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Capítulo 1

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KAY Ashbury sabía que no iba a ser fácil cobrar su cheque, pero no contaba con que iba a tener que arriesgar su vida para hacerlo.

No sólo el cheque había sido emitido por un banco de la gran y malvada ciudad de Nueva York, además su permiso de conducir era también de la Costa Este. Ida Mae Montel iba a querer saber por qué una chica nacida y criada en Possum Landing, Texas, iría por su propia voluntad a un lugar como ése… un lugar con yanquis. Y, si una chica tuviera que hacer tal cosa, ¿por qué diablos iba a cambiar su permiso de conducir de Texas? ¿Acaso no era lo mejor del mundo pertenecer al estado de la Estrella Solitaria? Sin duda, Sue Ellen Boudine, la directora del banco, se acercaría a examinar el cheque, sujetándolo como si estuviera pringado de veneno. Harían unas cuantas llamadas, probablemente a los amigos, para hacerles saber que Kari había vuelto al pueblo con un permiso de conducir de Nueva York, refunfuñarían y suspirarían con fuerza. Pero, entonces, le darían a Kari el dinero. Ah, claro, no sin antes tratar de convencerla de que abriera una cuenta en el Banco de Possum Landing.

Kari titubeó frente a las puertas de entrada de cristal doble, pensando si realmente necesitaba cobrar el cheque. Quizá, sería mejor pagar una comisión de servicio y sacar el dinero del cajero automático. Luego, se dio cuenta de que era mejor que todos supieran cuanto antes que había vuelto al pueblo sólo de manera muy temporal: cuanto antes contestara todas las preguntas, mejor. Así, quizá, podría tener un poco de paz. Quizá.

Además, estaba la emoción añadida de descubrir si Ida Mae seguía llevando tupé. ¿Cuánta laca era necesaria para conseguir levantarse el pelo de aquella manera? Kari sabía que Ida Mae sólo iba a la peluquería una vez a la semana, pero su peinado se mantenía intacto como el primer día. Sonriendo ante el recuerdo del peinado de Ida Mae, Kari abrió la puerta y entró. Se detuvo, esperando los gritos de bienvenida y los abrazos.

No pasó nada.

Kari frunció el ceño. Miró a su alrededor. Ida Mae estaba en su lugar habitual como cajera, el primer mostrador de la izquierda. Pero la mujer no estaba hablando. Ni siquiera sonreía. Tenía sus pequeños ojos muy abiertos, llenos de pánico, e hizo un extraño gesto con la mano.

Antes de que Kari pudiera descubrir lo que significaba, algo duro y frío se apretó contra su mejilla.

—Vaya, mirad esto. Tenemos otra cliente, chicos. Al menos, ésta es joven y guapa. Lo que se dice un bollito.

Kari se quedó helada. En la calle hacía casi cuarenta grados, pero allí dentro la temperatura parecía bajo cero.

Muy despacio, se giró hacia el hombre que sostenía una pistola. Era bajito y llevaba un pasamontañas. ¿Qué diablos estaba pasando?

—Estamos robando el banco —informó el hombre, como si le hubiera leído el pensamiento.

Kari se sorprendió ante la osadía de aquel hombre, hasta que se dio cuenta de que había tres ladrones más. Dos de ellos mantenían a los clientes y a casi todos los empleados juntos en un extremo del banco, mientras que el otro estaba al otro lado del mostrador, guardando en una bolsa el dinero que Ida Mae le daba.

—Vamos, deja el bolso en el suelo —dijo el hombre que sostenía la pistola—. Luego comienza a caminar hacia donde están las otras mujeres. Haz lo que te digo y nadie saldrá herido.

—Uh, yo… no llevo bolso —consiguió articular Kari, que había ido al banco llevando sólo el cheque y su permiso de conducir. Ambos estaban en el bolsillo de atrás de su pantalón.

—Eso parece. Pues ve hacia allá —replicó el atracador.

No podía estar pasando, se dijo Kari, mientras caminaba hacia el grupo de clientes amontonados en la otra punta del banco.

Estaba a punto de llegar hasta ellos cuando la puerta trasera del banco se abrió.

—Vaya, diablos —dijo una voz—. Creo que alguien va mal de tiempo aquí. ¿Seré yo o vosotros?

Varias mujeres gritaron. Uno de los enmascarados agarró a una anciana y le apretó la pistola en la cabeza:

—Ni un paso más —gritó—. Quieto o la vieja muere.

Keri no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre que la había apuntado al principio la agarró del brazo. De nuevo, la apuntó con la pistola. Y la sostuvo del cuello con un brazo que parecía de acero.

—Me parece que tenemos un problema —aseguró el pistolero que sostenía a Kari—. Sheriff, es mejor que retrocedas muy despacio y nadie saldrá herido.

El sheriff lanzó un largo suspiro:

—Me gustaría poder hacer eso. Pero no puedo. ¿Quieres saber por qué?

Kari sintió como si la hubieran sumergido en un universo alternativo. Aquello no podía estar sucediendo. Estaba aterrorizada y, de pronto, Gage Reynolds, volvía a cruzarse en su camino. Justo en medio de aquella locura.

Hacía ocho años, había sido un joven oficial, alto y atractivo con su uniforme color caqui. Aún era tan atractivo como para hacer pecar a un ángel. Además, por la insignia que llevaba en su camisa, parecía haberse convertido en sheriff. Pero, para pertenecer a las fuerzas del orden, no parecía muy interesado en el robo que estaba teniendo lugar delante de sus narices.

Gage se quitó el sombrero lleno de polvo y lo sacudió contra su muslo. Su cabello oscuro estaba brillante, igual que sus ojos.

—No me obligues a matarla —advirtió el pistolero, con tono bajo.

—¿Sabes a quién tienes ahí, hijo? —preguntó Gage, como si no se hubiera dado cuenta de lo que estaba sucediendo en el banco—. Ésa es Kari Asbury.

—Atrás, sheriff.

El atracador presionó la pistola con más fuerza en la mejilla de Kari y ella hizo una mueca de dolor. Gage pareció no darse cuenta.

—Ella es la que se escapó.

Kari podía oler el sudor del atracador. Adivinó que el hombre no había planeado tener que enfrentarse a las fuerzas del orden y aquel imprevisto no era nada halagueño. ¿En qué diablos estaba pensando Gage?

—Así es —continuó el sheriff, dejando su sombrero en una mesa—. Hace ocho años, esa hermosa señorita me dejó plantado en el altar.

A pesar de tener una pistola en la mejilla, Kari hizo un gesto de indignación:

—Yo no te dejé plantado en el altar. Ni siquiera estábamos prometidos.

—Quizá. Pero sabías que iba a pedírtelo y huiste. Es casi lo mismo. ¿No crees? —preguntó Gage, mirando al atracador.

—Si no le habías pedido en matrimonio, entonces no te dejó en el altar —contestó el pistolero tras unos segundos.

—Es cierto. Pero me eligió para acompañarla a su fiesta de graduación.

Kari no podía creerlo. Exceptuando el funeral de su abuela hacía siete años, no había visto a Gage desde su graduación en el instituto. Sabía que Possum Landing era un lugar pequeño y que podían encontrarse, pero no había esperado que fuera de aquella manera.

—No fue tan sencillo —explicó ella, incapaz de creer que le estaba obligando a defenderse delante de un atracador.

—¿Te fuiste del pueblo sin avisar, si o no? No dejaste nada más que una nota, Kari. Jugaste con mi corazón como si fuera una pelota de fútbol.

—Eso no estuvo bien —comentó el atracador, mirándola.

—Tenía sólo dieciocho años, ¿de acuerdo? Me disculpé en la nota.

—Nunca me he recuperado —afirmó Gage, con expresión de dolor. Buscó dentro del bolsillo de su camisa y sacó un paquete de chicles—. Delante de ti tienes a un hombre destrozado.

Kari no sabía cuál era el juego de Gage, pero deseó que lo jugara con cualquier otra persona.

Su confusión se transformó en una sentimiento de ultraje cuando Gage tomó un chicle para él y ofreció el paquete al atracador. Lo próximo que haría sería irse a tomar una cerveza con él.

Gage observó la rabia que encendía los ojos de Kari. Si pudiera lanzar fuego, él estaría ardiendo como un muñeco de madera. En otras circunstancias, aquello le habría preocupado, pero no en ese momento.

El atracador negó con un movimiento de la pistola. Pero lo importante había sido el gesto. Gage había establecido una conexión con el pistolero.

—Se escapó a Nueva York —prosiguió Gage, metiéndose de nuevo el paquete de chicles en el bolsillo—. Quería ser modelo.

El atracador observó a Kari:

—Es guapa. Pero si está aquí es porque no consiguió triunfar.

—Supongo que no. Tanto dolor y sufrimiento para nada —replicó Gage y suspiró.

Kari se puso tensa, pero no dijo nada. Gage necesitaba que ella cooperara unos segundos más. Sus instintos lo apremiaban para que la liberara del pistolero, pero se obligó a relajarse y mantener la concentración. Había más personas que proteger además de Kari. Entre empleados del banco y clientes, había más de quince personas inocentes allí dentro. Quince personas sin preparación y cuatro tipos con pistolas. No le gustaban los hechos.

Utilizando su visión periférica, Gage comprobó los progresos del equipo táctico que había desplegado alrededor del edificio. En sólo uno o dos minutos, estarían colocados.

—¿Quieres que la dispare? —preguntó el atracador.

Kari dio un grito sofocado. Sus ojos azules se abrieron aún más y su rostro perdió el color.

Gage masticó su chicle durante un segundo y se encogió de hombros:

—Sabes, es muy amable de tu parte, pero creo que prefiero tratar con ella a mi modo, cuando llegue el momento.

El equipo estaba casi preparado. Gage sintió que su corazón casi se le escapaba del pecho, pero no dio muestras de ello. Sólo unos minutos más, se dijo. Sólo…

—¡Eh, mirad!

Uno de los atracadores del fondo se giró de golpe. Todos miraron. Un miembro del equipo de intervención táctica se había escondido demasiado tarde. El pistolero que sostenía a Kari gruñó enfurecido:

—Al diablo con todos.

Eso fue lo único que pudo decir.

Gage se abalanzó sobre él, liberó a Kari, le gritó que se echara al suelo y lanzó una patada al esternón del atracador.

El tipo lanzó un grito mientras expulsaba todo el aire de sus pulmones y caía de espaldas al suelo. Antes de que pudiera recuperar el aliento, dos hombres del equipo táctico lo estaban apuntando con pistolas.

Pero no fueron tan rápidos en capturar al hombre que había junto a Ida Mae. Sonó un disparo.

Gage reaccionó sin pensar. Se giró y se lanzó sobre Kari, cubriéndola con su cuerpo.

Sonaron media docena de disparos más. Gage levantó uno de sus brazos, buscando objetivos y mantuvo el brazo sobre la cara de Kari.

—No te muevas —le susurró al oído a Kari.

—No puedo —repuso ella.

Tras lo que pareció una eternidad, aunque sólo fueron unos segundos, un hombre gritó:

—Me rindo, me rindo. Me habéis dado.

Una voz firme gritó:

—Campo libre.

Cinco voces más lo siguieron, confirmando que el tiroteo había terminado. Gage se apartó de Kari y miró a su alrededor para comprobar los daños. Todos estaban bien, incluso Ida Mae, que había dado una patada al pistolero herido tras ponerse en pie. El jefe del equipo táctico se acercó a Gage. Estaba vestido de negro de pies a cabeza, llevaba la cara cubierta y armas suficientes como para tomar Cuba.

—No sé si eres un loco o un valiente por haber entrado en medio de un atraco.

Gage se sentó y sonrió:

—Alguien tenía que hacerlo y me imaginé que ninguno de tus hombres se iba a prestar a ello. Además, sabemos que son delincuentes de pueblo pequeño. Están acostumbrados a ver a un sheriff como yo. Vosotros, con vuestros disfraces de Darth Vader, los habríais asustado y lo habrías hecho actuar sin pensar. Alguien podría haber muerto.

—Si alguna vez te aburres de la acción en un pueblo pequeño, serás bienvenido a nuestro equipo.

—Estoy justo donde quiero estar —repuso Gage.

Luego se volvió y se encontró con Kari mirándolo. Aún estaba en el suelo. Su cabello, antaño largo y rubio, ahora lo llevaba corto. El maquillaje acentuaba sus ojos grandes y azules. El tiempo había convertido su cara en algo aún más bello de lo que recordaba.

—Sabías que estaban allí —dijo ella, en tono de pregunta.

—¿El equipo táctico? Sí. Estaban rodeando el edificio.

—¿Así que no estaba en peligro?

—Kari, un atracador te estaba apuntando con una pistola a la cabeza. Yo no diría que ésa es una situación de seguridad.

Kari sonrió. Una sonrisa sensual que Gage no había olvidado. El tiempo no había cambiado su belleza.

Gage de pronto se dio cuenta de que la adrenalina recorría su cuerpo. Y recordó que llevaba mucho tiempo sin tener sexo. Hacía ocho años, Kari y él no habían disfrutado de esos placeres. Se preguntó si ella estaría más abierta a la experiencia.

Se dijo que, durante el tiempo que ella estuviera en Possum Landing, iba a averiguarlo.

—Bienvenida —dijo él y le tendió la mano para levantarla.

Ella la aceptó.

—Demonios, Gage, si querías darme la bienvenida de una forma especial, ¿no podrías haber organizado un simple desfile?

—Ya puede irse, señorita Asbury —dijo el detective cuatro horas después.

Kari suspiró aliviada. Había explicado los hechos, había sido interrogada, le habían dado de comer y beber y al fin era libre para irse a casa. Sólo había un par de problemas más. Para empezar, su corazón se negaba a volver a la normalidad. Cada vez que pensaba en lo que había pasado en el banco, su corazón se ponía a galopar. El segundo problema era que había ido caminando al banco, que estaba a menos de un kilómetro de su casa, pero la comisaría estaba en la otra punta del pueblo. Era verano en Texas, lo que significaba que la temperatura era de un millón de grados, impregnada de humedad.

—¿Cree que alguien podría llevarme a casa? —preguntó Kari—. ¿O sigue Willy conduciendo su taxi por aquí?

—Me gustaría poder llevarla a casa yo mismo. Por desgracia, tengo trabajo que hacer. Le diré a uno de los oficiales que la lleve.

Kari dio las gracias con una sonrisa. Cuando se quedó sola, miró a su alrededor. Sólo quería echar un vistazo, se dijo. No buscaba a nadie en especial. Y menos a Gage.

Pero, como una abeja busca la flor más dulce, su mirada se posó en él. Estaba sentado en su despacho de paredes de cristal, hablando con algunos hombres del equipo táctico. ¿Estarían intentando convencerlo de que dejara Possum Landing y se uniera a ellos? Kari negó con la cabeza. Había cosas que no cambiaban nunca, se dijo. Gage Reynolds nunca dejaría Possum Landing antes de que Ida Mae fuera enviada como astronauta a la Luna.

Observó a Gage mientras hablaba y los otros hombres reían. El tiempo lo había convertido en un hombre, pensó. Con fuertes músculos y rostro firme. A pesar de que ella misma lo había presenciado, no podía creer que hubiera entrado así en medio de un atraco. ¡A propósito! Había actuado con calma y frialdad y casi la había vuelto loca.

—Señorita Asbury, puede esperar en el mostrador de la entrada. Un oficial la llevará a casa dentro de un par de minutos.

Kari se lo agradeció y caminó hasta la salida. Ida Mae estaba sentada en la sala de espera, con las manos entrelazadas en el regazo. Al verla, esbozó una amplia sonrisa.

—Kari.

La mujer se levantó y extendió las manos. Kari se acercó y aceptó su abrazo. Le resultó tan familiar… Los brazos huesudos de Ida, su cabello peinado de forma impecable, con su tupé, el aroma de gardenias de su perfume de siempre…

—Tienes buen aspecto, pequeña —comentó Ida y se sentó de nuevo.

—Y tú no has cambiado nada. ¿Estás bien?

—Pensé que me iba a dar un ataque al corazón allí en medio. No podía creerlo cuando aquellos hombres nos apuntaron con sus pistolas. Entonces, entraste tú y fue como ver un fantasma. Luego entró Gage. Qué valiente, ¿verdad? —comentó Ida Mae.

—Claro que sí —contestó Kari y pensó que ella tal vez no se hubiera atrevido a entrar en medio de un atraco de forma consciente, a pesar de quién estuviera en peligro. Pero Gage siempre hacía aquello en lo que creía.

—Aún es muy atractivo, ¿no crees? ¿No está más alto que cuando te fuiste?

Kari no respondió.

—Nadie sabía que habías vuelto —continuó la mujer mayor—. Por supuesto, sabíamos que algún día lo harías, ya que aún posees la casa de tu abuela y sus pertenencias. Puedo decir que las malas lenguas dijeron muchas cosas cuando te fuiste del pueblo hace años. Pobre Gage. Casi le rompiste el corazón. Por supuesto, eras joven y debías perseguir tus sueños. Fue una pena que tus sueños no lo incluyeran a él.

Kari no supo qué decir. También a ella se le había roto el corazón, pero no quería hablar de eso. Lo pasado, pasado. Al menos, eso era lo que se decía a sí misma, a pesar de que no lo creía.

—Me alegro de que hayas vuelto.

—Ida Mae, no he vuelto. He venido sólo a pasar el verano —repuso ella, suspiró y pensó que, después, iba a sacudirse de los zapatos el polvo de ese pequeño pueblo y nunca mirar atrás.

—Ajá —replicó Ida Mae, sin parecer convencida.

Por suerte, el oficial llegó en ese momento. Kari preguntó a Ida Mae si necesitaba que la llevaran a casa también.

—No, no. Mi Nelson me estará esperando fuera. Lo llamé justo antes de que salieras.

Las dos salieron del edificio acompañadas por el oficial. Nelson estaba esperando a su esposa y Kari se sintió abrumada por el calor, con dificultad para respirar.

—La pequeña Kari Asbury —dijo Nelson mientras se acercaba. Sonrió y se secó el sudor de la frente con un pañuelo—. Estás hecha una mujer.

—¿No está guapa? —comentó Ida Mae—. Pero siempre has sido encantadora. Debiste participar en el concurso de Miss Texas. Podrías haber llegado lejos.

Kari esbozó una débil sonrisa.

—Me alegro de haberos visto —replicó de forma educada y se dirigió hacia el coche de policía que la estaba esperando.

—Gage ha tenido un par de novias —gritó Nelson hacia ella—. Pero ninguna ha conseguido llevarlo al altar.

Kari hizo un gesto con la mano. No estaba dispuesta a entrar en ese tema.

—Me alegro de que estés de vuelta —gritó Nelson, aún más alto.

Kari no pudo contenerse. Se giró para mirar al hombre y negó con la cabeza:

—No estoy de vuelta.

Nelson la despidió con la mano.

Kari se subió al coche. El oficial que la esperaba tenía un aspecto muy joven. Ella sólo tenía veintiséis pero, a su lado, se sentía una anciana.

Le dio su dirección y se apoyó en el respaldo, respirando el fresco del aire acondicionado. Tenía un millón de cosas en las que pensar pero, en vez de hacerlo, se encontró recordando la primera vez que había visto a Gage. Ella había tenido diecisiete años y él veintitrés.

—Sé que es una pregunta estúpida —comentó Kari, mirando al hombre que conducía a su lado—. Pero, ¿cuántos años tienes?

Era un joven rubio, con ojos azules y mejillas pálidas. La miró perplejo.

—Veintitrés.

La misma edad que Gage había tenido hacía ocho años. No parecía posible. Si Gage hubiera tenido un aspecto tan joven como el de aquel hombre, ella no habría tenido problema en hablarle con claridad. ¿Por qué le había resultado tan difícil compartir con él sus sentimientos mientras salían? ¿Por qué el mero pensamiento de contarle la verdad la había aterrorizado?

La respuesta no era sencilla y, antes de que pudiera dar con una explicación, llegaron a su casa.

Kari le dio las gracias al oficial y salió del coche. Frente a ella, estaba la casa donde había crecido. Había sido construida a mediados del siglo pasado y tenía un gran porche y ventanas con contraventanas. La calle estaba bordeada por casas muy parecidas a la suya, de diferentes colores. Incluida la casa de al lado. La miró y se preguntó cuándo iba a tener el siguiente encontronazo con su vecino. Como si regresar a Possum Landing no fuera lo suficientemente difícil, Gage Reynolds vivía en la casa de al lado.

Kari entró en la casa de su abuela y se detuvo en la habitación principal. Un salón donde la gente se reunía cuando el tiempo no era bueno para sentarse en el porche. Recordó las horas incontables que pasó escuchando a las amigas de su abuela charlar sobre quién estaba embarazada o quién le era infiel a quién.

Había llegado al pueblo la noche anterior. No había encendido muchas luces al llegar y, de alguna manera, se había convencido de que la casa estaba diferente. Sin embargo, se dio cuenta de que no era así.

Los sofás estaban igual y la silla de pelo de caballo que su abuela había heredado de su propia abuela. Kari siempre había odiado esa silla, tan lustrosa y tan incómoda. Tocó la antigüedad y se sintió invadida por los recuerdos.

Quizá fue a consecuencia de las emociones vividas en el robo o quizá sólo era la sensación de estar en casa. En cualquier caso, le pareció sentir la presencia de fantasmas. Al menos, eran amistosos, se dijo mientras entraba en la vieja cocina. Su abuela siempre la había amado.

Kari miró los armarios, la cocina y el horno, que debían de tener más de treinta años. Si quería vender el lugar por un precio decente, tenía que empezar a hacer algunos arreglos. Para eso había vuelto, después de todo.

De pronto, la invadió una sensación de intranquilidad. Corrió arriba y se cambió de ropa. Se duchó y se puso un vestido de algodón. Bajó de nuevo, descalza. Dio una vuelta por la casa, casi como si estuviera esperando que algo sucediera. Y así fue.

Alguien llamó a la puerta. Antes de responder, Kari ya sabía quién era. Se le encogió el estómago y se le aceleró el corazón. Respiró hondo antes de abrir.

Amor perdido - La pasión del jeque

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