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Capítulo 1

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Bernardino, en el umbral de su imprenta, que daba a la Via delle Botteghe, a la altura del arco de la antigua Domus Verronum, observaba desfilar, con gran satisfacción, el cortejo nupcial. Finalmente, después de tantos obstáculos y altibajos, la condesa Lucia Baldeschi, en un radiante día de finales del verano de 1523, se casaría con Andrea De’ Franciolini. Es más, para ser exactos, con el Marchese Franciolino De’ Franciolini, Señor dell’Alto Montefeltro y Capitano d’arme de la regia Ciudad de Jesi. El cortejo propiamente dicho había sido precedido por estruendo de tambores y toques de trompeta, por la exhibición de abanderados, por las evoluciones de las elegantes aves rapaces lanzadas al vuelo por hábiles halconeros, e incluso por el desfile de familias de la nobleza de los distintos distritos de la ciudad, cada una de ellas identificada por el proprio abanderado y por el estandarte de la jurisdicción a la que pertenecía. La ciudad era un derroche de colores. Cada calle, cada callejón y cada palacio estaban engalanados. El aire fresco de septiembre, hacia las horas centrales del día, había dado paso a los rayos del sol que estaban caldeando la atmósfera de manera realmente insólita para aquella estación, tanto que a muchos nobles se les desparramaba el sudor en el interior de sus vestidos de brocado o terciopelo. Las más afortunadas eran las damas que habían escogido vestir frescos trajes de seda de colores. Bernardino había reconocido a aquellos que pertenecían a las familias más importantes de Jesi, no sólo por los emblemas sino porque conocía bien sus fisonomías. Los Condes Marcelli, los Marqueses Honorati, Amatori, Amici y Colocci. Todos se dirigían hacia la Piazza San Floriano para asistir a la función religiosa presidida por el Cardenal Piersimone Ghislieri, obispo muy amado por toda la ciudadanía. Después del paso de malabaristas y tragafuegos y otra tanda de abanderados, apareció finalmente la novia, muy hermosa, sobre un caballo con el manto blanco inmaculado, con la crin arreglada en finas y pequeñas trenzas que caían por ambos lados del elegante cuello del animal. Lucía iba ataviada con una espléndida gamurra de seda adamascada roja, enriquecida con motivos florales bordados de realce. En el cuello rectangular y en los bordes de las mangas habían sido añadidos encajes blancos. El traje, que le llegaba hasta los pies, adornado con botones engarzados y gemas preciosas, apretado en la cintura por un cinturón finamente trenzado, no permitía a la dama sentarse a caballo a la amazona, de la manera en que ella estaba habituada a hacerlo. Las dos piernas debían estar apoyadas en el mismo lado de la cabalgadura, haciendo todavía más difícil y penoso mantener el equilibrio en la silla. Pero Lucia conservaba una mirada altanera, sosteniéndose liviana con las riendas, sin mirar fijamente a ningún ciudadano a los ojos. Se dejaba admirar, sin intercambiar la mirada con nadie. Sólo cuando pasó al lado de Bernardino, su rostro se iluminó y esbozó una sonrisa a modo de saludo dirigida a su amigo y mentor. El impresor se dio cuenta y se regocijó por ello sin exteriorizarlo. Mientras miraba con obsequiosa admiración a la Condesa Baldeschi, se dio cuenta de que el rojo era el color preferido de las novias de la época. El rojo era el símbolo de la potencia creadora y, por lo tanto, de la fertilidad pero, sobre todo, los tejidos de aquel color eran los más caros y apreciados. El cortejo nupcial era considerado parte integrante de la ceremonia del matrimonio. Habitualmente, constituía una representación pública de ostentación de la riqueza de la familia de la novia que desfilaba por las calles de la ciudad con sus valiosas prendas nupciales, acompañada por los nobles caballeros de la familia. Nada de esto sucedía con Lucia Baldeschi que no había querido a ningún presunto caballero perteneciente a su familia a su alrededor. Su sobria elegancia y su porte eran casi el de una reina que iba al altar para casarse con su príncipe. Una reina que, de todos modos, había sido siempre amada por su pueblo, por lo que era y no por lo que quería aparentar. Y nunca se habría permitido aparecer de otra forma sólo porque ese era un día especial. Todos los jesinos habían aprendido a amarla como una mujer de carácter fuerte y determinado pero, al mismo tiempo, con un alma buena y amable. Bernardino se sumó al cortejo que, dentro de poco, llegaría al atrio de la iglesia de San Floriano, donde debería estar esperándolo el novio junto con el cardenal Ghislieri. Allí, en el atrio, se desarrollaría la ceremonia nupcial con el intercambio de los anillos. Después de lo cual, los celebrantes y los invitados, entrarían en la iglesia para la celebración de la auténtica misa.

Aunque no lo pareciese, Lucia estaba de los nervios. No veía la hora de bajar del caballo y acercarse a su prometido, tendiendo hacia delante su mano izquierda, de tal manera que él pudiese besarla y la mantuviese asida a la suya. Pero en cuanto el caballo blanco pisó la plaza, que en su momento había sido el lugar de nacimiento del emperador Svevo, fue evidente para la novia y para todo su séquito que el Capitano Franciolini no estaba en su puesto, debajo del palio preparado a tal fin delante de la iglesia. El obispo, el cardenal Ghislieri, acogió a la joven novia abriendo los brazos incómodo. Era evidente que no sabía por dónde empezar para darle las debidas explicaciones.

―Hombres del Duca della Rovere… Sí, justo hombres del Duca della Rovere fueron los que se presentaron hace poco. Han intercambiado unas palabras con el Marchese y le han dado una carta sellada. Él la ha leído en un abrir y cerrar de ojos, luego, sin decir una palabra, ha saltado sobre su caballo y ha partido corriendo detrás de esos hombres. Antes de desaparecer se ha girado gritándome “¡Excusadme con la condesa pero se requiere mi presencia en Mantova con la máxima urgencia!”

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