitir un gorgoteo húmedo. La idea de dejarlo y volver a Nueva York como un fracaso pesaba en su mente.

―Pero tiene razón ―repuso ella―. El hostal nunca funcionará.

―No hables así ―la regañó Daniel―. Todo irá bien. Yo creo en ti.

―¿De verdad? ―preguntó―. Porque yo casi no lo hago.

―Bueno, pues quizás sea el momento de empezar a hacerlo.

Emily alzó la vista para mirarlo a los ojos y su expresión decidida le hizo sentir que quizás sí que pudiera hacerlo.

―Ey ―dijo Daniel, y sus ojos brillaron de repente llenos de travesuras―. Tengo algo que quiero enseñarte.

No parecía nada desanimado por la melancolía de Emily. La cogió de la mano y tiró de ella entre el público, llevándola en dirección al puerto deportivo. Se dirigieron juntos hacia la dársena.

―¡Tachán! ―exclamó, haciendo un gesto hacia el precioso barco restaurado que se mecía sobre el agua.

La última vez que Emily había visto aquel barco, a duras penas estaba en condiciones para echarse a la mar, pero ahora brillaba como si fuese nuevo.

―No me lo puedo creer ―tartamudeó―. ¿Has arreglado el barco?

Daniel asintió.

―Sí. Le he dedicado mucho tiempo y esfuerzo.

―Se nota.

Recordó cómo Daniel le había dicho que había chocado con alguna especie de barrera mental en su restauración del barco, que no sabía por qué pero no se sentía capaz de seguir trabajando en él. Verlo ahora hacía que se sintiera profundamente orgullosa, no sólo por la belleza que Daniel le había devuelto a la nave, sino porque había conseguido superar cualquiera que fuese el problema que lo había estado frenando. Le devolvió la sonrisa, sintiendo un cosquilleo de felicidad en su interior.

Pero al mismo tiempo sintió un atisbo de tristeza; allí había otro medio de transporte más que podía alejar a Daniel de ella. Daniel siempre estaba en movimiento, ya fuera con sus largos paseos en moto por los acantilados o con los viajes a las ciudades cercanas en su camioneta. Le resultaba tan evidente que quería ver mundo y explorar que ni siquiera le cabía duda alguna. Sabía que, tarde o temprano, Daniel necesitaría dejar Sunset Harbor. Si ella se iría con él cuando llegase el momento era algo que todavía no había decidido.

Daniel le dio un codazo juguetón.

―Debería darte las gracias.

―¿Por qué? ―preguntó Emily.

―Por el motor.

Había sido ella quien le había comprado el motor nuevo a modo de gracias por toda la ayuda que Daniel le había ofrecido en la preparación del hostal, además de ser un intento para animarlo a restaurar el barco.

―No es nada ―contestó, preguntándose si aquel regalo acabaría mordiéndole el trasero. Preguntándose si el hecho de restaurar el barco despertaría el anhelo de Daniel de ponerse en marcha.

―Así que ―continuó Daniel, señalando el barco―, he pensado que, a modo de gracias, deberías acompañarme en el viaje inaugural.

―¡Oh! ―dijo Emily, sorprendida por la propuesta―. ¿Quieres ir a dar una vuelta en barco? ¿Ahora? ―No pretendía sonar tan estupefacta.

―A menos que no quieras ―repuso Daniel, frotándose el cuello con aire incómodo―. Simplemente he pensado que podríamos tener una cita.

―Sí, desde luego ―dijo Emily.

Daniel subió a bordo de un salto y le tendió la mano. Emily la aceptó y dejó que la guiase. El barco se meció debajo de ella, haciendo que trastabillara.

Daniel encendió el motor y guió el barco fuera del puerto deportivo, saliendo al océano lleno de reflejos. Emily respiró profundamente el aire marino, mirando cómo Daniel marcaba el rumbo por el agua. Parecía tan en casa timoneando el barco, del mismo modo en que su moto parecía convertirse en una extensión de su propio cuerpo. Era la clase de hombre que disfrutaba del movimiento continuo, y al mirarlo ahora Emily podía ver lo viveza y felicidad que se adueñaban de él cuando iba en busca de la aventura.

Aquel pensamiento aumentó su melancolía. El deseo de Daniel de explorar el mundo era algo más que un sueño; era una necesidad. Era imposible que pudiera quedarse en Sunset Harbor durante mucho más tiempo. Y Emily tampoco había decidido cuánto iba a quedarse ella. Quizás su relación estuviese condenada. Quizás sólo sería algo fugaz, un momento perfecto congelado en el tiempo. La idea le revolvió el estómago de pura desesperación.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Daniel―. No te estarás mareando, ¿verdad?

―Puede que un poco ―mintió Emily.

Alzó la vista y vio que se estaban dirigiendo hacia una pequeña isla en la que había poco más que un par de árboles y un faro abandonado. Se irguió, sorprendida.

―¡Oh, Dios! ―exclamó.

―¿Qué pasa? ―preguntó Daniel. Se podía oír el pánico en su voz.

―¡Mi padre tenía un cuadro de esa isla en nuestra casa de Nueva York!

―¿Estás segura?

―¡Al cien por cien! ¡No me lo puedo creer! Nunca me había dado cuenta de que fuera un cuadro de un lugar real.

Daniel abrió mucho los ojos. Parecía tan sorprendido por la coincidencia como Emily.

Sus preocupaciones se desvanecieron ante aquella inesperada sorpresa y Emily se apresuró en quitarse las deportivas y los calcetines. Saltó del barco casi antes de que éste llegase a tierra y las olas le lamieron las espinillas con un agua fría que a duras penas sintió. Salió corriendo del agua hasta llegar a la arena húmeda de la playa y un poco más allá antes de detenerse y levantar las manos, formando un rectángulo con los dedos y los pulgares y cerrando un ojo. Cambió un poco de posición para que el faro quedara a la derecha con el sol junto a él y el vasto océano extendiéndose al otro lado. ¡Y sí! ¡Era exactamente el mismo ángulo del cuadro que había colgado en su hogar!

No le sorprendía que su padre hubiese tenido un cuadro como aquel, a fin de cuenta las antigüedades lo habían obsesionado, obras de arte incluidas; lo que la sorprendía era que aquel cuadro hubiese conseguido llegar hasta la casa familiar. A su madre siempre se le había dado muy bien mantener sus vidas de Sunset Harbor y de Nueva York estrictamente separadas, como si tan solo pudiera soportar los absurdos pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.

―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!

―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.

Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.

―Mi señora ―dijo.

Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.

―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?

Daniel se encogió de hombros.

―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.

―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.

Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.

―Por el señor Kapowski.

Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.

―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.

―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.

Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.

―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.

―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?

―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.

Daniel movió las cejas.

―¿Y qué hay de mí?

Emily no pudo contener una sonrisita.

―No me pareces un logro tan importante…

―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más fácil de encandilar del mundo.

Emily se rió y después le plantó un beso largo y opulento en los labios.

―¿A qué ha venido eso? ―dijo Daniel una vez que se hubo apartado.

―A modo de gracias. Por todo esto. ―Señaló el pequeño pícnic que había extendido frente a ellos con la cabeza―. Por estar aquí.

Daniel pareció dudar por un segundo, y Emily supo por qué: era porque nunca podría comprometerse por completo a estar presente. Llevaba el deseo de viajar en las venas, y en algún momento tendría que darle rienda suelta.

¿Y qué había de Emily misma? Ella tampoco había planeado en firme lo de quedarse en Sunset Harbor. Ya llevaba allí seis meses, lo cual había sido mucho tiempo manteniéndose lejos de Nueva York, lejos de su casa y de sus amigos. Y, aun así, en aquel momento, con el sol poniéndose a lo lejos y lanzando rayos rosados y anaranjados por el cielo, no se le ocurría ningún otro lugar en el que prefiriese estar. Tenía la sensación de estar viviendo en el paraíso. Quizás sí que pudiera convertir Sunset Harbor en su hogar, y quizás Daniel querría asentarse con ella. Era imposible adivinar el futuro; tendría que hacer frente a los días según fuesen llegando. Lo mínimo que podía hacer era quedarse hasta que se le acabase el dinero, y si se esforzaba lo suficiente y conseguía que el hostal fuese sostenible, cabía la posibilidad de que aquel día tardase muchísimo en llegar.

―¿En qué estás pensando? ―preguntó Daniel.

―En el futuro, supongo ―contestó.

―Ah ―dijo él, mirándose el regazo.

―¿No es un buen tema de conversación? ―lo interrogó Emily.

Daniel se encogió de hombros.

―No siempre. ¿No es mejor disfrutar el momento sin más?

Emily no estuvo segura de cómo tomarse aquella frase. ¿Era una muestra del deseo de Daniel por marcharse de allí? Si el futuro no era un buen tema de conversación, ¿se debía a que ya había previsto los corazones rotos que los esperaban más adelante?

―Supongo ―dijo Emily en voz baja―. Pero a veces es imposible no pensar en lo que habrá más adelante. No hay nada de malo en hacer planes, ¿no te parece? ―Estaba intentando animarlo con suavidad, hacer que le ofreciera algo de información, cualquier cosa que la hiciera sentir más segura en su relación.

―En realidad no ―fue la respuesta de Daniel―. Me esfuerzo mucho por mantener mi mente siempre en el presente, por no preocuparme por el futuro ni obsesionarme con el pasado.

A Emily no le gustaba la idea de que Daniel se preocupase por el futuro de ambos, y tuvo que contenerse para no exigir exactamente qué era lo que le preocupaba.

―¿Y hay mucho de lo que obsesionarse? ―preguntó en su lugar.

Daniel no le había hablado mucho de su pasado. Emily sabía que había viajado bastante, que sus padres estaban divorciados, que su padre se había dado a la botella y que Daniel consideraba al padre de Emily responsable de otorgarle un futuro.

―Oh, sí ―dijo éste―. Muchísimo.

Volvió a guardar silencio. Emily quería que continuase hablando, pero notó que aquello no era algo que Daniel pudiese hacer. Se preguntó si él sería consciente de lo mucho que ansiaba ser la persona ante la que se abriese.

Pero con Daniel, todo giraba alrededor de la paciencia. Hablaría cuando estuviese listo, si es que llegaba a estarlo algún día.

Y si aquel día llegaba, Emily esperaba seguir estando allí para escuchar.

Por y Para Siempre

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