Читать книгу Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli, Stefano Vignaroli - Страница 16
Capítulo 10
ОглавлениеCon la impresión de ser espiados a cada momento durante su recorrido, Andrea, Fulvio y Geraldo llegaron a Ferrara cuando ya era bien entrada la noche. Habían iluminado el camino con las antorchas, sobresaltándose ante el mínimo ruido. Sólo la visión de la imponente silueta del castillo estense consiguió calmar sus ánimos. En efecto, desde el poblado de Pallantone a Ferrara no habían encontrado ni un alma pero el temor de toparse de nuevo con bandas de lansquenetes había invadido sus ánimos durante todo el trayecto. El castillo de San Michele era un enorme baluarte, circundado por un impresionante foso, hecho erigir hacía más o menos siglo y medio por voluntad del Marchese Niccolò II. Andrea y sus compañeros entraron a la carrera por la puerta principal, encontrándose en el patio interno de la fortaleza. No fueron interceptados por los guardias sólo porque éstos últimos habían sido avisados de su llegada por el Duca Alfonso en persona. De lo contrario los tres hombres armados, que atravesaban el puente sobre el foso para llegar al interior de la fortaleza hubieran sido un blanco fácil para las flechas de los guardias de las almenas. De hecho, aunque la puerta estaba abierta, toda la fortaleza estaba bien custodiada por centinelas, presentes en gran número en las torres y en los caminos de ronda.
Alfonso I d’Este tenía 47 años pero demostraba muchos más, quizás extenuado por su vida matrimonial con Lucrecia Borgia, de la que había tenido siete hijos, de los cuales tres habían muerto a corta edad, y por una grave herida recibida en el año del Señor de 1512 en la defensa de Cento. Recibió a Andrea en la sala de audiencias, vestido perfectamente con una zamarra15 de terciopelo rojo, ceñido a la cintura con un elegante cinturón de seda y sobrepuesta por un manto de armiño. En el cuello el Duca resaltaba un gran collar metálico finamente labrado, con un colgante donde estaba representada la efigie de su difunta esposa, Lucrezia, muerta de parto en el año 1519. También Isabella Maria, la hija nacida en esta desafortunada ocasión, había muerto a los dos años de edad. El Duca tenía fama de guerrero, tanto que, durante las audiencias, como en ese momento, llevaba la espada envainada sobre su flanco izquierdo, con la empuñadura que salía del cinturón de manera evidente. Por la otra parte, a la derecha, una talega de cuero que le servía para llevar dinero contante para utilizar cuando fuera necesario. Alfonso I d’Este no era sólo un gran experto en técnicas balísticas sino también un maestro de artillería, un metalúrgico y un fundidor de cañones, tanto era así que era llamado el Duque Artillero. En el año 1509, durante la batalla de Polesella, los cañones del ducado de Ferrara, fundidos bajo su supervisión, habían conseguido desmantelar una flota veneciana que había remontado el Po para llegar a la ciudad estense. El Duca y sus artilleros había esperado que una providencial crecida del Po elevase las naves hasta la línea de tiro de los cañones, luego habían hecho fuego, destruyendo gran parte de la flota. En su momento, la derrota naval de la república veneciana por parte de un ejército terrestre había producido una gran impresión y había favorecido la reconciliación entre la Serenissima y la ciudad de Ferrara. Recientemente el Duca había puesto a punto una nueva técnica de fabricación de la pólvora negra, usada por él para la creación de una nueva arma mortífera, llamada granada, que había sustituido a los proyectiles explosivos. La granada, lanzada por medio de armas de fuego, cañones o bombardas, se activaba al contacto con el suelo. La pólvora negra de su interior explotaba y la deflagración esparcía materiales a su alrededor, como esquirlas y fragmentos metálicos, destinados a herir al enemigo.
El Duca, con los ojos cansados y enrojecidos, invitó a Andrea a acercarse y, al mismo tiempo, llamó a su lado a otro hombre, que apareció pavoneándose desde una puerta secundaria. Con no poca sorpresa Andrea reconoció a Franz, el lansquenete con el que se había enfrentado unas horas antes. El hombre se puso al lado del Duca con una sonrisita estampada en el rostro. Andrea, a su vez, lo miró de mala manera. Pero debía poner al mal tiempo buena cara y esperar a que fuese el Duca Alfonso quien le dirigiese la palabra.
Con un movimiento de la mano, éste último, hizo sentar a sus huéspedes en la mesa ya preparada. Los sirvientes echaron vino en las copas y luego se marcharon, dejando al terceto a solas.
―Hoy es un día de suerte para mí ―empezó el Duca alzando la copa y saboreando el vino. ―Casi al mismo tiempo, uno desde el norte, y otro desde el sur, han llegado a Ferrara, ante mí, dos valientes guerreros, es más, me atrevería a decir, dos valientes condottieri. Venga, estrechaos las manos y haceos amigos porque es mi intención confiaros una importante misión que llevaréis a cabo juntos. ¡Franz de Vollenweider, Signore del Sud Tirolo, os presento al Marchese Franciolini, Signore de las tierras del Alto Montefeltro!
Andrea, pensativo, dio un sorbo al vino, hincando el diente a un trozo de focaccia16 mojada en la salsa del estofado de pintada.
―¿Signore del Sud Tirolo? ―dijo Andrea volviéndose hacia el Duca. ―En el poblado de Pallantone, hoy a la hora de comer, este Signore, me dio la impresión de ser un loco lansquenete más que otra cosa. ¡Ya nos conocemos!
―Ya ―respondió el otro ―¡Si no me equivoco me debéis un hombre y una espada!
―¡Venga, fuera rencores! ―volvió a hablar Alfonso, vaciando la copa de vino y emitiendo un sonoro eructo ―Ahora necesito que os pongáis de acuerdo. Debéis ir en mi lugar a ver a Giovanni dalle Bande Nere, allí arriba en el bergamasco, contándole importantes noticias de mi parte y de parte del Santo Padre.
―Si debéis darle nuevas, ¿por qué no enviarle un mensajero en vez de dos valientes condottieri, como nos habéis llamado hace poco? ―intervino Andrea, llevándose a la boca un buen bocado de pecho de pintada y hablando con la boca llena.
―Dejadme que me explique, Marchese Franciolini. La cuestión es delicada y llegar a Bergamo, es más al pueblo de Caprino Bergamasco, donde está acampado Ludovico di Giovanni de’ Medici con sus soldados de fortuna, no es fácil, es muy arriesgado. Y es por esto que sólo vosotros dos, juntos, podréis llevar a cabo la misión con éxito. Vos, Andrea Franciolini, sois una persona de notable inteligencia y de conocidas dotes diplomáticas. Además de un condottiero, tenéis fama de ser un sabio administrador. Además ya conocéis a Giovanni, que seguramente se fiará de vos. Por su parte, Franz es capaz de mantener a raya a las bandas de lansquenetes que infestan la zona, ya que conoce muy bien sus hábitos y habla su lengua. Creo que podéis conseguir llegar a la zona de Bergamo sin sufrir bajas, algo casi imposible para un mensajero que, aunque fuese escoltado, podría ser degollado sin más.
―Por lo que yo sé, Giovanni dalle Bande Nere está ocupado en dos frentes, es decir que está enfrentándose a dos enemigos distintos ―volvió a hablar Andrea, interrumpiendo otra vez al Duca Alfonso ―En el pasado mes de agosto, fue contratado por los imperiales y está combatiendo contra los franceses y sus miras expansionistas en Italia. Sobre todo está protegiendo Milano, para intentar mantenerla en poder de los Sforza, que son sus familiares por parte de madre. Pero también combate contra los lansquenetes, que aspiran a la misma ciudad por cuenta del emperador Carlo V, porque desde aquí sería fácil expandirse hacia el sur, hacia Firenze y, por lo tanto, hacia Roma. ¡El Asburgo quiere reunirse con sus primos napolitanos, los de Aragón, para tener toda Italia bajo su corona! Pero no puede exponerse demasiado, así que manda por delante un ejército irregular, del que, si es necesario, pueda renegar en cualquier momento.
―Perfecto, veo que estáis bien informado, pero lo que no sabéis, por haber viajado por mar durante unos días, y que representa el acontecimiento más importante, es que hace unos diez días, precisamente el 23 de septiembre, el Papa Adriano VI ha muerto de repente. Y todos nosotros sabemos que será reemplazado por un Medici, por el arzobispo de Firenze. Giulio de’ Medici intentará una posible alianza con los franceses, justo para evitar que el emperador, Carlo V, llegue hasta Firenze y luego a Roma. Por lo tanto, lo que debéis contar a Giovanni es que su tío está dispuesto a pagar todas sus deudas, siempre y cuando comience a pensar en dejar de luchar contra los franceses. Ha conseguido unas hermosas victorias a su costa, rechazando en estos días incluso al ejército suizo, que estaba bajando desde Valtellina para ayudarlos. Pero de ahora en adelante ya no será necesario. Deberá concentrar sus esfuerzos en combatir sólo a los lansquenetes. Dicho esto, dicho todo. ¡Honremos ahora la mesa!
En cuanto el Duca Alfonso batió las manos, las puertas del salón se abrieron de par en par y los siervos volvieron a entrar con una enorme bandeja, donde se exhibía un jabalí entero asado, que fue puesto en el centro de la mesa. Otras bandejas más pequeñas, que contenían verduras y diversas salsas, rodearon en poco tiempo a la primera. Además de vino, en honor de Franz, fue llevada a la mesa también una jarra de un líquido de color del ámbar, espumeante y fresco.
―Endlich Bier! ―exclamó el lansquenete. ―¡Por fin cerveza, y de la buena!
―Bebed y comed todo lo que queráis, amigos míos ―aconsejó el Duca a sus huéspedes. ―Mañana, antes de amanecer, tendréis unas cabalgaduras frescas y partiréis enseguida a Bergamo.
―¿Y mi escolta? ―preguntó Andrea ―¿Fulvio y Geraldo me seguirán en esta aventura?
―No, deberéis ir vosotros dos solos. Me ocuparé yo mismo de que los dos hombres puedan ir a Mantova para reunirse con vuestra compañía y con el Capitano da Mar Tommaso de’ Foscari. Vos mismo, Marchese, en cuanto terminéis la misión, podréis llegar con facilidad a la ciudad de los Gonzaga o, si os apetece, ir con vuestro amado Duca della Rovere al castillo de Sirmione. Ésta última solución os evitará una incómoda y también larga navegación, desde la dársena de Mantova al lago de Benàco, a través de ríos, canales y campos anegados, para más inri a bordo de una nave demasiado grande para maniobrar con agilidad en tales aguas.
―Bien, esto lo consideraré en el momento justo ―respondió Andrea ―Acepto de buen grado una misión que me ha sido requerida por un señor reconocido amigo y aliado del Duca Francesco Maria della Rovere. Pero, ¿qué garantías me ofrecéis de que el aquí presente Franz, una vez que sea llevada a cabo la misión, no se vuelva en contra nuestra? ¡De la misma manera que ahora nos hace creer que está de nuestra parte podría hacer el doble juego y pasarse de nuevo al bando de sus amigos lansquenetes y de su querido emperador Carlo V!
Al escuchar estas palabras una sonrisa sardónica se estampó en los labios de Franz que contestó a Andrea adelantándose al Duca Alfonso.
―¡Venga, Marchese! Consideremos la escaramuza de hoy como agua pasada. Quiero condonar las deudas que tenéis conmigo. A fin de cuentas, mi amigo será sustituido admirablemente por vos, que sois mucho más valioso como compañero de aventuras comparándoos con aquel palurdo que habéis matado. Por lo que respecta a mi espada, mi katzbalger, os la quiero regalar. Yo tengo otras y ¡estoy seguro de que le daréis un buen uso!
―Una espada poco manejable, diría. De todas formas os lo agradezco y acepto el regalo, pero todavía no me parece suficiente garantía.
―Pero será suficiente, como garantía de mi buena fe, lo que el Duca me ha prometido como recompensa ―añadió Franz bajando la cabeza en señal de respeto al Duca y esperando que fuese este último el que tomase la palabra.
―¡Cierto! He prometido a Franz que, en el caso de que la misión tenga éxito, podrá volver, con todos sus derechos, a sus tierras del Sud Tirolo. Será nombrado Arciduca de Bolzano y tendrá la jurisdicción sobre la ciudad y sobre todo el valle del Adige. El Alto Adige se convertirá en territorio independiente y garantizaré yo mismo la protección de sus fronteras ante los ejércitos imperiales. Y será un estado que hará de colchón entre el Imperio y nuestra Italia, ahora que la mayor parte de los gobiernos italianos se están aliando con el Rey de Francia.
Andrea, pensativo, se tomó otra copa de vino. Se quedó durante un momento en silencio, a continuación volvió a hablar.
―Perfecto, me conviene. Entonces, pido perdón, pero estoy muy cansado y me gustaría retirarme a reposar. Franz… ¡Oh, os pido excusas! Arciduca di Vollenweider, nos vemos mañana por la mañana antes del alba en las caballerizas.
Y hablando de esta manera abandonó el salón, ostentando indiferencia. Pero en su corazón, las dudas continuaban asaltándolo. No se fiaba del germano y de ninguna manera bajaría la guardia, a pesar de la afirmación del Duca d’Este. Y tampoco se fiaba de Giovanni dalle Bande Nere. Sólo estaría a salvo cuando estuviese junto a Della Rovere en Sirmione. Incluso si tenía que volver a subir en aquel maldito galeón veneciano. ¡Mejor soportar los mareos que morir a manos de un godo!