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Capítulo 9

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La primavera es éxtasis.

Florecer es un acto de amor.

(Anónimo)

Antes de abandonar la ciudad Lucia se fue al palacio episcopal para despedirse de Monsignore Piersimone Ghislieri, que se alegró de recibirla en la sala de audiencias.

―Mi querida condesa, estoy muy feliz de veros ―dijo tendiendo la mano anillada hacia la joven postrada a sus pies. ―Venga, venga, alzaos y decidme. ¿Hay novedades de vuestro prometido? ¿Se sabe cuándo volverá? ¿Cuándo podré uniros en matrimonio?

―Cuántas preguntas, Vuesa Eminencia. Si tuviese las respuestas sería feliz compartiéndolas con vos. Por desgracia, mis informadores me han dicho que Andrea ha sido enviado el otoño pasado a combatir en los Países Bajos para ayudar a los soldados franceses en la sucia guerra contra Carlo V d'Asburgo. El invierno ha sido largo y de Andrea y de sus compañeros de armas no se ha sabido nada más. Pero mi corazón me dice que está vivo.

―Por lo que yo sé, los franceses están llevando la peor parte, tanto que nuestro Papa Clemente VII, para no ser arrollado por los acontecimientos, está intentando tejer una posible alianza con el Emperador con el fin de proteger el Estado de la Iglesia.

―¿De verdad? ¿Y en el resto de Italia, nuestro bien amado Papa no piensa? Si actúa así le estaría abriendo el camino a los lansquenetes que incluso podrían llegar hasta Milano, saquearla, y desde allí llegar hasta Firenze y hasta Roma. ¿Y los nuestros, que están ayudando al ejército francés, qué fin tendrán?

―Debemos confiar en nuestro Santo Padre. Veréis, todo saldrá a la perfección. Pero decidme el motivo que os ha traído a verme. No creo, Condesa Lucia, que hayáis venido aquí a hablar de la guerra y de política. ¿Entonces? ―y el cardenal se puso en posición de escuchar, mirando a la joven de reojo, con mirada perspicaz.

Lucia enrojeció ligeramente, sintiéndose observada de esa manera por un alto prelado. Intentó disimular la incomodidad, apartando la mirada de los ojos del cardenal y fijándola en las llamas alegres de la gran chimenea.

―Durante unos días estaré fuera de Jesi y, por lo tanto, no podré continuar, como he hecho hasta ahora, con el gobierno y la administración de la ciudad. Así que, en mi ausencia, devuelvo estas funciones, que con tanta confianza me habéis encomendado en su momento, a vuestras manos. Está claro, hasta que yo vuelva.

―Bien, no tengo ningún problema con esto, aunque soy más experto en el gobierno de las almas que en las cuestiones materiales y terrenas. Pero, por favor, decidme dónde queréis ir y por cuánto tiempo estaréis ausente. ¿No tendréis la intención de ir con vuestro enamorado a los Países Bajos poniendo en peligro vuestra vida?

―No, no os preocupéis. Mi intención es estar fuera unos cuantos días. Iré hacia los Apeninos y llegaré hasta la abadía de Sant’Urbano. Tengo una misión que cumplir de parte de Bernardino, el impresor. Debo entregar a los frailes benedictinos, hermanos muy queridos por vos, una copia de la Divina Comedia hecha por mi querido amigo tipógrafo y enriquecida con las ilustraciones diseñadas por las manos de los mismos monjes. Aprovecharé la ocasión para aislarme unos días para meditar, rezar y hacer penitencia. Después del largo invierno transcurrido lo necesito.

―Perfecto, mi querida condesa. No quiero obstaculizar de ninguna manera vuestra voluntad. Pero permitidme que os acompañen algunos hombres de mi confianza. Os harán de escolta y yo me sentiré más tranquilo.

Lucia, que no tenía ninguna intención de ser controlada día y noche por los soldados del cardenal, hizo como si se lo pensara un poco, luego volvió a hablar.

―Os lo agradezco, Vuesa Eminencia ―y Lucia se agachó un poco para coger la mano del purpurado y besar el anillo para despedirse ―Ya le he dado orden a cuatro de mis hombres para que preparasen los caballos y las provisiones. Estoy bien escoltada. No os preocupéis por mí.

Como es lógico, al día siguiente por la mañana muy temprano, incluso antes del alba, Lucia impartió instrucciones a las institutrices de las niñas, despertó al mozo de cuadra, hizo ensillar a Morocco y se marchó al galope, sin ninguna escolta y sin provisiones.

Llegó a la abadía de Sant’Urbano a última hora de la tarde. El aire era fresco. A pesar de que lucía el sol, las montañas de alrededor todavía estaban cubiertas de nieve. Subiendo por Esinante hacia la abadía, Lucia se paró en una amplia llanura salpicada de flores de colores. La característica de estas flores, llamadas crocus14 , era la de surgir en los prados de montaña justo después del deshielo. Los estigmas de los crocus eran muy buscados por las amas de casa y las curanderas. Las primeras, de las plantas cultivadas que florecían en otoño, extraían el azafrán, óptimo condimento de color amarillo rojizo para hacer sabrosos ciertos platos especiales. Las curanderas aprovechaban, en cambio, las propiedades medicinales de las flores campestres que, en la naturaleza, brotaban en primavera. Los estigmas de éstas últimas eran secados en cuanto eran recogidos y luego conservados en frascos de vidrio bien cerrados. El crocus, además de tener propiedades digestivas, sedativas y tranquilizantes, podía, de hecho, resultar tóxico, sobre todo si se tomaba en dosis elevadas o si los estigmas no habían sido secados como se debía, según las reglas transmitidas de madre a hija. Por lo tanto, una vez satisfecha de su recolección, Lucia se montó rápidamente en su caballo para llegar a la abadía. Entre otras cosas había pedido al prior, Padre Gerolamo, poder utilizar el secadero que sin duda había en el convento. Pero, en cuanto llegó al sitio, lo primero que le saltó a la vista, y que hizo que pasase a un segundo plano el resto, fue la carreta de Padre Ignazio Amici, abandonada en el patio. Es verdad, estaba recubierta de una hermosa capa de polvo, como demostrando que llevaba allí mucho tiempo. Pero el hecho de que Padre Ignazio pudiese llegar de un momento al otro, la angustiaba muchísimo.

El Prior, muy probablemente, había vislumbrado desde la ventana de su celda a la damisela titubeante en el patio de la abadía. Así que había salido para ayudarla a descender del caballo y para darle la bienvenida.

―Mi señora, me siento realmente honrado con vuestra presencia. Pero, decidme, ¿cómo habéis llegado hasta aquí, en esta estación tan mala y, para colmo, sola, sin ningún tipo de escolta? ¿No es poco prudente para una dama deambular como hacéis vos?

―Bueno, ahora que veo esa carreta, algún temor si que tengo.

―No os preocupéis ―sonrió Padre Gerolamo ―Si os referís a Padre Ignazio Amici, creo que ya no tendremos más relación con él y con sus manías inquisidoras. Hace un año y medio, después de haber escenificado aquella farsa de proceso en el Colle dell’Aggiogo, desapareció y nadie ha sabido nada más de él. Pero os aseguro que no está dando vueltas por estos bosques como un lobo. Alguien antes o después lo habría visto. Yo mismo he investigado y he encontrado rastros inconfundibles que me han convencido de que nuestro hermano Ignazio, el mismo día de las innobles ejecuciones, cayó en una trampa, precipitándose en el interior de un manantial sulfuroso. ¡Satanás lo ha reclamado y ha ido derecho al infierno!

―Bien, aunque no deseo la muerte de nadie, ni siquiera de mi enemigo más acérrimo, esta noticia me tranquiliza. Pero hablemos de los motivos de mi visita.

―Ciertamente, pero no aquí, señora. Está comenzando a hacer frío. Venid conmigo, vayamos a la biblioteca. Conversaremos delante de una hermosa chimenea.

La biblioteca era, por sí misma, un ambiente cálido y confortable. Las paredes estaban casi en su totalidad recubiertas con estanterías llenas de libros. Cada sección estaba marcada con una letra del alfabeto, indicando la inicial del título de los textos allí conservados. Algunos frailes trabajaban en absoluto silencio sentados en algunos escritorios, dispuestos en el centro de la habitación. Una gran chimenea desprendía luz y calor por todo el amplio salón. A una señal del Prior, los amanuenses pusieron en orden sus instrumentos y se marcharon, uno tras otro. En fin, Lucia quedó a solas con Padre Gerolamo. Lo primero que hizo fue darle el valioso tomo que le había confiado Bernardino. El Prior lo agradeció, primero husmeándolo, para sentir el olor del papel impreso, luego ojeando algunas páginas y, en fin, parándose ante algunas de las ilustraciones.

―¡Un magnífico trabajo! ―dijo mientras se dirigía hacia la sección de la biblioteca señalada con la letra D. ―Dad las gracias a vuestro amigo tipógrafo. Pocos en el mundo saben trabajar como él.

―Es él quien os da las gracias. Sin vuestro trabajo, su obra tendría un valor muy escaso. Y es por esto por lo que quería daros la primera copia que ha impreso.

―Me siento halagado y también mis hermanos lo estarán. Pero hablemos de nosotros. Dentro de poco tiempo caerán las tinieblas e imagino que necesitáis hospitalidad. No tenemos monjas aquí en Sant’Urbano, por lo tanto deberé haceros preparar una habitación para pasar la noche en la hospedería. Espero que no tengáis miedo a estar sola.

―No os preocupéis, estoy muy cansada y dormiré como un lirón. Y además sólo se trata de una noche. Mañana por la mañana me volveré a poner en marcha. Haré una visita de cortesía al sindaco Germano degli Ottoni y volveré a Jesi antes de mañana por la noche. Pero todavía querría pediros un par de cosas. Ante todo me gustaría rezar y, por lo tanto, os pediría poder participar en la plegaria de vísperas junto con vuestros hermanos.

―Esto no es un problema. Recitamos la oración vespertina en la iglesia y siempre hay algunos fieles que asisten. Tomad un puesto en la nave central y rezad al Señor como mejor os parezca. Hay también padres confesores, si queréis aprovechar la ocasión. ¿Tenéis alguna otra petición, mi Señora?

―Sí, si me lo permitís. El último favor que querría pediros es el de dejarme secar los estigmas de los crocus que he recogido esta mañana. Sabéis perfectamente que deben ser secados lo antes posible para aprovechar sus propiedades medicinales.

―Por desgracia, no puedo complaceros en esto. El hermano que se encargaba de la farmacia era muy anciano y se ha muerto hace algunos meses. No hemos podido todavía sustituirlo y, por lo tanto, no hay nadie que sea capaz de utilizar el instrumental que le pertenecía.

Lucia estaba a punto de pedir poder hacer ella misma el trabajo pero, consciente de que su petición hubiera sido muy incómoda para el Prior, se contuvo. Debería encontrar una solución alternativa para secar los estigmas antes de volver a Jesi. No sabía cómo, pero ya se le ocurriría algo.

―Bien, gracias, lo entiendo. Dadme, por lo menos, algunos tarros de vidrio para conservarlos de manera adecuada.

―Muy bien, Señora, por eso no os preocupéis. Después de vísperas, podéis tomar la cena en el refectorio con nosotros y, al final de la comida, nuestro hermano custodio os entregará los frasquitos que necesitáis.

―Os lo agradezco mucho, Padre, y antes de irme no dejaré de conceder un generoso regalo a vuestro convento.

Más que en los rezos y en los frascos de vidrio los pensamientos de Lucia estaban concentrados en intereses bien distintos, incluso mientras estaba hablando con el prior. Era perfectamente consciente de que aquel día, 21 de marzo, ocurría el equinoccio de primavera, pero la noche que estaba a punto de llegar sería aún más mágica por la circunstancia astral que prevía tanto el novilunio como la entrada del sol en la constelación de aries. En su cabeza resonaba una frase que a menudo su abuela le había repetido: La luna nueva en Aries trae el fuego sagrado del amor que nos hará a todas libres.

Así que, una vez que quedó sola en la habitación de la hospedería, se asomó a la ventana varias veces para admirar la cúpula celeste, que se presentaba a sus ojos como una alfombra de estrellas luminosas, en la cual la luna no se veía, pero su presencia se intuía como un disco oscuro evidente en un punto concreto del cielo. Recordaba una por una las palabras de la oración que su abuela Elena le había enseñado, para dirigirse a la Tierra, a la Buona Dea.

Hazme libre.

Enciende el Fuego Sagrado y

hazme libre de ser

hazme libre para amar.

Hazme libre y me enseñarás a tener dentro de mí

todos los amores del Mundo.

Sintió un escalofrío a lo largo de la espalda al pensar que cualquiera de los frailes hubiese podido intuir sus pensamientos. La inquisición era una institución muy poderosa de la Iglesia, incluso en aquellos lugares perdidos, y no era el caso tener que pelear con ellos. Pero ahora el deseo de llegar a Colle d’Aggiogo, el lugar mágico en que en su momento había sido iniciada en el arte del curanderismo y donde le había sido entregado el volumen La chiave di Salomone para que fuese su guardiana, era demasiado fuerte. A fin de cuentas, ¿qué había de malo, una vez llegada allí arriba, en encender una hoguera, quizás con el fin de secar al calor de la misma los estigmas del crocus, recitar la plegaria a la Buona Dea y celebrar de esta manera el equinoccio de primavera de manera digna, aunque en solitario? Podría volver al monasterio antes del alba, antes de la plegaria matutina de los monjes y nadie se daría cuenta de nada.

Cuando estuvo segura de que todo estaba tranquilo, cogió los frasquitos con el crocus y salió al frío cortante de la noche, llegó hasta su caballo, lo soltó y, para no hacer ruido, lo condujo a pie durante un buen trecho, luego saltó a la silla y subió por la cuesta que, superados los pequeños poblados de Poggio y de Frontale, conducía a Colle dell’Aggiogo.

La llanura que había delante, la que eran las ruinas de la casa de Alberto y Ornella, estaba iluminada de manera tenue por la claridad azulina emanada por las estrellas. La cúpula celeste era atravesada por la Vía Láctea y Lucia reconocía perfectamente las principales constelaciones, el Pequeño y el Gran Carro, Orión, Tauro, el Auriga, el Can Mayor, etc. El lugar recordaba demasiado a Lucia los trágicos acontecimientos de los que había sido escenario más o menos dos años atrás, así que decidió seguir hasta la cumbre de la colina. Localizó un claro tranquilo, ató a Morocco a un árbol, recogió leña y encendió la hoguera. En poco tiempo las llamas se elevaron alegres, dispersándose hacia lo alto en miles de pavesas. La joven dispuso los crocus cerca del fuego y se concentró en las llamas que, por momentos, asumían formas y tonalidades diversas.

Las pavesas convierten todo lo que es invisible e irreal en visible y real.

Ahora el rostro de Lucia estaba iluminado por las llamas y todavía más vivo por su luz. La muchacha, inmersa en sus pensamientos y en sus meditaciones, ni siquiera se dio cuenta de las mujeres jóvenes que, poco a poco, se estaban acercando a la hoguera y que, cogiéndose de la mano, se habían unido a sus meditaciones.

Todo es amor, y el amor libera todo y a todos y nos hace libres.

Lucia escuchó llegar estas palabras a sus oídos, de manera amortiguada, casi como si fuesen pronunciadas en voz baja por ella misma. Luego miró a su alrededor y se vio circundada por al menos una decena de muchachas que, al calor de la hoguera, habían comenzado a desvestirse hasta quedar desnudas, formando un círculo alrededor del fuego. Echó más leña al fuego para reavivar las llamas y aumentar la altura y sintió también el instinto de liberarse de los vestidos.

El ariete nos envuelve con su abrazo. Nos invita a abrazar, a sentir el achuchón, a sentir el corazón que explota de felicidad en el pecho.

Declamando estas palabras, cogió de la mano a dos de las jóvenes cercanas a ella, invitando a las otras a hacer lo mismo para unirse en un círculo alrededor de la hoguera.

Nos merecemos a nostras mismas.

Nos debemos amar a nosotras mismas.

Nosotras debemos curar dando amor y amor.

Curar es liberar el amor que tenemos dentro

y liberar la fuerza que sentimos dentro.

Es el momento de florecer y de saborear el aire fresco y lleno de amor.

Las muchachas, ahora, doce en total, incluida Lucia, danzaban en círculo cogidas de la mano, completamente desnudas, a la luz del fuego y de las estrellas.

En esta Luna Nueva, que trae cambio

y aprendizaje, debemos solamente abrazarnos entre nosotras

y ser capaces de amar hasta el fondo.

El ariete trae como regalo el fuego del amor.

En ese momento, el círculo se rompió y, de dos en dos, las muchachas se dejaron caer al suelo, comenzando a acariciarse entre ellas, los cuerpos empapados de sudor, que brillaban ante las llamas. Manos que acariciaban caderas, lenguas que buscaban erectos pezones, labios rojos como el fuego que besaban generosas vaginas. La tierra acogía jadeos y gritos discretos, a medida que cada una de las jóvenes llegaba al sumo placer. Luego se cambiaba de compañera y recomenzaba el rito. Lucia había alcanzado el orgasmo ya tres veces, cuando se dio cuenta de que el fuego estaba disminuyendo, la luminosidad de la cúpula celeste se estaba atenuando y que, hacia el este, se comenzaba a ver la claridad que presagiaba un nuevo día. Se dio cuenta de que se había quedado sola, que a su lado no había nadie. ¿Sería posible que hubiese imaginado todo? ¿Sería posible que, presa de un trance incontrolable, hubiese sólo practicado el auto erotismo, estimulada por el calor del fuego? ¡No importaba! La noche había sido maravillosa, su cuerpo había gozado, se había fundido con algunos de los elementos de la naturaleza, con el fuego, con la tierra, con el aire, con el agua, ahora sentía discurrir el riachuelo que estaba allí cerca. En definitiva, estaba en paz consigo misma. También los crocus se habían secado perfectamente y podían ser utilizados para fines curativos. Pero ahora debía darse prisa y volver al convento. O decidir no volver en absoluto, para evitar que los frailes, sobre todo el Prior, sospechase de ella y de su comportamiento. No era propio de una doncella dar vueltas por el bosque una noche de luna nueva, sobre todo si coincidía con el equinoccio de primavera. ¡Sería tachada de bruja enseguida!

Por lo tanto, recogió sus cosas, recuperó su caballo y se dirigió hacia el centro poblado de Apiro. Mejor contar al Prior que había partido muy temprano para no molestar a los frailes. A fin de cuentas, Germano degli Ottoni, a cuya casa se estaba dirigiendo, confirmaría la versión de los hechos, en el caso de que alguien tuviese una sombra de duda. Pero quizás eran precauciones del todo inútiles.

Bajo El Emblema Del León

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