Читать книгу La sombra de nosotros - Susana Quirós Lagares - Страница 14

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Convencer al anciano para que participase en su plan fue una tarea bastante ardua, pero después de un par de horas habían logrado dejarlo sin argumentos. Al desconocer la ubicación del escondite de Robert, esta era la única opción para atraparlo antes de su próximo asesinato. Sospechaba que la tentativa de participar en la captura de un criminal tan buscado había contribuido a que aceptase, porque pronto estuvo compartiendo información sobre su antiguo jefe. La chica se había dado cuenta de que, aunque durante los años con Casiopea se le excluyó de ciertas acciones a causa de su juventud, el anciano conocía bien a los suyos.

A regañadientes, Eriol había aceptado el consejo tanto de Harris como de Juliette para ocultar la treta al resto del cuerpo. No tenían tiempo de descubrir quiénes eran los bocazas, así que sería mejor partir de la premisa de que todos podían ser culpables. La joven incluso sugirió que corriera el rumor de que la vigilancia en el hospital sería mínima.

Todo pareció funcionar, porque Will acudió para asegurarse de que les había entendido bien, incapaz de creerse que fueran a dejar sin apenas vigilancia al único testigo del caso.

Por otro lado, Juliette se vio obligada a esperar en The Raven, el bar de los rumores policiales. Discutió con Eriol sobre el destartalado teatro del cebo. Ella quería permanecer en alguna parte del hospital y él tenía claro que debía alejarse allí.

—¿Es que no puedes simplemente obedecer? —le dijo Eriol antes de marcharse—. Te estás comportando como una niña orgullosa. Quizás no debería haberte dejado volver tan pronto.

Había intentado explicarle que su empeño por estar allí no se debía a otro motivo que ellos. Lo hacía por ellos, por sus compañeros del Cuerpo de Policía. Bob Eden era capaz de cualquier cosa, y no se perdonaría que algún agente sufriera durante la ejecución de aquella locura de plan si ella podía haberlo evitado. Ellos tenían armas y todo tipo de preparación, pero Juliette disponía de la capacidad para conocer a las personas como nadie las conocería jamás. Y Eriol no quiso escucharla.

—Te recuerdo que la última vez fastidiaste toda tu vida por un simple capricho —comentó el capitán al acompañarla en coche.

Un escalofrío se apoderó de su cuerpo al oír aquella palabra. «Capricho». Así había llamado a Alec. Pese a todo lo que le había contado, Eriol Johnson seguía pensando que Juliette había arrojado su futuro por el desagüe a causa de un simple cuelgue. Por mera atracción o por haber sido esclava de sus emociones. Cuando, en realidad, ella se obsesionó con aquello porque supo ver la inocencia en sus ojos. No hubo asesinato, sino defensa propia. Por esa razón presentó aquellas pruebas a Eriol y se afanó en que todos vieran que Alec no era un maldito asesino. A nadie le importó. Con el chico muerto, ¿qué más daba si solo se defendía o realmente mataba? Si ella había vuelto a trabajar en la comisaría fue porque al final Eriol la escuchó, aunque fuese demasiado tarde. Pero la creyó, o eso pensaba hasta aquel momento.

Con un suspiro, volvió a tomar un trago de la cerveza mientras esperaba noticias.

—¿Tú qué crees, Julie? —la voz de Will la sacó de sus pensamientos.

—Perdona, ¿qué decíais? —preguntó para entrar en la conversación.

—Sobre los incendios. Ha habido varios en los últimos seis meses, en edificios abandonados, sin ocupantes y sin nada de valor. Lo interesante es que no se ha encontrado origen alguno para el fuego. Todo indica que se produjeron de manera espontánea en los propios objetos. Pero no hay nada. ¿Crees que nos encontramos ante un extraño pirómano?

—Eso es algo obvio. Si sigue además el mismo procedimiento, supongo que habréis determinado que se trata de la misma persona. Lo que me preocupa es la razón en sí.

Había oído a los agentes comentar el incremento en casos de incendios durante los días anteriores en la comisaría, pero Eden la mantuvo demasiado ocupada para pensar siquiera en ello.

—Podría tratarse de algún explosivo que al prenderse se lleve todo rastro, aunque dudo que exista semejante producto que no deje vestigio alguno de su combustión.

—Lo curioso es que se produzcan en edificios abandonados. ¿Por qué alguien haría eso? Podría tratarse de jóvenes desatados, pero no en lugares tan distantes de la ciudad. Eriol mencionó algo sobre una casa en llamas cerca del centro.

—Comenzó con varios vehículos que no relacionamos hasta más tarde. Le siguieron dos naves en el puerto, ambas vacías. Al parecer pertenecieron al ejército. Luego fue una casa en la avenida St. John y ayer un edificio en la periferia —explicó Will con entusiasmo.

Juliette siempre había tenido una buena opinión del chico. Solo él se involucraba tanto como ella en los casos, disfrutaba de su profesión. Que Eriol pensara en ascenderle a sargento de policía no era ninguna sorpresa.

—¿Y si están probando algo? —sugirió Juliette—. No habéis dado con el origen de las llamas ni producto alguno, acelerante o detonación… Puede que se trate de ciertos experimentos. Si lo analizara como periodista, pensaría en la industria química o quizás en una nueva arma. Tú mismo has dicho que los almacenes del puerto pertenecieron al ejército.

—No es una idea descabellada. La velocidad a la que se expande es increíble, y parece controlado, pues nunca se extiende fuera del recinto o del edificio…

Un fuerte golpe en la mesa ahogó la voz de su amigo y ambos se volvieron para ver a un Héctor ya ebrio.

—Bueno, tortolitos, dejemos el trabajo, por favor. —Les guiñó un ojo mientras se sentaba en el otro extremo—. ¡Bastante hemos tenido con lo de esta tarde!

—¿A qué te refieres? —Juliette alzó la voz, para que los oídos indicados escucharan con claridad.

—A todo. ¿Un hombre regresa de entre los muertos y se pone a matar a diestro y siniestro? Parece una película de zombis.

—Pero eso no es culpa de Eriol, no tiene nada que ver con él.

—Claro que no, pero lo de hoy ya ha sido de locos.

Sintió la mirada crítica de Will, quien estaba perdido con la nueva actitud de la joven.


—El teléfono de Juliette vibró. Con discreción, le echó un vistazo. —Eriol tendrá sus motivos —Juliette sabía qué botones pulsar para hacer funcionar la máquina de los rumores.

—¿Dejar a un testigo sin protección? ¿En el St. Claire? ¡Ese hospital no está a un paso de la comisaría! Ha puesto una diana en la frente de ese anciano.

Will no era como los demás. Conocía bien a sus compañeros y a Juliette. Supo ver la dirección que llevaba aquella charla y se sumó al engaño.

—¿Qué más da? —dijo al alzar la copa—. Tú misma me has contado que os ha tratado a puntapiés. No creo que ese viejo merezca otra cosa.

—Vaya, el bueno de Will mandando al traste todo —comentó Héctor.

—No quiero que el viejo muera a manos de ese monstruo resucitado —añadió—, pero hemos intentado ayudarle y él niega todo apoyo porque somos maderos.

—Quizás no sea lo correcto, pero es lo que Harris se ha ganado —terminó Héctor con la discusión.

—Es una lástima —opinó Juliette—. Espero que Eriol sepa lo que hace.

Will sonrió a la joven y ella le devolvió la sonrisa.El sedal no debería tardar en sacudirse.

Nada sucedió esa noche. Tampoco las dos siguientes. Quizás las noticias no habían llegado al criminal, o se había olvidado de su viejo amigo. Cuando pasó una semana, hasta Juliette se rindió. Eric Harris podría recibir el alta hospitalaria y tendría que volver a casa, algo a lo que él se negaba por completo. El anciano exigía protección y, en realidad, merecía ser protegido. La comisaría parecía un hervidero, pues algunos criticaban la actitud de Harris hacia la policía y otros defendían su inocencia en el caso Eden, como le ocurría a Juliette. De cualquier manera, el abogado de Harris los puso contra las cuerdas y se vieron obligados a solicitar su ingreso en el programa de testigos. El fiscal no tardó en aceptar la petición. En tan solo unos días, el caso de Robert Eden se había enfriado, prácticamente perdido, y se habían quedado sin su única herramienta para poder detenerle, o al menos encontrarle.

El fracaso policial fue para Juliette algo personal. Sintió que había fallado a Leonor y a sus propios compañeros armados. Sus artículos en el periódico se volvieron melancólicos y desprovistos de ánimo alguno. Incluso Jack se preocupó por ella cuando leyó aquel fragmento:

[…] Está claro que no somos dueños de nada: ni de nuestro destino, ni de nuestros sueños. ¿Por qué esforzarnos? ¿Por qué amargarnos? Si algo tiene que pasar, entonces lo hará, independientemente de si actuamos o no. Esta actitud es un mal que invade nuestra ciudad, la razón de sufrir uno de los mayores índices de criminalidad del país. Lo arreglamos con pensar que no es nuestro problema. No ayudamos en nada si no nos afecta. Hasta que lo hace, y entonces clamamos al cielo, nos quejamos y hablamos de la incompetencia de nuestros agentes, de las leyes, de los políticos… pero los responsables somos nosotros. Hoy se ha absuelto a Jeremy Gordon, un pez gordo del tráfico de armas en nuestra ciudad. ¿La causa? Los testigos se echaron atrás. Nadie dice nada, y así, contribuimos a que Elveside sea un lugar más peligroso para nuestros hijos, padres, ancianos… Para todos.

Su jefe la obligó a releer sus columnas de todo el mes e incluso ella se dio cuenta de que parecía haber dado un paso atrás desde que regresó. Eso la abrumó y decidió ponerle fin.

Había llegado el momento de seguir adelante, y nada mejor para hacerlo que trabajar en otro caso y calor familiar. Como decía su abuela sobre la lotería: la suerte es para los desdichados. Si aquello era cierto, Juliette no dispondría de suerte con el caso Eden, pero era afortunada en la vida. Aunque ella no lo supiera.

Decidió dos cosas entonces, y ambas fueron mediante una llamada. Primero telefoneó a su madre para tomar un café con ella y su abuela en The Green Garden aquella tarde. La segunda llamada fue a Will. Le pidió que la pusiera al día sobre los incendios de la ciudad. Unos minutos después ya tenía la tarde planeada y un nuevo caso en el que centrar toda su atención.

Antes del encuentro familiar, su visita sería a la biblioteca, donde sabía que la esperaba una Agnes dura de pelear. Los primeros pasos de la investigación del Pirómano de Elveside, como ya lo llamaban en las noticias, los había realizado a través de internet, pero los planos de las localizaciones de los incendios eran antiguos e incompletos, y solo Agnes podría proporcionarle tal información actualizada a través de la base de datos de información geográfica urbana. La confidencialidad de determinadas zonas y una bibliotecaria estrictamente reglamentaria le provocarían dolor de cabeza, pero no había otro modo si pretendía hallar algún tipo de patrón o comportamiento en los objetivos del extraño pirómano. Además, Juliette amaba visitar la biblioteca.

—Sé lo mucho que quieres verlos, Juliette —dijo Agnes. Su voz pretendía ser conciliadora, aunque tenía el efecto contrario en la joven—, pero no puedo darte acceso. Estos procedimientos requieren tiempo y permisos. Piensa que son bienes de incalculable valor histórico para la ciudad y tú te niegas a seguir los protocolos legales. Ni siquiera me has dejado consultarlo con el director de los archivos.

—Es que es para una investigación. Requiere confidencialidad —lo había repetido ya tantas veces que no entendía cómo la mujer aún seguía insistiendo.

—Pues trae una orden. Estoy segura de que no te será complicado. Trabajas con la policía.

—Ni siquiera voy a sacarlos de aquí, Agnes. Te prometo que serán unos minutos.

—No es no, jovencita.

—Media hora. Lo juro. —Esto hizo poner los ojos en blanco a la bibliotecaria que ya ni siquiera se molestó en contestarle—. Por favor, Agnes.

Un suspiro exasperado salió de los labios de la mujer, que se volvió con enfado.

—¿De verdad esto es tan importante para ti?

—Lo es, créeme.

Se esforzó en expresar con una mirada triste la envergadura de aquella necesidad.

Agnes siempre había sentido debilidad por su pequeño ratón de biblioteca, como siempre la llamaba, y Juliette iba a explotar todos sus encantos.

—Te doy diez minutos. Nada de trampas.

El grito que dejó escapar la chica hizo que varios estudiantes le dedicasen miradas de desaprobación e incluso algún insulto. Algo avergonzada, murmuró una disculpa mientras Agnes contenía una carcajada. Sacó los planos del archivo y Juliette los sostuvo como si fuesen de cristal.

—Cuídalos, ratoncito.

Je prends soin, tante Agnes.

Sabía que con ese apelativo se la ganaría. Así conseguía acceder a la sección de terror cuando era pequeña.

Sin dudarlo un instante, se dirigió a la sección de Historia, que limitaba con las de Biología y Religión, un rincón perfecto donde nadie solía adentrarse y en el que podría actuar lejos de cualquier mirada.

Juntó dos mesas para desplegar ambos planos. El primero de ellos mostraba la red de alcantarillado y, aunque le sacó una foto por si acaso, lo descartó enseguida. Era el otro el que le interesaba: donde aparecían terrenos y calles al detalle. Fotografió a conciencia cada sección del plano. Le servirían para construir su propio puzle de la ciudad encajando las diversas imágenes.

—¡Listo! Ahora sí puedo trabajar en condiciones —bromeó para sí misma.

Antes de volver a enrollarlos, marcó mentalmente la localización de los incendios. Ventajas de poseer una memoria fotográfica. Al seguir el orden en que se produjeron, pudo advertir que el pirómano se aproximaba con cada acto hacia el centro de Elveside desde el oeste, algo que llamó su atención, pero no hizo saltar las alarmas en su cabeza. La policía también lo habría visto. También se fijó en el plan cultural del Ayuntamiento, con el que habían cambiado nombres a parques y plazas otorgándoles connotaciones literarias. Pero Elveside continuaba siendo la misma ratonera para delincuentes y tramposos.

«Aunque la mona se vista de seda…», pensó.

Observó, por la distancia entre los lugares calcinados, que el próximo golpe podría encontrarse en un par de calles del centro con edificios de la administración, aunque tampoco se le habría escapado a la policía. Aun así, pensaba hablar con Eriol aquella misma noche.

El sonido de pasos contra el mármol se hizo eco por toda la biblioteca. El tiempo se había acabado para la fisgona. Retiró los materiales de la mesa para no recibir una reprimenda de Agnes Einberg, quien se asomó cuando se encontraba guardando el último de los planos.

—¿Ya has acabado? Pensé que tendría que despegarte de ellos con una espátula —bromeó la mujer mayor.

—Yo siempre cumplo mis promesas, tante Agnes.

La anciana sonrió con cariño mientras comprobaba que estuviera todo en orden.

—Ratoncito manipulador.

Con un abrazo, le dio las gracias y se despidió de la bibliotecaria. Había quedado con su madre y la abuela Élise a tomar café con la promesa de un trozo de tarta Sacher.

Salió del edificio risueña, como siempre. Al guardar la cámara en el bolso tropezó en las escaleras. Por suerte, alguien que entraba pudo sostenerla para no caer al suelo. Juliette no quiso mirar a su salvador. La vergüenza solo le permitió dar las gracias y seguir adelante. Si se hubiese detenido, habría presenciado la expresión de espanto que aquella persona le dirigía.

The Green Garden era la cafetería favorita de Juliette. No si alguien buscaba un café fuerte, eso estaba claro. Sin embargo, era el lugar perfecto para charlar con tranquilidad. Las paredes de espejo del interior y las sofisticadas lámparas le otorgaban cierto aire parisino, pero donde residía la magia era sin lugar a duda en la terraza. Como el nombre indicaba, se trataba de un jardín donde abundaba la vegetación: una alfombra de verde grama, tan solo salpicada por un camino de piedras grisáceas que llevaban hasta un pequeño estanque con una graciosa cascada, lo cubría todo. Enredaderas colgaban de las paredes hasta el suelo y pequeños arbustos de flores azules y blancas ocupaban los rincones. Las mesas se distribuían sobre una plataforma desde donde apreciar el maravilloso jardín botánico interior y salvaguardadas por una barandilla de forja en forma de ramas y hojas.

Sorteó a los clientes hasta que vio a su madre y a su abuela charlando en la mesa de siempre. El mundo era un lugar menos trágico cuando su abuela sonreía. Tenía ese porte orgulloso que la hacía admirarla, pero también una expresión cariñosa que reservaba para aquellos a quienes amaba. Se levantó para recibirla y ahí, rodeada de ese jardín de ensueño, le pareció estar frente a la misma reina Titania de Sueño de una noche de verano.

El cálido abrazo borró las preocupaciones de la mente de Juliette.

Ça va, ma petite libellule? —preguntó una vez la dejó ir.

Très bien, mamie —sonrió al abrazar a su madre—. Hola, mamá.

—Hola, cariño. ¿Tarde productiva?

—Eso espero. —Había ocasiones en que tenía ese sexto sentido propio de las madres—. ¿Qué me ha delatado?

—El pelo. Parece que no le hubieses cepillado en días.

Tenía la costumbre de recogerse el pelo cuando trabajaba y soltarlo tan pronto como acababa.

Mientras se ponían al día, Juliette no pudo evitar fijarse en el contraste entre ella y sus referentes consanguíneos. Tanto su madre como la abuela tenían unos ojos azules que tendían a violeta cuando les daba la luz. Aunque compartía la melena lisa de color chocolate repleta de suaves reflejos de un tono miel, ella había heredado los ojos marrones de su padre. Pero la diferencia más extrema era a la hora de vestir. Mientras que las mujeres a su lado se sentían cómodas con sendos vestidos y un cuidado maquillaje, Juliette no cambiaría unos vaqueros y un jersey por nada, sobre todo su jersey gris de amplio cuello vuelto. Deseaba tener fuerzas para acicalarse como su madre por las mañanas, algo que no iba a ocurrir jamás.

—¿En qué estás trabajando ahora?

Su madre, adicta a las series policíacas, siempre aprovechaba para conocer un poco más de su trabajo. Antes de empezar a colaborar con la policía tuvo que sentarse a su lado tarde tras tarde para empaparse de Ley y orden que, según su madre, era de obligado visionado para estar correctamente preparada.

—Estoy liada con el extraño caso del pirómano de Elveside.

—Oh, cuenta, cuenta.

Rachel Libston no pensaba perder aquella oportunidad. Juliette era consciente de que su habitual insana curiosidad le venía de ella.

—No puedo decir nada, mamá. Ya sabes que trabajo con información clasificada y a ti te encanta cotillear.

—¡Eso no es cierto! —su madre hizo un mohín—. ¿A que no, mamá?

—En esta ocasión estoy con mi nieta.

—Para variar —susurró al cruzar los brazos.

La charla continuó durante el café y los bollos. El aroma a moca y el perfume que emanaba del jardín era lo que hacía de The Green Garden un lugar único. Aunque nada duraba eternamente, y la tarde se vio interrumpida por el dichoso tono del teléfono. Se disculpó antes de atender la llamada de Eriol y se apartó para hablar.

—Julie —respondió con voz cansada—. Disculpa que te moleste.

—Tú nunca molestas. De hecho, iba a llamarte esta noche.

—¿Con una proposición indecente?

El comentario logró sacar una carcajada a la chica. Hacía mucho que Eriol no traía a la mesa el enamoramiento que tuvo durante sus primeros meses de novata.

—Muy indecente: pizza y conspiraciones. ¿Qué te parece?

—Doblemente delicioso. —Aunque no podía verlo, sabía que estaba sonriendo—. Sin embargo, vamos a tener que dejarlo para otro día.

—Pero…

—Escucha, Eric Harris quiere verte antes de desaparecer para siempre de nuestras vidas.

—¿A mí? Si ni siquiera nos soportamos.

—Eso pensaba yo, aunque parece ser que eres, y cito textualmente, «la única con agallas suficientes para ocuparse de este caso». Puede que sea uno de sus caprichos, vete tú a saber… Lo único que me importa es lo que pueda decirte.

—Sí, lo entiendo. No podemos perder una oportunidad así. Aunque pensé que el caso había sido archivado.

—Y lo estará desde mañana si ese anciano grosero no nos dice algo para continuar.

—Tenía la certeza de que le habíamos sacado todo —comentó Juliette—. Quizás mi instinto se haya atrofiado con el retiro…

—No te preocupes. Como decía mi padre, de nada sirve llorar por la leche derramada.

—En nada lo sabremos. Pillo un taxi y nos vemos allí.

Tras despedirse, pasó por la barra y se aseguró de pagar la cuenta de su mesa. Además, pidió que les llevaran un par de porciones de bizcocho de plátano. Garabateó una nota como disculpa y la incorporó a uno de los platos.

El viejo Harris, a quien llevaba un par de semanas sin ver, exigía hablar con ella.

«La única con agallas…», se repetía en el taxi.

Solo Alec la había alentado cada día de ese modo antes de ir a trabajar.

Sin pretenderlo, se vio inmersa en uno de sus recuerdos más preciados.

La sombra de nosotros

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