Читать книгу La sombra de nosotros - Susana Quirós Lagares - Страница 12

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Los agentes con Will al frente se adentraron en el edificio en silencio, aunque no con calma. Subieron por las escaleras uno detrás de otro, armados y dispuestos a salvarle la vida al viejo miembro de Casiopea. Al llegar a la puerta del apartamento de Eric Harris, eran cinco los agentes disponibles para el asalto y una joven periodista y analista de conductas que jamás sopesaba el riesgo al que se exponía. El resto del equipo cubría cada planta inferior y superior del edificio. Así, ocurriese lo que ocurriese, Robert Eden no tendría escapatoria alguna.

—¿Eric Harris? —preguntó Will junto al flanco derecho de la puerta.

Otro agente le cubría las espaldas y tres más, incluido Eriol, ocupaban el lado izquierdo de la entrada con Juliette tras ellos.

Will lo intentó una segunda vez sin obtener respuesta. Luego, solicitó permiso visual del capitán Johnson, quien asintió para autorizar la entrada.

De una sola patada, la cerradura de la puerta se hizo pedazos y se abrió con gran estruendo. Fue todo el ruido que se oyó, pues el interior permanecía en silencio. Los agentes entraron a la carrera.

—¡Policía de Elveside! —gritaban.

—Nosotros esperamos aquí —le aclaró Eriol a Juliette.

Un instante después, Mike aseguró que todo estaba despejado. Eriol y la joven entraron en el apartamento, aunque Juliette no esperaba ver la escena de un crimen. Se quedó inmóvil junto a la entrada sin apartar la mirada del cuerpo de quien se suponía que era Eric Harris en el centro del salón sobre un pequeño charco de sangre. El mobiliario estaba volcado, destrozado y había restos de cristales por cada rincón.

—Es imposible que haya salido por aquí —indicó Will desde la ventana.

—¡Aún está vivo! —señaló Mike en el suelo, junto al cuerpo.

—¡Avisad a una ambulancia! —ordenó Eriol.

Pero nadie pudo hacerlo.

Una sombra dejó el hueco tras la puerta de entrada y un arma asomó. La detonación tuvo lugar demasiado cerca de Juliette, lo que provocó el aturdimiento y la sordera instantánea de la joven, quien cayó al suelo cuando Eriol se lanzó sobre ella. Aquel disparo tenía como objetivo al líder del operativo, aunque el único que pudo ver cómo la sombra de Robert Eden salía de su escondite se interpuso ante él. Mike recibió la bala justo en el abdomen que protegía su chaleco balístico, lo que no le ahorró un fuerte dolor de vientre. Mientras, Will se ponía a cubierto para arremeter a disparos contra Eden, al igual que el resto de sus compañeros.

Sin embargo, cuando todos estuvieron listos, Robert ya había salido de aquel apartamento. Juliette abrió los ojos solo para verle coger las escaleras hacia el piso inferior.

—¡Escapa! ¡Está bajando! —gritó con los dedos protegiendo todavía sus orejas.

Eriol se incorporó y le dijo algo que ella no oyó debido al pitido que se había alojado en sus oídos. No necesitó escucharlo para saber que le había ordenado no moverse de allí.

Will y dos agentes más saltaron por encima de ella, pues bloqueaba la puerta, y se incorporaron junto con Eriol a la caza de Robert Eden. Juliette se obligó a levantarse para seguir la huida desde la barandilla de las escaleras. A través del enorme hueco central pudo ver al agente que custodiaba la planta inferior tirado en el suelo mientras se sujetaba la cabeza con expresión de dolor. Eriol y Will corrían hacia el apartamento con la puerta abierta.

—¡Policía! ¡Salgan de ahí! —gritó Eriol.

Pero no fue Eden quien abandonó la seguridad del apartamento, sino un niño asustado con aspecto desaliñado y ropa holgada.

—¡Está ahí! —lloraba el crío—. Por favor, salven a mi madre.

—Sal de aquí, chico —le dijo Will—. Corre abajo, esto no es seguro.

El niño siguió las órdenes del policía y corrió escaleras abajo.

Will, Eriol y un par de agentes más entraron en el apartamento. Juliette se agarró a la barandilla con todas sus fuerzas a la espera de algún disparo más.

Nada.

Temió que alguno de sus amigos no saliese de aquel apartamento. La calma y el silencio le tenían los nervios afilados, a punto de ahogarla.

La puerta de su izquierda se abrió y una anciana asomó la cabeza con curiosidad.

—¡Vuelva dentro y cierre! —gritó ella, desesperada.

Entonces, vio que los policías salían del apartamento.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juliette.

Will le lanzó una mirada de incredulidad.

—Ha desaparecido —respondió.

—¿Cómo que ha desaparecido? —insistió ella.

Eriol hablaba con el novato que había sido golpeado para asegurarse de que aquel era el apartamento en que había entrado Robert Eden.

—Ni la madre del chico ni Eden —comentó Will.

Aquella respuesta la dejó sin réplica.

—El crío, hay que hablar con el crío —dijo ella.

—Eh, Meyer, subid al crío —indicó Will por la barandilla hacia su compañero de la planta baja.

—¡No está, Goldberg! En cuanto salió a la calle corrió como un poseso —explicó desde abajo.

—¿Qué? —se cuestionó Juliette para sí misma—. Pero…

—Si este caso ya era extraño, ahora se ha convertido en imposible —comentó Will.

Los sanitarios aparecieron a toda prisa para salvar la vida al último miembro de Casiopea. No pudieron asegurar que Harris sobreviviría a aquel frenético día.

Mientras el hombre iba camino del hospital, los engranajes de la mente de Juliette comenzaron a girar.

Abatida, se sentó en uno de los sillones de la destrozada habitación tratando de ignorar la mancha de sangre del suelo. Todo el esfuerzo había sido en vano. El último de los miembros de la banda estaba a punto de morir. No había más pistas. No más testigos. Habían perdido. Se llevó las manos a las sienes para intentar detener el dolor de cabeza inminente que le impedía concentrarse.

«Puede que el señor Harris viva. Harris vivirá. Eric Harris va a vivir», se repetía Juliette.

—¡Julie! —gritó Eriol en su oído.

—¿Está vivo? —preguntó.

—Acaban de avisarme que ha despertado incluso antes de llegar al hospital —aclaró satisfecho.

Juliette reflexionó en silencio sobre los planes que comenzaban a formarse en su enérgica mente.

—Conozco esa mirada, Julie. Estás tramando algo.

—Sí, y no va a gustarte. Como siempre —sonrió ella.

En la comisaría, después de todo lo ocurrido, Eriol y Will continuaban repasando la peligrosa idea de Juliette.

—Es una locura. Se ha hecho mil veces y no siempre ha salido bien —comentó por tercera vez Eriol.

—Es un clásico, capitán —respondió Will al enfurecido jefe Johnson—. Debería salir bien.

Juliette sonrió ante su inesperado aliado. Era la única solución que tenían y cuando el capitán de policía se calmase sabría verlo.

Habían pasado muchas cosas en las últimas horas. La ambulancia llegó y se llevaron a Harris al Hospital St. Claire, donde una legión de agentes fue destinada para protegerle. El hombre aún no había despertado tras la intervención quirúrgica y las próximas veinticuatro horas serían decisivas, pero los médicos eran optimistas. Mientras tanto, media comisaría llevaba toda la noche patrullando las calles en busca del vehículo o cualquier indicio sobre Bob Eden.

—Sigo pensando que no deberíamos usarle como cebo —repitió el veterano oficial.

—Debemos aprovechar la sed de venganza de Eden, jefe —expuso Juliette, más decidida que antes—. Es arriesgar la vida de Harris, lo sé. Pero ese criminal acabará con él tarde o temprano si no le paramos los pies, y esta es la única opción que tenemos.

—Capitán —intervino Will—, creo que solo así lograremos entender este extraño caso de resurrecciones y fantasmas del pasado.

Eriol apoyó el rostro sobre sus manos.

—Necesito ciertas garantías antes de arriesgar la vida de ese hombre —resolvió al fin—. En cuanto despierte averiguad el motivo de esta vendetta. Después tomaré una decisión.

Juliette y Will se miraron de manera cómplice. Las respuestas a todo estaban más cerca.

Siempre le había parecido curioso cómo el tiempo se dilata cuando se espera por algo. Las manecillas del reloj parecían detenerse durante décadas en cada hora, como si al universo no le importara que alguien tenga prisa. Y probablemente fuese así, porque ¿qué eran unas horas para alguien que tenía toda la eternidad por delante? El tiempo pasaba, indolente, ajeno a los intereses de nadie. Pero pasar pasaba. ¿Cuántas cosas podían suceder a la vez en un minuto? En sesenta segundos un perro podía ladrar esperando que le dieses comida, un semáforo cambiaba de rojo a verde y las nubes grises descargaban su agua sobre pobres peatones sin paraguas. En un minuto, alguien podía morir de un infarto, podía nacer una nueva vida o incluso caer un régimen totalitario. La historia estaba llena de minutos que destacaron sobre otros, que conllevaron hitos valiosos, pero también de eventos sin importancia: ¿A quién le interesaba que en ese tiempo una mariposa hubiera salido de su capullo? ¿O que se hubiese producido un tornado? A nadie. No importaba porque si ese recién nacido, si ese régimen o incluso ese perro no fueran de nuestro interés, entonces carecían de valor. Pasaban al olvido. Aunque en algún lugar del mundo se encontraba una persona para la que sí era importante.

¿De verdad la humanidad era tan egoísta? Claro que sí. Pues no era suficiente el que en tan poco tiempo sucedan cientos, miles o incluso millones de eventos porque solo le interesa lo que le afecta. Y, caprichosa, no solo querría que lo que ansía sucediera cuanto antes, sino que tuviese lugar en ese mismo instante. Sin importar nada ni nadie.

Aunque se sintiese culpable, Juliette no podía dejar de pensar, mientras contemplaba el ajetreo propio de la sala de urgencias en la que se encontraba, que necesitaban que Harris volviese a despertar. Veinticuatro horas son mil cuatrocientos cuarenta minutos, y estos contienen ochenta y seis mil cuatrocientos segundos. Eso era demasiado tiempo. Tiempo que podían aprovechar los fugitivos para trazar mil planes, descartarlos todos y tomar nuevas decisiones. Decisiones que podrían acarrear víctimas. Víctimas que podrían perder la vida. Y vidas que merecían ser salvadas.

Esperaba que el anciano lograse pasar de aquella noche y despertase por la mañana, porque solo así podrían detener a Bob Eden. Tenían todas las piezas: personajes, sinopsis y portada; planteamiento y nudo. Pero les faltaba el desenlace. Ese final en el que todo cobraba sentido, se resolvía la incógnita que rodeaba al villano para llegar a la moraleja de la historia. Aunque sabía que la realidad implicaba resoluciones agridulces, no había visto un caso que necesitase tanto un final feliz: por Leonor, que llevaba toda su vida arrastrando la pérdida de su familia y los crímenes de su marido; por Teddy, eternamente enamorado de la supuesta viuda; por Eriol y sus agentes, que arrastraban una mala racha. Y por ella misma, que hacía tiempo que dejó de creer en la posibilidad de recuperar su vida. Necesitaba un triunfo, algo que le indicase que había vuelto al camino correcto.

«Lo necesitamos», pensó cansada.

Un leve pitido le indicó que su bebida ya estaba lista, y una vez más le sorprendió el contraste entre la brillante máquina que tenía enfrente, de color amarillo que destacaba como un faro en la amplia e impoluta sala de paredes blancas donde se encontraba. Salvo un par de sillas arrimadas en uno de los extremos, se trataba de un espacio diáfano en el que no cesaba de entrar y salir gente. Aferrando con fuerza ambos vasos de plástico, Juliette se sintió algo perdida entre tanto desconocido, ya que apenas podía ver por encima de su cabeza. Si no hubiese hecho ese mismo recorrido otras tres veces en el último par de horas probablemente se habría perdido. Sin embargo, logró entrar en uno de los ascensores y marcar la sexta planta mientras se hacía hueco entre un par de enfermeras y un anciano que sostenía una percha con una bolsa de suero. El hombre le regaló una sonrisa cansada y, aunque ese tipo de lugares le ponían nerviosa, no pudo evitar devolvérsela.

Llevaba horas en el hospital. Tan solo había pasado por casa para dar de comer a Loki, realizar una breve llamada a su madre disculpándose por haber faltado a la merienda y prepararse un sándwich. Una ducha rápida y un cambio de ropa después se encontraba cruzando las puertas hacia la habitación del último miembro de la banda de Bob Eden, pero la enfermera jefe la detuvo. Por su culpa llevaba las últimas seis horas agarrotada en una de las sillas de la sala de espera junto a Eriol. Él continuaba con las dudas sobre el plan y ella aprovechaba el tiempo muerto para escribir su columna semanal. Nunca les había molestado el silencio, pero ambos detestaban esperar, por lo que habían estado haciendo turnos para estirar las piernas, ir al baño y a por sus respectivas dosis de cafeína.

Le entregó el café a su amigo y volvió a tomar asiento a su lado mientras guardaba el ordenador portátil en la funda. Incluso ella tenía un límite. Treinta y seis horas despierta la habían agotado en todos los sentidos de la palabra. Sentía que las emociones de aquel día se le echaban encima y cerró los ojos un par de minutos para centrarse en el murmullo que la rodeaba: en los susurros de Eriol al teléfono, que la calmaban y ayudaban a desconectar de la espera que aún le aguardaba. Se llevó el vaso a los labios y apoyó la cabeza en la pared que tenía detrás. Tomaba pequeños sorbos para que la bebida calentara cada rincón de su cuerpo. Siempre le había gustado el aroma del café. La hacía sentir como en casa.

Con un suspiro exasperado, el policía colgó el teléfono y se revolvió el pelo. Pequeñas arrugas se habían formado en los extremos de sus ojos y Juliette no pudo evitar darse cuenta de que parecía tener diez años más. Este caso le estaba afectando más de lo que parecía. A ambos, de hecho.

—Bueno, Julie, ¿contenta de volver? —le preguntó Eriol.

No pudo evitar bufar mientras ponía los ojos en blanco.

—No es como lo recordaba —respondió ella. Su voz sonaba áspera después de tantas horas en silencio.

—Y aun así más divertido que la prensa, ¿verdad?

—Sin duda —consintió Juliette con una sonrisa.

Su compañero jamás se rendiría con eso. Si por él fuera, le habría obligado a entrar en el cuerpo hacía años. Pero ella disfrutaba escribiendo. Siempre fue su forma de escape.

—¿Qué has decidido?

—Ahora no, ya te lo he dicho. Cuando despierte —la reprendió Eriol con la mirada. Ella no se sintió intimidada. Al fin y al cabo, ya no era una niña.

Se batieron en un duelo de miradas, el suave azul del mar chocando con el cálido chocolate, hasta que ambos sonrieron con amabilidad. Sintió en su nuca la intensa mirada de la enfermera del mostrador. Era difícil ignorar cómo observaba a Eriol de vez en cuando mientras jugaba con su pelo. No quiso prestarle atención. Lo que menos necesitaba era tener a una mujer celosa acechándola, sobre todo cuando su amigo estaba fielmente enamorado de Claire. Una mujer encantadora, de gran carácter, que Juliette, aunque conocía poco, aprobó desde el instante en el que ordenó a Eriol que dejara de insistirle a la joven con convertirse en policía. Sí, esa enfermera no aguantaría ni un asalto contra Claire. Además, su amigo no parecía haberse percatado de nada.

—¿Cómo estás? —la interrogó él, y por el súbito cambio en el clima entre ambos se dio cuenta de que no preguntaba por los eventos de aquella tarde.

—Bien. —Dirigió la mirada del suelo hacia el rostro de su amigo. No podía mentirle. A él no. Por lo que se corrigió—. Mejor.

—Me alegro.

—Disculpen —la voz de la enfermera coqueta los interrumpió. Parecía algo crispada y su mirada se detuvo más de lo normal en la mano de Eriol, que descansaba sobre la de Juliette—. He pensado que quizás querrían entrar a ver al paciente.

Aquello los espabiló por completo. Llevaban solicitándolo horas y siempre habían recibido una brusca negativa, al menos para ella, o en el caso de él, una explicación de por qué no podían permitírselo, acompañada de un intento de sonrisa seductora.

Después de haber recogido todo, la siguieron hasta la habitación, donde Eric Harris descansaba sobre una cama cubierto de vendas. No tenía buen aspecto y su extremada delgadez ayudaba a que el anciano se desvaneciera bajo las sábanas.

Pese a que tuviese esa apariencia indefensa, Juliette no pudo evitar recordar al hombre de sonrisa confiada y mirada impenetrable que aparecía en la foto que encontraron. Algo en su rostro afilado indicaba problemas. Sin duda, era fácil imaginárselo como parte de la banda que aterrorizó la ciudad décadas atrás. Se sentía intrigada y asustada a la vez, porque si alguien tan fuerte podía ser vapuleado por su antiguo jefe, Bob Eden debía ser alguien a quien temer pese a su avanzada edad.

Por un momento dudó de Leonor. Ella le había hablado con tanto cariño de su marido que quiso creerla, pensar que solo se trataba de un hombre que había tomado malas decisiones y no había podido prever hasta dónde llegaría la magnitud de sus acciones. Había dejado que sus sentimientos interfiriesen en su juicio, y eso era algo que no podía permitirse. Para alejar aquellos pensamientos comenzó a anotar en su cabeza detalles que observaba sobre Eric Harris para redactar su perfil. La habitación era tan impersonal que apenas daba pistas que la relacionasen con el ocupante, quien ni siquiera estaba consciente. Se preguntaba si…

Miró hacia la puerta donde el jefe Johnson se encontraba de espaldas hablando con uno de los agentes que custodiaban al paciente. Dando gracias a su suerte, se acercó con rapidez a la silla donde se encontraba colgada la ropa que había llevado Harris y sus efectos personales. Si había algo relacionado con el caso, era muy probable que lo llevase consigo para evitar que nadie lo encontrase, sobre todo habiendo sido asesinados el resto de sus compañeros. Revisó la chaqueta del traje de tweed que llevaba cuando lo encontraron desangrándose. No había nada, ni tampoco en los pantalones. Frustrada, dirigió una mirada nerviosa hacia la puerta mientras intentaba pensar qué era lo que se le escapaba. Tampoco en la cartera había pistas, solo una foto de los que suponía eran sus nietos, bastante dinero en efectivo y un par de tarjetas. Enfadada, volvió a dejar todo en su lugar y golpeó la chaqueta con el dorso de la mano. Fue entonces cuando sintió algo bajo la palma. Volvió a revisar los bolsillos, pero seguían vacíos. Fue directa a por el forro, y ahí estaba. Cerca de la costura volvió a notar el chasquido del papel cuando se arruga.

Forzó el cosido hasta desgarrarlo, siempre con la precaución de no alertar a Eriol, quien no aprobaría los métodos. Cuando consiguió estropear la chaqueta, extrajo la pequeña hoja de papel de su interior.

Una foto idéntica a la que hallaron Leonor y Teddy se encontraba junto a un recorte de periódico.

Importante colección de arte es robada del museo de Elveside. Los responsables dejan en su lugar el dibujo de una constelación.

Se trataba del primer caso de la banda, pero ¿por qué alguien guardaría pruebas que lo relacionasen con un pasado criminal del que nadie sospechaba? ¿Sentimentalismo? No, no parecía que ninguno de ellos fuese a cometer tal desliz solo por recordar el pasado. ¿Por qué lo haría?

Sentía cómo su cerebro se sacudía en busca de una solución. Mientras tomaba asiento al lado del hombre se fijó en su expresión, calmada, serena. Y entonces todo encajó. La única forma por la que alguien podría encontrar esa foto sería que revisasen su traje, y eso solo podría pasar si hubiese sido asesinado. No trataba de ocultarlo, sino todo lo contrario. Pretendía que alguien lo descubriese en caso de que le pasase algo. Su propio hermano había muerto a manos de Bob Eden, al igual que sus otros compañeros. Probablemente hizo las conexiones y quería que hiciesen pagar al responsable. En ningún momento pensó que fuesen a encontrarle con vida, ni que una muchacha con la curiosidad de Nancy Drew revisase entre sus pertenencias.

Más que nunca necesitaban que despertase, porque con estas pruebas en su contra no iba a tener más opción que confesarles qué sucedía. Y ella pensaba estar en primera fila cuando eso pasase. Mientras su compañero entraba de nuevo en la sala, agarró la mano del anciano y le susurró al oído:

—Señor Harris, es hora de que despierte.

El sol empezaba a asomar por la ventana del cuarto cuando Juliette procedió a contarle su descubrimiento a Eriol, dispuesta a someterse a la correspondiente bronca por volver a hacer las cosas por su cuenta y sin seguir protocolos. Pero su amigo la sorprendió quedándose en silencio, ojeando los recortes. Le dirigió una mirada entusiasmada cuando se dio cuenta de que la joven le había proporcionado una prueba tangible, algo que relacionaba a ambos criminales y, aunque aún necesitaran el testimonio del último superviviente del grupo Casiopea, habían conseguido algo para continuar con el plan.

—Al menos ahora sabemos qué dirección tomar con el interrogatorio. Aunque, cuando contemos esto, diremos que yo te encargué revisar sus pertenencias.

—Claro, llévate la gloria. Aléjame de los focos. —Le dedicó una mueca de falsa tristeza que hizo que el otro la golpeara en la cabeza.

—Te noto de muy buen humor. ¿Qué hay de ese pesimismo y mal genio que suele acompañarte?

—Creo que estoy demasiado cansada para utilizarlos.

—Bien, porque la enfermera me ha dicho que sus constantes son normales y que debería despertar pronto.

Lo siguiente en la lista era descansar. Juliette se echó sobre el sillón y, antes de quedarse dormida, Eriol la cubrió con su chaqueta.

La sombra de nosotros

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