Читать книгу La sombra de nosotros - Susana Quirós Lagares - Страница 11

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Loki era un compañero de piso decente. Por lo general, desaparecía en cuanto desayunaban, lo que dejaba a su dueña tiempo suficiente para dedicarse a escribir sus columnas diarias para el periódico. A la hora del almuerzo volvía a aparecer para que la joven no comiese sola y juntos veían con atención las noticias locales en busca de inspiración. Sin embargo, su momento favorito era por la tarde, cuando la humana solía ir de paseo y su amigo felino la acompañaba a una distancia prudente. Por las noches, los dos insomnes por naturaleza se acurrucaban en la cama de la habitación de Juliette.

No tardaron en acomodarse a una agradable y tranquila rutina, salpicada de esporádicas riñas, en la que la joven acababa con los brazos marcados de arañazos y un felino despreocupado que buscaba hueco en su regazo.

Las semanas fueron dando paso a un ventoso y frío mes de octubre. El episodio del callejón continuaba latente en las noches de Juliette. Se sentía torpe. Le daba la sensación de que había algo que no alcanzó a ver en su momento. Cuando pasaba por el lugar solía ralentizar el paso para observar una vez más. Pero allí no había nada. Siempre podía contárselo a Eriol. Quizás alguna cámara cercana captase algo. Aunque la idea de acudir a él con la historia de un tipo que se desvanecía a los pies de su edificio le costaría un nuevo retiro obligatorio, y volver al trabajo le había sentado genial. Además, el caso Eden estaba en su momento álgido, pues hubo otros avistamientos del sospechoso y una víctima más. Seguían desconociendo las identidades de sus acompañantes, pero hacía unos días una cámara de tráfico había fotografiado a Robert al volante de un Volvo. Era cuestión de tiempo que la policía acabara encontrando el vehículo a través de su matrícula.

Por su parte, Juliette continuaba rascando la superficie de un caso cada día más profundo. Analizaba y se entrevistaba con los implicados, sobre todo con Leonor. La amistad entre ellas ya era más que evidente. Tanto como para que la anciana le contase las historias no dichas de su vida y la joven incluyera su matrimonio en los artículos del periódico:

[…] Es curioso cómo, cuando perdemos a alguien, todo parece acabarse. Como si una parte de nosotros mismos también muriese. ¿Compartimos con la gente lo que somos? ¿O estamos formados de las opiniones de otros? Quizás por eso no volvemos a ser los mismos, porque ese fragmento que creó la persona que amamos ya no está, y seguirá faltando hasta que alguien decida ocuparlo. Es lo que veo cuando miro a los ojos de Laia. Es tan fuerte que parece una roca, pero si te fijas bien, no es más que el junco que se adhiere a la tierra. El junco que el viento mece y el río intenta arrastrar, pero aún se sostiene. Y, sin embargo, cuando veo fotografías de hace años, no puedo dejar de apreciar las diferencias entre ambas. ¿Cómo era cuando conservaba la pieza que Bill creó para ella con esmero? El fragmento que moldeó con cariño y recuerdos ahora no está. Y, aun así, ella es tan cálida…

Laia era Leonor, y por supuesto Bill era Robert. Su nueva amiga la llamó nerviosa en cuanto leyó su columna aquel domingo. Le había confesado que lloró mientras lo hacía y que no se lo perdonaría nunca. Juliette temió que Leonor se sintiera ofendida y perder así los testimonios de la mujer, aunque nada más lejos de la realidad. A aquella reprimenda le siguió una carcajada y palabras cariñosas. Poco a poco sus textos pasaron de tristes a melancólicos, y cada semana recuperaban parte de esa chispa que siempre los había caracterizado, lo que la animó a escribir sobre otros casos, la torpeza de ciertos delincuentes o teorías macabras sobre crímenes no resueltos. Esperaba volver a ser la Juliette de siempre, extraña pero feliz, reconciliada con el mundo. Lo que no esperó fue la llamada a la hora del alba, ni el nombre que brillaba en su teléfono: Leonor.

En el instante que tardó en contestar, imágenes terribles aparecieron en su mente, escenarios en los que la mujer volvía a ver su casa asaltada o en los que alguno de sus vecinos llamaba para contar que había ocurrido una desgracia. Por un momento sintió la tensión que había dominado sus noches dos años atrás; el pánico por recibir la temida llamada que notificara su pérdida; madrugadas pendiente de la televisión por si las noticias hablaban de él. Con tales pensamientos pronunció asustada el nombre de la mujer, quien respondió más entusiasmada que nunca.

—¡Julie! ¡No te lo vas a creer! —gritó emocionada—. ¡Tenías razón!

—¿Qué? ¿En qué? —preguntó confusa.

—Creo que he encontrado algo importante en el despacho de Robert.

—¿En serio?

—Sí. Estuve pensando en lo que dijiste, eso de que debía haber alguna relación entre las víctimas —las frases se atropellaban unas a otras—. Y revisando sus cosas con Teddy creo que he encontrado algo. Ni siquiera sé si servirá, pero creo que podría ser un comienzo.

—¿Quieres que me pase? Lo comprobaré antes de avisar a Eriol.

—¿No será un problema? Manipular las pruebas, el escenario o algo así.

—Ese escenario no puede estar más alterado, créeme —bromeó. Deseaba saber qué había encontrado Leonor—. Bueno, quizás Eriol se enfade un poco, pero no te preocupes. Estoy acostumbrada a sus broncas. Me visto y voy para allá. Y esta vez no me dejéis colgada en la entrada.

Mientras se ponía unos vaqueros desgastados y un jersey de cuello vuelto, su gato, curioso, la observaba correr de un lado a otro de la habitación.

«Sigue ahí plantado, sin quitarme ojo, como solía hacer Alec…».

Aquel pensamiento la hizo detenerse.

«Espera. Acabo de…», quiso repetir para estar segura.

La revelación la dejó en medio del cuarto con una bota en la mano y la mirada perdida en alguna parte de la cama. Hacía dos años que no pensaba en su nombre; dos años en los que ni siquiera en su mente había sido capaz de referirse a él con esas cuatro letras, una eternidad desde que creyó que jamás volvería a hacerlo de nuevo. Y, sin embargo, ahí estaba: una palabra, dos vocales y dos consonantes, un diminutivo; una montaña rusa de recuerdos. Unas emociones que, cansadas de estar encerradas a cal y canto, habían aprovechado para irrumpir en su vida cuando ella menos lo esperaba.

La importancia de Alec aún continuaba latente.

Un amor a través del tiempo, de las dificultades, de la realidad que ambos se ocultaban, pues ninguno de ellos se mostró en un principio como era en realidad. Corazas a prueba de relaciones desdichadas que no tardaron en caer cuando se percataron de que habían nacido el uno para el otro. Un encuentro que traspasó corazones y almas. Y una pérdida que dejó a Juliette sumida en la oscuridad más desoladora de este mundo.

Alec comenzó siendo un misterio, algo molesto que la perseguía a todas horas. Y más tarde resultó ser una estrella brillante, aunque rodeada de una densa tiniebla. Había crecido en un ambiente pernicioso para cualquier niño y aun así se convirtió en un buen hombre. Juliette llegó a conocer toda la verdad. No lamentaba lo que Alec le había ocultado al principio. Su amor por él iba más allá de vidas secretas. Lo que ella jamás había podido perdonarse fue darse cuenta demasiado tarde. Aquellos recuerdos amenazaban con regresar a sus días y convertirlos en noches eternas.

Por un momento, pensó en cancelar sus planes y acurrucarse en la cama hasta que el dolor pasase o hasta que la rutina volviese a adormecer sus sentidos y acabara invadiéndola por completo. Entonces, su móvil vibró encima de la mesilla. Con movimientos apesadumbrados estiró el brazo para alcanzarlo. Un mensaje:


Su madre. Su siempre oportuna madre había conseguido, sin ser consciente de nada, evitar que volviese a caer en ese oscuro abismo. Y se dio cuenta de que debía moverse. Él no iba a volver, un hecho más que evidente, pero ella seguía ahí para sus familiares y amigos. No podía dejar a Leonor sin respuestas. Muchos habían confiado de nuevo en ella y no pensaba dejarse amedrentar por el pasado, por muy fuerte que este tirara de su cabeza, su ánimo, sus fuerzas… Decidió terminar con las botas y borrar el rastro de la tristeza. Escogió seguir adelante, al menos un día más.

Sin remordimientos.

Sin miedo.

Sin Alec.

Una hora y un par de autobuses después, que no hacían más que evidenciar que necesitaba con desesperación arreglar su coche, se encontraba ante la gigantesca verja. Esa vez abierta, y al otro lado la esperaban Steve, el joven guardia de seguridad, y su ya caballero andante, Theodore Carter, dispuesto a ahorrarle el largo paseo hasta el número dieciocho de Carnation Street.

El recorrido en coche, al ritmo de Uptown Girl de Billy Joel, estuvo marcado por dos breves temas de conversación. Juliette intentó sonsacarle información sobre su relación con Leonor y así poder hablar del misterioso descubrimiento. Teddy solo canturreó la canción y también interrogó a la joven sobre su trabajo, sus amores y su vida. Ninguno consiguió demasiado.

Al llegar, Leonor los esperaba en la puerta.

—¡Julie! Disculpa por hacerte venir tan pronto.

—Dime que hay café hecho y no habrá nada que disculpar —respondió con una sonrisa.

—Bueno, señoritas, tengo que dejarlas, o mi pequeño llegará tarde al colegio. —Los ojos del anciano brillaban cuando mencionaba a Sam, su dulce nieto.

—Adiós, Teddy. Gracias —se despidió Juliette.

Leonor no dijo nada. Su mirada hablaba por ella.

En la cocina, ya frente a una taza de café, las mujeres se miraron:

—Adelante, cuéntame —le pidió Juliette.

—Ah, sí. Casi me olvido…

Leonor abandonó la cocina, no sin antes coger los guantes de goma del fregadero.

La anfitriona volvió al instante con los guantes colocados y una bandeja en las manos. Sobre ella, unas fichas de póker, unas cartas y un sobre.

—Encontré esto en la caja que guardé en el desván hace demasiados años —explicó la mujer. Su actitud con los objetos era exagerada para Juliette. Los trataba como si fuesen explosivo plástico.

Sacó el contenido del sobre con los guantes todavía puestos. Una vieja fotografía en la que cinco hombres jugaban a las cartas mientras sonreían a la cámara. Entre ellos, Robert.

—Thomas Clancy —indicó Leonor y deslizó su dedo hacia el hombre de su derecha—. Lucas Márquez. El del otro extremo es Steve Harris.

—Comprendo. Eran vecinos y amigos.

—Sí, pero hay un hecho que los une y no es la timba semanal entre vecinos… Todos están muertos, Julie —la anciana hizo una pausa—. Todos menos…

Entonces algo chasqueó en el cerebro periodístico de Juliette. Todos en esa foto habían muerto, antes o después, asesinados por Eden, salvo uno. Un detalle que convertía esa excepción en un objetivo.

—¡Oh, Dios! ¿Cómo se llama el otro hombre?

Si efectivamente todos estaban relacionados, el último rostro de la foto se encontraba en peligro.

—Eric. Eric Harris. Pero, Juliette, eso no es todo…

La joven, quien se afanaba en realizar aquella llamada con urgencia, se detuvo.

—¿Qué más puedes decirme?

—Dale la vuelta —dijo con tono cansado.

Con curiosidad, giró la fotografía para encontrar una breve inscripción.

Casiopea, 1973.

Repitió para sí nombre y fecha. De repente, la constelación formada por cinco estrellas en forma de uve doble la abordó, pero no se detuvo ahí su mente. Cinco hombres sonrientes, cinco astros en la noche. Lo siguiente que vio fue una sucesión demencial de noticias. Robos a bancos, asaltos a viviendas, asesinatos, aquel autobús de niños que fue secuestrado para cubrir una huida… Los tenía en sus manos, todos los miembros de aquella banda criminal de nombre cósmico que jamás desveló la identidad del resto de sus componentes. Todos vecinos. Todos amigos. Todos criminales.

—Me marcho, y me llevo esto —dijo al coger cartas y foto.

—Pero los guantes…

—No te preocupes, Leonor. ¡Gracias por el café! —se despidió sin dejar de caminar.

Eriol no contestaba al teléfono, pero sí la compañía de taxis.

Al llegar a la entrada, un vehículo la esperaba. Prometió una cuantiosa propina al taxista si olvidaba las normas de circulación e ignoraba señales y semáforos. La vertiginosa travesía por Elveside se volvió un torbellino de colores, una sinfonía de cláxones y una carrera arriesgada. Eriol continuaba ausente cuando el taxi se detuvo con un sonoro frenazo. Will se sorprendió al ver aquella llegada.

—¿Julie? —se preguntó al verla salir a la carrera.

—Will, dime que Eriol está en la oficina —le asaltó a la vez que intentaba recuperar el equilibrio. No olvidaría el dichoso viaje en mucho tiempo.

—Creo que sí —respondió el chico preocupado—. ¿Estás bien?

—Vamos dentro. Es urgente.

Evitaron el control de entrada. No había tiempo que perder. Irrumpieron en el despacho del capitán del mismo modo que un huracán por una ventana rota. Eriol osciló en su silla y casi cayó de espaldas.

—Pero qué demonios…

Juliette no esperó a disculparse, vomitó las palabras suficientes para que comprendieran la situación. El resto de la historia quedó claro con la maldita fotografía.

Eriol reunió a los equipos en servicio en la sala de operaciones. Maggie, la agente más joven de la comisaría, fue la última en unirse, aunque la más importante.

—Aquí tiene la dirección de Eric Harris, señor —dijo de modo marcial la agente.

Eriol sacudió el papel en su mano y les explicó:

—No sabemos qué encontraremos, pero sí sé que no quiero lamentar nada. Tened mucho cuidado. Will —Señaló a su agente de confianza—, encárgate de la estrategia operativa del asalto.

—Sí, capitán.

—Julie, conmigo —le indicó, y salieron de la sala.

La joven siguió al jefe de policía hasta su despacho. Allí, Eriol abrió el armario.

—Ponte esto. —Le lanzó un chaleco antibalas—. No volveré a cometer el error de dejarte en el coche.

Las imágenes que provocaron aquella decisión acudieron a Juliette de forma repentina. Un atraco frustrado. Todo agente de policía participó en el asalto mientras ella esperaba fuera, en el coche. Así descubrió al tipo que esperaba fuera con el motor en marcha. Aquella bala atravesó la ventanilla para acabar alojada en su hombro. Un recuerdo doloroso. Una herida de guerra que lucía con orgullo los días más calurosos.

Fueron diez minutos en coche lo que precisaron para llegar al lugar. Ante tanto policía, los vecinos no tardaron en acudir a ventanas y puertas. Juliette bajó del vehículo a la par que Eriol. Vio a Will correr hacia ella.

—El jefe quiere que también lleves esto.

Le entregó un casco.

—¿Es necesario? Parezco una corresponsal de guerra.

Will le ayudó a colocárselo.

—A ti nada te queda mal —le sonrió.

Esa sonrisa fue suficiente para calmarla.

—¡Todos a sus puestos! —ordenó el capitán—. Julie, no te despegues de mi espalda.

Aquello iba en serio. El asalto había comenzado.

La sombra de nosotros

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