Читать книгу Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli, Stefano Vignaroli - Страница 8

Capítulo 2

Оглавление

La fortaleza de los príncipes de Carpegna era un refugio seguro, debido a la inaccesibilidad del lugar, encastrado como estaba en un contrafuerte rocoso, superpuesto a un burgo de pocas casas en el Monte della Carpegnia. Ya habían pasado un par de meses desde el memorable 27 de marzo de 1523, día en el que Andrea había sido herido de gravedad, durante un torneo caballeresco, a manos del vil Masio da Cingoli. Era obvio que aquel sentía envidia de su posición y deseaba su muerte, o por lo menos una grave incapacidad, para ganarse al Duca della Rovere y ocupar su lugar. Y lo había intentado de todas las maneras pero le había salido mal. Andrea había sabido, sólo a continuación, que ese mismo día, el mismo 27 de marzo, el Papa Adriano VI había firmado la bula que garantizaba la legalidad de la posición de Francesco Maria della Rovere, confirmando a su favor cada una de las concesiones hechas por los papas precedentes y anulando la sentencia de Leone X que asignaba los territorios de Urbino y Montefeltro a los Medici. El Duca había sido reintegrado a su posición y se le habían restituido sus territorios, por un tributo anual de 1340 florines por el Ducado de Urbino, 750 por la ciudad de Pesaro y 100 por Senigallia. Sólo San Leo y Maiolo, donde se habían reunido, entre enero y febrero de 1523, las tropas de Giovanni De’ Medici, más conocido como Giovanni dalle Bande Nere, permanecían bajo el dominio de los Medici, para hacer de amortiguador entre las tierras feltresque y las mediceas.

Andrea se había recuperado muy lentamente, ya fuese por la grave pérdida de sangre sufrida, ya fuese porque le habían herido de nuevo en un brazo ya lesionado durante el saqueo de Jesi. Había esperado, al abrir los ojos después de unos días de agonía, encontrar a su lado a su amada Lucia, como había sucedido cuando había sido herido unos años antes. En cambio, la única presencia que advertía era la de un fraile franciscano, que se afanaba con decocciones y emplastos, de los que Andrea estaba seguro que él ignoraba las propiedades curativas. A lo mejor había sido enseñado de esa manera por la condesa que, al no poder permanecer a su lado, había confiado al fraile sus remedios. De hecho, estaba impresa en su mente la imagen inconfundible de los ojos de Lucia, entrevistos a través de la visera de una celada antes de perder el conocimiento. ¿Pero podía estar seguro de eso? ¿O era sólo su imaginación que se lo quería engañar? Claro, la imaginación de una persona que lleva sobre ella el miedo a la muerte, que le hace tergiversar la realidad a favor de ideas más amables. De todas formas, daba igual cómo hubiera sucedido, ahora estaba mejor. El hombro seguía produciéndole unos dolores punzantes pero era el momento de recuperarse totalmente y lo primero en que pensó fue en la venganza contra Masio. La venganza es un plato que se sirve frío. Y él había tenido todo el tiempo para pensar en cómo actuar.

Estaba recuperando las fuerzas poco a poco y los lugares altos del Monte Carpegna eran ideales para cabalgadas tranquilas y restauradoras. No había miedo a las emboscadas, ya que el horizonte estaba totalmente despejado y no permitía a nadie acercarse a escondidas. Por lo tanto, con el fin de reponer el alma y la musculatura, Andrea, habitualmente, ensillaba una cabalgadura tranquila a primeras horas de la mañana y salía al aire puro y fresco que sólo la montaña le podía ofrecer. Cada día se sentía más fuerte y más seguro de sí mismo, aunque todavía le dolía el hombro. Pero él hacía de tripas corazón, intentaba resistir como si no pasase nada, y en poco tiempo el dolor se derretía como la nieve ante el sol. Deseaba reponerse totalmente, para reencontrarse con su amada y en su ciudad, para poner en marcha la promesa de matrimonio pero también para recuperar el gobierno de su ciudad. Y en virtud de lo que le había sido concedido por el Duca della Rovere, podía exigir todo eso por derecho propio. Ya no era el simple hijo de un mercader, dado que había sido nombrado por el pueblo de Jesi como su capitán. Ahora era un noble, un Marchese, con muchas tierras, aunque fuesen ásperas tierras de montaña, y además había caído en gracia al Duca de Urbino. Es verdad, le debía obediencia a éste último, pero se sentía capaz de volver a Jesi con plena autonomía. A pesar de estar inmerso en estos pensamientos, no pudo dejar de advertir a lo lejos la nube de polvo levantada por un manipulo de hombres a caballo que estaba subiendo el camino de tierra que conducía a la fortaleza.

Oyó a lo lejos las llamadas de los centinelas desde los parapetos. Aunque las voces no parecían tener un tono alarmado, se disparó un cañonazo para advertir de la llegada de un posible enemigo. Luego, las campanadas hicieron comprender a Andrea que no había ningún peligro, que quien se aproximaba no lo hacía en actitud de combate. Cuando el grupo comenzó a distinguirse mejor, observó a un caballero con una actitud más orgullosa, sobre un caballo que superaba en altura al resto de las cabalgaduras, montadas por soldados con armaduras ligeras. Los colores eran los de los Medici.

Giovanni dei Medici, dijo Andrea para sus adentros, el famoso y conocido Giovanni dalle Bande Nere, o mejor dicho Ludovico di Giovanni De’ Medici, repudiado oficialmente por su familia por ser hijo ilegítimo de Giovanni il Popolano, pero, de todas maneras, todavía ligado a la familia. ¿Por qué razón habrá venido hasta aquí? ¿Se habrá enterado de mi presencia? ¿Habrá venido a retarme? ¿Querrá recuperar los territorios del Alto Montefeltro para su familia?

La inesperada llegada preocupaba un poco a Andrea, también porque, en un posible encuentro con los esbirros de los Medici, sólo tendría de su parte a unos pocos hombres al servicio de los Conti di Carpegna. Y eran muy poca cosa con respecto a la fama que acompañaba a los mercenarios del Capitano Giovanni dalle Bande Nere. Se volvió hacia la fortaleza, pensando que era mejor parlamentar con el Medici entre muros seguros y acompañado por hombres de su confianza, cuando vio que ya los condes de Carpegna, los hermanos Piero y Bono, habían salido a la carrera y estaban cabalgando hacia él para echarle una mano. Seguro de tener las espaldas protegidas, se volvió hacia los probables enemigos, que ahora ya estaba a unos pasos de él. Andrea posó la mano en la empuñadura de la espada, asegurada a la silla de su cabalgadura, estrechándola, preparado para desenvainarla ante cualquier señal de hostilidad por parte de los recién llegados. Dalle Bande Nere levantó un brazo, haciendo una señal a los suyos para que se parasen, luego, de un salto, bajó del caballo y se acercó andando mientras mantenía los brazos abiertos y levantados. El gesto era evidente y Andrea se tranquilizó, separando la mano del arma y bajando, a su vez, del caballo. Cuando estuvo a pocos pasos de él, el hombre hizo una profunda reverencia. Andrea se quedó observándolo, lo miró de arriba a abajo, intentando comprender cómo era posible que aquella persona, aparentemente tranquila, tuviese una fama de guerrero despiadado. Era un hombre joven, de unos veinticinco años, el rostro adornado con una barba cuidada, no demasiado larga. Los cabellos, oscuros y cortos, se veían perfectamente gracias al hecho de que el capitán no llevaba ningún tipo de celada y encuadraban un rostro redondo aparentemente sereno. El hombre ni siquiera era alto, visto así sobre el suelo. Muy probablemente intentaba cabalgar animales altos y potentes para sobrepasar a quien estaba a su alrededor. Vestía un jubón color tierra quemada, con las cinco bolas rojas y el lirio de tres puntas bordados en la parte delantera, que simbolizaban la fidelidad a su familia de origen.

―Es un honor para mí veros aquí, messere ―dijo Andrea esbozando, a su vez, una reverencia a modo de saludo, ansioso por conocer el motivo de la inesperada visita. ―Así pues, ¿puedo saber que os ha obligado a moveros desde la fortaleza de San Leo, vuestro baluarte indiscutible, hasta el Monte della Carpegnia, que representa para vos un sitio traicionero y lleno de peligros?

Giovanni hizo un gesto de burla y sonrió de oreja a oreja, a continuación, Andrea, lo vio acercarse más hacia él, hasta ponerle una mano sobre el hombro, casi como un gesto de amistad. ¿Hacia él? ¿Hacia una persona que consideraba su enemigo? ¿Debía esperarse una encerrona? No había que fiarse demasiado. Andrea se puso rígido y el otro bajó su brazo, luego comenzó a hablar.

―Traigo buenas noticias para vos, quizás menos buenas para mí ―dijo el Medici ―El Duca di Urbino se ha aliado con el nuevo Papa...

―Me estáis contando algo de lo que ya estoy al corriente. ¡El tratado con Adriano VI ha ocurrido hace un par de meses!

En la boca del interlocutor se estampo de nuevo una sonrisa.

―No me interrumpáis, dejadme terminar. No hablo del Papa que, creo que todavía por poco tiempo, se sienta sobre el escaño pontificio. Hablo del obispo de Firenze, de Giulio De’ Medici, que muy pronto conseguirá el puesto que le corresponde. Se dice que Adriano Florensz tiene una salud muy delicada y que le queda poco tiempo de vida. Si el Buen Dios no lo reclama a su lado deberá, de todos modos, renunciar dentro de poco a su cargo. El papado volverá a la casa de los Medici.

―¿Y vos estáis aquí para hacerme creer que mi señor, el Duca della Rovere, desde siempre acérrimo enemigo del linaje al que pertenecéis, se ha puesto de acuerdo en secreto con el obispo de Firenze incluso antes de tener la certeza de que será elegido para el solio pontificio? ¡Por favor!

―¡Creedme! Para demostraros mi buena fe os he traído un regalo que sé, con toda seguridad, que os gustará.

Con un chasquido de dedos Giovanni hizo una señal a uno de sus esbirros, que se había quedado a unos pasos, para que se aproximase. Éste último saltó al suelo y se acercó, yendo a posar cerca de su señor una gran cesta de mimbre. Luego hizo una reverencia y volvió atrás sobre sus pasos. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Todos se quedaron en silencio, incluso los Conti di Carpegna se habían parado a una distancia respetuosa y estaban a la espera de cómo se desenvolverían los acontecimientos. El único ruido que se sentía era el vibrar de los estandartes que se desplegaban bajo el empuje del viento. Giovanni destapó la cesta y agarró el macabro contenido, mostrándoselo a Andrea. Un cabeza decapitada limpiamente por el cuello, todavía goteante de sangre, los cabellos enganchados entre los dedos de aquel que con el brazo estirado la estaba exhibiendo orgulloso delante de sus narices. Andrea contuvo a duras penas una arcada pero reconoció a quién había pertenecido en vida aquella especie de trofeo.

―¡Vuestro peor enemigo, Messer Franciolini! ¡Masio da Cingoli! Como podéis ver, me he tomado la molestia de asegurarme de que no os diera más la lata. ¡Deberíais estarme agradecido!

―En honor a la verdad tenía otros planes con respecto a él. Habría contado los hechos al Duca della Rovere, por medio de una carta, cuyo contenido ya tenía pensado, reclamando un proceso justo para este malhechor. El último de mis deseos era el de matarlo sin la intervención de la justicia. Si lo hubiese hecho me hubiese puesto a su altura. ¡Que no se diga por ahí que el Marchese Franciolini es un bellaco!

―Siempre lo habríais podido retar a un duelo, pero visto que otra persona ha pensado en ello, habéis salvado el honor y os podéis considerar satisfecho ―y hablando de esta manera Giovanni dalle Bande Nere tiró con desprecio la cabeza de Masio al suelo, cerca de los pies de Andrea, volviendo a hablar a continuación, antes de que Andrea le pudiese responder. ―Pero todavía hay más, y esto es una buena noticia para vos. Mis hombres y yo estamos abandonando San Leo. Dados los términos de la alianza entre los Medici y el Duca della Rovere, ya no hay nada que temer por estos lugares. En los próximos días las comunidades de San Leo y Maiolo volverán bajo vuestra jurisdicción. Se reclama nuestra presencia en Brescia. Parece ser que los lansquenetes se han movido de Bolzano y llaman a las puertas de esta ciudad. Los Gonzaga de un lado y los Visconti-Sforza del otro, se sienten en peligro, ya que el grueso de las fuerzas venecianas están ocupadas en Dalmacia en estos momentos rechazando los ataques de los otomanos. Della Rovere, él solo, no consigue mantener a raya a esta soldadesca y nadie quiere que, detrás de ellos, llegue el ejército de Carlo V d'Ausburgo amenazando una ciudad como Milano, Firenze, o aún peor, Roma. ¡Son necesarios mis mercenarios y, nuestro común amigo, Francesco Maria, lo ha entendido a la perfección!

Si no estuviese en estas condiciones, seguramente el Duca me habría llamado junto con mis hombres para combatir a su lado, antes que a este sanguinario con la cara de un ángel, se dijo Andrea para sus adentros, guardándose bien de expresar este pensamiento. Pero, a fin de cuentas, quizás en este momento es mejor así. Con los Medici fuera, estos territorios estarán tranquilos por el momento y yo podré, en cuanto me sea posible, volver a entrar en Jesi y casarme con la condesa Lucia.

Lanzó una última mirada a la cabeza de Masio, sintió un poco de pena, la recogió y la volvió a meter en la cesta, cerrándola con la tapa, luego se dirigió a Giovanni.

―Me alegro por vos, Messer Ludovico ―y enfatizó este nombre, consciente de que no le gustaba nada a la persona que tenía delante que lo llamasen así. ―Os estoy muy agradecido y os deseo buena suerte.

Dicho esto, se volvió, saltó sobre el caballo, llegó hasta Piero y Bono, que habían permanecido como silenciosos espectadores hasta ese momento, y volvió a la fortaleza con ellos a su lado, espoleando a la cabalgadura para que fuese más rápido.

―¡Un fanfarrón, sin ninguna duda! ―dejó escapar Piero di Carpegna.

―¡Justo! ―respondió Bono.

―Olvidaos ―intervino Andrea ―Ya no nos molestará y esto es lo más importante. Es más, haced que recojan la cesta con la cabeza de Masio. Quiero que se le dé una digna sepultura. Realmente no soporto que alguien se haya arrogado el derecho de hacer justicia en mi lugar y no quiero que se diga que he aceptado con gusto la ejecución sumaria de ese bellaco. Bellaco era en vida y bellaco se queda. ¡Pero yo no soy como él!

―¡Es verdad! ―respondió Piero ―Tenéis un alma noble y generosa y todos nosotros lo apreciamos. Nos aseguraremos de reunir los restos mortales de Masio. Es más, mandaremos a alguien a buscar el resto del cuerpo, después de que Giovanni dalle Bande Nere haya abandonado San Leo.

Bajo El Emblema Del León

Подняться наверх